Hay que poner en el centro de la
reflexión sobre política nacional de artes visuales la PRODUCCIÓN DE OBRA, y no
la difusión ni la formación. La difusión es un asunto relativo a la “industria
de las instituciones de exhibición” y la formación tiene que ver directamente
con el “mercado” de la educación superior. 
La edición critica, en cambio, tiene directa relación con la producción
del “discurso de posteridad de obra”. 
Algo completamente distinto. 
¿Qué se entiende por “discurso de
posteridad”?  El espacio propio de la
obra se establece a partir de la exploración del discurso crítico que
suscita.  El trabajo de la interpretación
se remite a una especie de empresa colectiva que, la mayor parte de las
veces,  precede a la obra y que, de
seguro, la prolongará más allá de si. 
La obra da lugar a la producción de unos escritos que deben
ser conservados, verificados, referenciados. De tal manera, que la crítica
colaborativa y anticipativa no se reduce a trabajar post festum, ni tampoco de manera accidental ni episódica, sino que
“comentarios, exégesis e interpretaciones son inseparables de la obra, y
constituyen un cierto tipo de cultura”[1].  Ciertamente, 
somos conducidos por el trabajo de quienes nos han precedido en la
escritura. Pero también,  por quienes nos
han precedido en la producción de obra, en el curso de unas polémicas-de-obra determinadas,  cuya identificación y recuperación nos
permiten  definir  las coordenadas de un campo.  
En este sentido, la obra viene a nuestro encuentro ya
precedida de por una reputación que ya ha logrado establecer sus
coordenadas.   De tal manera que será
posible hacer las distinciones necesarias entre la verdad de la obra y la verdad
de las representaciones  a que ésta
ha dado lugar, en el seno de una polémica específica que va a definir el
carácter de unas coyunturas en una “formación artística” dada, configurada por
sus escenas de reproducción de prácticas discontinuas y diferenciadas.  
Pondré un ejemplo: la inflación de la obra de Matilde Pérez
ha dependido de la representación que de sus efectos ha logrado instalar  el trabajo institucional de Ramón Castillo,
como curador del MNBA.  De este modo, hay
que hacer una distinción entre la “construcción de verdad” de la obra de
Matilde Pérez y la construcción del rol que Ramón Castillo le hace cumplir a
esta obra en un contexto polémico determinado. 
Lo cual se ha convertido en un dudoso hábito de trabajo que éste   ya ha reproducido  en sus trabajos de inflación de  verdad respecto
de la obra de Iván Vial y de sus elucubraciones 
heroicas sobre el  “ataque
militar” al MNBA, en septiembre de 1973, como del efecto de la “verdad de sus
operaciones” en una cadena de valor que solo 
puede estar determinada por el rol que las piezas por él defendidas
pueden tener en un contexto de “nuevo coleccionismo privado”. 
Resulta  válido
preguntarse por la coincidencia 
participativa que tienen Camilo Yáñez y Ramón Castillo como  académicos de la UDP,  tanto 
en la inflación de un discurso historiográfico  como en 
la inflación de dispositivos de aceleración de carrera en el nuevo
diseño institucional de las artes de la visualidad, ya que se habilita la
sospecha de si ello corresponde a una política manifiesta de la universidad y
de si solo  es expresión  de agendas privadas,  en cuyo establecimiento  se hace participar a  la universidad a título de cómplice  garantizadora pasiva. 
La construcción de verdad tiene que ser un efecto teórico  problemático y no  con un consenso académico  subordinado a determinada   “políticas de amistad”.  De este modo,  por ejemplo, no es posible armar un archivo a
partir de una “curatoría” de los documentos-por-encontrar,
como desean algunos investigadores que modifican los términos y acomodan el
hallazgo documentario   a los imperativos del presente, para los que
solo se validan los documentos-que–deben-ser-encontrados.
Lo anterior  está
planteado  en relación a las necesidades
de archivo y documentación destinadas a servir a la construcción del discurso
de posteridad de las obras; es decir, a los avatares de las construcciones de
verdad  a que   son sometidas las obras cuando se subordinan
a  ensoñaciones críticas que omiten la
lógica de sus determinaciones. Preguntémonos, al respecto, el “sentido” de los
cursos de  “teoría” y de historia del
arte en las actuales mallas curriculares de las escuelas en función.  ¿Historia para satisfacer problemas  de cupo laboral o historia-para-la-producción-de-obra?
