martes, 18 de octubre de 2016

LOS CIERRES

El cierre de exposiciones como una de las bellas artes. Quizás, lo más complejo, sea poner término a un enunciado espacial y objetual. Tenemos el caso de la muestra de Juan Domingo Dávila, en Matucana 100.  Lo que hace es sella una ofensiva reparatoria para el propio Paco Barragán, que termina su corto y significativo ciclo a cargo de este galpón, que nunca se ha podido sacar de encima la preeminencia de las artes del espectáculo.  Pero lo hace en el momento de la Farsa de Cerrillos.  

Para Barragán nada fue fácil.  Desde la partida  fue indeseado por los jóvenes lobos y las jóvenes lobas de la escena universitaria, que proclamaron la necesidad de que las pocas plazas abiertas para curatorías fuesen especialmente destinadas –casi por oficio- a  agentes locales, que no trepidaron en pasar a la abierta tesis xenofóbica.  Al final, lo que les importaba no era el proyecto, sino la pega.  Lo que es legítimo, pero es  fatal. Quisiera no tener que cruzarme con esta gente. Curiosamente, haber  pasado por el MAC no proporciona ninguna garantía ética.

La gran decisión de Paco Barragán fue realizar esta exposición de Juan Domingo Dávila, que ya había dado muestras de un alto nivel de reticencia hacia las autoridades oficiales de la escena local, tanto en su versión post-arcis como en la aversión pro-udp, en alianza defensiva para distribuirse los últimos recursos.

La “imagen retenida” es una variante de la imagen dialéctica, porque recupera las cargas  brechtianas, por las cuáles nos adelantamos a sabe que “la mejor escuela de la dialéctica es la emigración”. Y no solo por los cambios traumáticos de que son objeto, sino porque estudian los cambios en las transformaciones técnicas de su representación.  La “imagen residual” es el efecto de las cosas que se imprimen en la retina como carga de imágenes cuyo origen es la mancha, que se domina y domestica mediante una educación  académica perversa. De todo eso vamos a hablar en las próximas columnas.

El otro gran cierre ha sido en de LOCUS, de Gianfranco Foschino en el MAVI. Habiendo estado a cargo de la curatoría, era muy importante para ambos terminar con una propuesta de trabajo analítico, que adquirió el nombre de Centro de Estudios del Agua.  Esta fue la resultante de la conversión  entre Alberto Peralta, nivólogo, Rodrigo Rojas, escritor, Patrick Lynch, abogado ambientalista,  y quien escribe. 

El agua no es solo aquello de lo que hablé en la invitación –algunas columnas anteriores-, en sus acepciones simbólicas y sus referencias a las aguas de los ríos y a las aguas de los mares, como clasificaciones para un universo de navegantes y un reverso de cuencas filiales.  El agua determina los estados de la propiedad de la tierra y diluye las tensiones del recuerdo terminal de las retenciones del sentido primario, como cuando el héroe de Farenheit 451 cruza el bosque y se sumerge en el río para escapar del Sabueso y recuperar el olvido matricial.  Entonces, el centro de estudios, aborda además, los usos del agua y las dinámicas de su defensa y preservación.

No es casual que trabaje con las obras de tres artistas para quienes las aguas son el hilo conductor de una pasión de obra: Fernando Prats, Tere Aninat y Gianfranco Foschino. Todo padecemos, por decir, una similar “pasión austral”, que nos devuelve el síntoma de un enigma que solo podemos resolver en la condición del extremo y del exceso de nominación.

Fernando Prats, no solo entierra en los hielos un compendio con su “memoria de obra”, sino que años más tarde  -en Polonia-  hace congelar una determinada cantidad de agua de las lagunas sobre las que se vertía las cenizas de los campos de exterminio.  Congelar un tiempo de cenizas.

Tere Aninat produce una pieza sonora  -para la conmemoración del cuarto centenario del  descubrimiento del Cabo de Hornos-, con los nombres  de todos los navíos naufragados en su travesía, transmitidos en alfabeto morse, a través de una la gran red de radioaficionados de Chile, como soporte de obra. 

Gianfranco Foschino aborda –por su parte-  una reflexión sin concesiones sobre la belleza intensa de una naturaleza inquietante que seduce y repele, al tiempo que exalta e infunde respeto en su tremenda majestad.  Sin embargo, a ciencia cierta, lo que infunde respeto es su propia pulcritud  como artista.

Pues bien: estas tres menciones dan lugar a un montaje que pone en crisis la configuración de la escena, teniendo que agregar a estos cierres, la instalación recién inaugurada de Claudio Correa en el MNBA, que remite a la  determinación de la literatura polar,  que solo traslada la espectralidad desde la que se suspende la disolución del “navío”, en su materialidad flotante, divulgando la más eficiente metáfora de hundimiento de la escena plástica nacional.





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