domingo, 16 de octubre de 2016

SIMPOSIO DE ESTÉTICA

Al momento de  aplicar a un simposio de  estética, no se piensa sino en formular una hipótesis y escribir unas propuestas a desarrollar, que formen parte de una política de trabajo. Es lo que hice. Exponer un momento de una política de escritura. El formato de simposio solo satisface la modalidad de formulación de un debate en curso, en el terreno de fricción entre la fotografía y las artes visuales.  No es más que eso.  La cobertura académica es una excusa de inscripción en un zona donde todos parecen trabajar para informar sus nombres en el universo de la indexación.

En la crítica independiente, que suele depender de una práctica de investigación autónoma, sin lazos de dependencia ni de garantización universitaria,  el trabajo de fondo no está determinado por el “proyectismo” fondecytizado, sino que deambula en la frontera de una  escritura estroboscópica de filiación joyciana, guardando las proporciones.  Lo que para mí era significativo en junio de este año, en el marco de una polémica implícita en el campo exhibitivo de la fotografía, no lo es para una entidad académica que, sin embargo, intenta dictar pautas  sobre la tolerabilidad analítica. 

Sin embargo, el relato que asume sus condiciones de avance como  retrato de la situación concreta en que  la ficción teórica se toma por objeto de si misma, no hace más que sostener el malentendido como soporte de variación académica para iluminar una escena de manera discontinua y formular como título, la cuestión del delito como  condición formal de una escena  de arte.  Todo esto apunta a fijar la co/dicción del título: “El delito como condición foral de una escena de arte”.  Ciertamente, porque frente a la ingenuidad de  una empresa  distintiva de la rostroeidad de Chile,   me cupo formular la hipçótesis acerca de la dependencia que ésta tiene respecto de la fotografía judicial y criminológica, en el estado actual de la lucha de clases en el campo de la imagen.

Esto significaba poner en (e)videncia  la condición del delito, como configuración de una determinación que suspende los juicios destinados a citar los fragmentos de obras leídas a destiempo; digamos, con el retraso necesario para que la academia pueda incorporar a sus planes de estudio la correcta política de reproducción de funciones. 

Pongamos por caso:  situada la escena de reproducción de una lectura se identifica una operación de omisión y de encubrimiento de las bibliografías que pudieran poner en duda la precursividad de voracidades específicas, en una zona extra-universitaria.  La producción escritural más significativa jamás estuvo en la universidad, ni menos en institutos de adjetivación estética, por efectos de compensaciones reformísticas.   No es explicable a simple vista la permanencia de un instituto de estética, cuyo origen se remonta a las compensaciones eclesiales internas, producto de una reforma derrotada. Pero mantenerse como enclave social-cristiano en una universidad católica durante la dictadura toda, es una hazaña que disfrutan los herederos en su afán por alcanzar privilegios tardíos.   
Al hablar de delito me remito, entonces, a una polémica reconstructiva acerca de los “usos de Barthes” en la coyuntura de lectura de 1980.  De modo que esta polémica por los usos de  lectura, por ejemplo, no compromete espacio universitario alguno, en 1980 y 1981, porque los agentes que la llevan a cabo operan en sus “márgenes”.  Y se trata de usos remitidos a políticas de escritura diferenciada y políticamente excluyente, que tiene como soportes de expresión revistas independeientes.  

Entonces, en la dinámica de los usos, tenemos a los sociólogos que leen Mitologías, a los escritores joycianos que se aferran a la filosofía epicúrea de Placer del Texto y a los buscadores de teoría fotográfica, que se pierden en Camara lúcida y nunca entienden que se trata tan solo de una filosofía de la afección.  Pero de todo esto se distribuye una acalorada cantidad de citas destinadas a formatear la pulsión inaugural de toda  las imposturas que le conocemos a las “vanguardias”  plásticas en función.