He señalado  en el
primer párrafo  que es necesario  poner en el centro de la reflexión sobre
política nacional de artes visuales la PRODUCCIÓN DE OBRA, y no la difusión ni
la formación. 
Ni formación académica ni difusión: esto quiere decir,  en el terreno de las artes de la
visualidad,   poner en duda  la  “garantía
exclusiva” del privilegio universitario y  poner un límite  discursivo a la sordidez epistemológica de
las mediaciones.  Unas mediaciones que
involucran tanto a los Medios (crónica periodística) como a la musealidad, entendida
como productora de un conocimiento por el solo hecho de existir como dispositivo
fallido de exhibición y   clasificación
patrimonial.  Es decir, “por  muy malo” que sea un museo, siempre va a  satisfacer las necesidades simbólicas, tanto
de las “comunidades (artistas y público)” como del poder político. 
El museo es un consenso-en-acto
sobre lo que “se espera” de su poder instituyente. Sin embargo, hay otros
poderes instituyentes,  más eficaces,
como la crítica y la producción editorial, 
que establece relaciones de dependencia (relativa o absoluta) con
los  lugares de definición  internacional de lo instituyente en el arte
contemporáneo.  
Un centro de arte solo es concebible  solo como  una estrategia de aceleración de la
dependencia, para asegurar el acceso de carrera a comunidades de artistas
dañadas por la postergación de sus demandas. 
Sin embargo, pienso que una política nacional de artes visuales no puede
estar determinada por la  necesidad
reparatoria  exclusiva de estas
comunidades, sino que debe responder al deseo
de representación de las fallas de constitución del Estado-Nación; es
decir,   organizar la decibilidad del arte desde la consciencia de su distancia respecto
de las Instituciones Culturales, porque 
las prácticas de arte dan lugar a 
una cultura-en-si-misma, que
es de distinto carácter que la Cultura Ministerial. De ahí, el sentido de mi
ponencia en que sostengo la necesidad de
un arte anticultural. 
Lo anterior quiere decir que se debe poner en el centro de
todo, más bien, en el (re)comienzo de todo, la PRODUCCIÓN DE OBRA.  Esto significa  que el trabajo que debemos hacer ahora es
reconstruir el diagrama  que la sostiene
y montar las entidades más apropiadas para articular   las prácticas de “creación” (en sentido
propio),  con las prácticas de
archivo  documentario y  con las prácticas de  construcción de coleccionismo público.  Estas
son las tres áreas exclusivas para el montaje de un dispositivo estrictamente
destinado al desarrollo de las artes de la visualidad, aún en el seno de la
actual administración.
He utilizado la noción de “producción de obra”, mientras
otros emplean la palabra “creación”. 
Puede que estemos diciendo lo mismo, solo si entendemos que la obra
supone por anticipado la construcción de su posteridad como crítica. Los
“impulsos” del  “talento” no existen. Lo
que hay  son  manifestaciones ya diagramadas (anticipadas)
por  unas materias  primas[2]
y  unas 
modificaciones técnicas 
determinadas por una historia desigual y combinada.  
Estas materias primas sostienen la “potencial
producibilidad” de sus  condiciones
simbólicas en la multiplicidad de formas y soportes (desde la práctica
pictórica hasta la producción audiovisual), 
que reproducen las condiciones de montaje de sus enunciaciones.  De ahí, entonces, a título de ejemplo, el poder de la mancha  y de sus ideologías consecuentes en el arte
chileno[3],
como evocación de la fobia a la representación de la corporalidad, seguido del
contra-poder de la impresión, como delimitación mecánica de la figuración y de
la fisuración de la trazabilidad de la línea, en una polémica-de-obra que reproduce la “ausencia” de modernidad formal,
señalando la la existencia de un “hueco decisivo” entre  una pre-modernidad distintivamente clásica (
que  naufraga entre la pintura oligarca
de los “caballeros chilenos” y la pintura plebeya de los “post-impresionistas”
de la Facultad) y una contemporaneidad acelerada por los efectos de
transferencia del modelo de la vanguardia política  para con su 
vanguardia plástica subordinada y correspondiente. 
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