El cierre de exposiciones como una de las bellas artes. Quizás, lo más complejo,
sea poner término a un enunciado espacial y objetual. Tenemos el caso de la
muestra de Juan Domingo Dávila, en Matucana 100. Lo que hace es sella una ofensiva reparatoria
para el propio Paco Barragán, que termina su corto y significativo ciclo a
cargo de este galpón, que nunca se ha podido sacar de encima la preeminencia de
las artes del espectáculo. Pero lo hace
en el momento de la Farsa de Cerrillos.
Para Barragán nada fue fácil. Desde la partida fue indeseado por los jóvenes lobos y las
jóvenes lobas de la escena universitaria, que proclamaron la necesidad de que
las pocas plazas abiertas para curatorías fuesen especialmente destinadas –casi
por oficio- a agentes locales, que no
trepidaron en pasar a la abierta tesis xenofóbica. Al final, lo que les importaba no era el
proyecto, sino la pega. Lo que es
legítimo, pero es fatal. Quisiera no
tener que cruzarme con esta gente. Curiosamente, haber pasado por el MAC no proporciona ninguna
garantía ética.
La gran decisión de Paco Barragán fue realizar esta
exposición de Juan Domingo Dávila, que ya había dado muestras de un alto nivel
de reticencia hacia las autoridades oficiales de la escena local, tanto en su
versión post-arcis como en la aversión pro-udp, en alianza defensiva para
distribuirse los últimos recursos.
La “imagen retenida” es una variante de la imagen dialéctica, porque recupera las
cargas brechtianas, por las cuáles nos
adelantamos a sabe que “la mejor escuela de la dialéctica es la emigración”. Y
no solo por los cambios traumáticos de que son objeto, sino porque estudian los
cambios en las transformaciones técnicas de su representación. La “imagen residual” es el efecto de las
cosas que se imprimen en la retina como carga de imágenes cuyo origen es la
mancha, que se domina y domestica mediante una educación académica perversa. De todo eso vamos a
hablar en las próximas columnas.
El otro gran cierre ha sido en de LOCUS, de Gianfranco Foschino
en el MAVI. Habiendo estado a cargo de la curatoría, era muy importante para
ambos terminar con una propuesta de trabajo analítico, que adquirió el nombre
de Centro de Estudios del Agua. Esta fue
la resultante de la conversión entre
Alberto Peralta, nivólogo, Rodrigo Rojas, escritor, Patrick Lynch, abogado
ambientalista, y quien escribe.
El agua no es solo aquello de lo que hablé en la invitación
–algunas columnas anteriores-, en sus acepciones simbólicas y sus referencias a
las aguas de los ríos y a las aguas de los mares, como clasificaciones para un
universo de navegantes y un reverso de cuencas filiales. El agua determina los estados de la propiedad
de la tierra y diluye las tensiones del recuerdo terminal de las retenciones
del sentido primario, como cuando el héroe de Farenheit 451 cruza el bosque y se sumerge en el río para escapar
del Sabueso y recuperar el olvido matricial.
Entonces, el centro de estudios,
aborda además, los usos del agua y las dinámicas de su defensa y preservación.
No es casual que trabaje con las obras de tres artistas para
quienes las aguas son el hilo conductor de una pasión de obra: Fernando Prats, Tere Aninat y Gianfranco Foschino.
Todo padecemos, por decir, una similar “pasión austral”, que nos devuelve el
síntoma de un enigma que solo podemos resolver en la condición del extremo y
del exceso de nominación.
Fernando Prats, no solo entierra en los hielos un compendio
con su “memoria de obra”, sino que años más tarde -en Polonia-
hace congelar una determinada cantidad de agua de las lagunas sobre las
que se vertía las cenizas de los campos de exterminio. Congelar
un tiempo de cenizas.
Tere Aninat produce una pieza sonora -para la conmemoración del cuarto centenario
del descubrimiento del Cabo de Hornos-,
con los nombres de todos los navíos
naufragados en su travesía, transmitidos en alfabeto morse, a través de una la
gran red de radioaficionados de Chile, como soporte de obra.
Gianfranco Foschino aborda –por su parte- una reflexión sin concesiones sobre la
belleza intensa de una naturaleza inquietante que seduce y repele, al tiempo
que exalta e infunde respeto en su tremenda majestad. Sin embargo, a ciencia cierta, lo que infunde
respeto es su propia pulcritud como
artista.
Pues bien: estas tres menciones dan lugar a un montaje que
pone en crisis la configuración de la escena, teniendo que agregar a estos
cierres, la instalación recién inaugurada de Claudio Correa en el MNBA, que
remite a la determinación de la
literatura polar, que solo traslada la
espectralidad desde la que se suspende la disolución del “navío”, en su
materialidad flotante, divulgando la más eficiente metáfora de hundimiento de
la escena plástica nacional.
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