Sin embargo, la ansiosa fijación de  precursividad  nos conduce a las primeras versiones de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, leída bajo la amenaza  de  colocar sobre el hipostalinismo del Taller de Artes Visuales y  de su abuelo desalmado, todo el peso del inconsciente óptico, cuando todavía estaban  sobredeterminados por el inconsciente mimeográfico de una izquierda derrotada, que se afanaba por instalar una política de la memoria perdida susceptible de transformarse en apoyo financiero para el desarrollo de un proyecto de comunicación alternativa, que ayudaría a convencer a los estadounidenses de la inmoralidad de su política exterior. La política de la imagen victimalizante podía ser  convertible -en los noticiarios del mundo- en una lucha heroica, por  quienes invertían sus peligros en  momentos las carreras parlamentarias futuras.

En 1981, la teoría de la imagen provenía de la lucidez de la cita en contra de la determinación tecnológica del inconsciente, pero sin emitir noticia alguna de las historias de los conceptos puestos en juego.  Hasta que un buen día me encontré con el ejemplar de un libro que algunos mostraban por debajo de las mesas. La gran novedad de esta información retenida hasta el momento era que señalaba la deuda que el arte moderno tenía respecto de la fotografía judicial.  Nadie lo hubiese imaginado. Estaba en un libro de un autor italiano en la biblioteca de la Escuela de Derecho. Todo el material de referencia lombrosiano dejaba a Warhol a la altura de un farsante que omitía las fuentes.  Y no estaba del todo fuera de punto.  Al fin y al  cabo, la fotografía judicial instalaba algo mas que su propia tecnología; sino que hacía evidente el efecto ideológico de la técnica en la invención del retrato-fotográfico.  Pero todo eso era considerado un delito.  Es decir, un delito por la omisión forzada de las fuentes y un delito porque perturbaba la continuidad darwiniana de la historia oficial de la fotografía.  Y al final de todo, lo que aparecía en su evidencia era la impostura de quienes instalaban en un terreno de des/información convenientemente alimentada, la precursividad  voraz de sus incursiones en la manufactura de la historia de la imagen, buscando a la fuerza editar un giro epistemológico que alcanzaba evidentemente los rasgos de una revolución galileana, en las artes visuales, por cierto.

Por es entonces, la fotografía chilena, en su escrituralidad, era muy precaria. Lo sigue siendo. Pero  en 1981 no era objeto de inversiones académicas por institutos que abordan hoy día, con el retraso adecuado,  la norma de sus juicios indexables. 

El caso es que para hablar de estas omisiones y de los efectos en la reconstrucción de las bibliografías desplazadas por transferencias averiadas, me entero que debo cancelar ciento veinte dólares.  Debo pagar  con el propósito de  hacer viable la circulación académica de mi discurso.   En septiembre recibí una advertencia para cancelar una rebaja. No le tomé el peso. Pensé que se trataba de una broma. Imaginé que era la cuota exigida a quienes asistirían como público al simposio.  Grave error.  Yo no pido rebaja. Yo no pago por escribir una ponencia y leerla.  Debiera cobrar, incluso, por participar. Y si me hacen aplicar, ello o excluye la posibilidad de que la entidad universitaria pague por mi prestación. No estoy en la situación de ser escogido para ser garantizado.  La garantización está dada por la diagramaticidad de mi discurso. 

Sin embargo, imagino que es una costumbre anglosajona, en que la participación a  un simposio está asumida por un financiamiento ya contemplado en los ítems de los proyectos de mejoramiento académico, sin favorecer –en lo absoluto- la escrituralidad de los críticos autónomos, no universitarizados, pero por cuya práctica se han constituido los objetos de estudio que la academia reproduce como si fueran conquistas propias.

Porque lo que queda en evidencia es que la autonomía no está garantizada por el aparato universitario y que todo intento de participación en un simposio de esta naturaleza,  solo apunta a acumular puntos en una medición que solo tiene el propósito de  reproducir condiciones de validación de su propio enclave.  

En plena discusión sobre gratuidad y calidad de la educación superior, el pago de inscripción exigido a un exponente,  resulta –por lo menos-  una medida  “curiosamente extemporánea”.  Dejémoslo aquí.  La culpa es mía.  La única forma de aplicar para un debate  en el seno de una escena  -plástica y fotográfica- es tener que pasar por esta incidencia,  que califica la distancia  teórica y financiera  con que el  espacio académico asume la existencia de polémicas formales que lo sobrepasan y que configuran tardíamente su objeto de trabajo.    



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