Esta semana hemos sido “golpeados” por la noticia del retiro de Enrique Correa del directorio de la
Fundación Allende. En verdad, el nombre
de la fundación no es ese, pero usaré la denominación “popular”, ya que es ésta la que hace el trabajo del topo en la
memoria cívica del nicho simbólico a que
el apellido está asociado. La cuestión
del retiro es de otro carácter, porque en todo lo que Correa ha invertido
resulta dudoso pensar que el retiro es operable, sino solo en términos de
visibilidad. De todos modos, puede ser humillante (sic) para Correa tener que
abandonar un directorio para que su nombre no
cauce perjuicio a la
candidatura presidencial de la Senadora
Allende. El términos estrictos, el
perjuicio ya está hecho. Lo que queda por demostrar es si el solo apellido
Allende es suficiente para ser vertido sobre las falencias políticas de una
hija. (Recurrir a Correa fue la prueba de su fragilidad. La independencia
forzada de su abandono debe producir un efecto que no está del todo
garantizado).
En lo que artes visuales respecta, en agosto del 2004
escribí tres columnas que publiqué en www.justopastormellado.cl
bajo el título La Fundación Allende se propone secuestrar la colección del Museo
Allende. Las republicaré en este
blog, bajo un nuevo contexto. A catorce años de su primera circulación exponen
su dramática actualidad y permiten formular la pregunta que todos callan: ¿por
qué, la Universidad de Chile, teniendo “soberanía” más que justificada en la
formación del Museo de la Solidaridad, esta no le fue reconocida al comienzo de
la Transición? Sabemos que Correa “ideó”
una fórmula para favorecer la “ficción” por la que la familia pasó a ser depositaria de una
mitología artística, política e institucional que tenía una probada tradición.
En el fondo, Correa “aprobó” la hipótesis de la des/estatización del Museo de
la Solidaridad. Curiosa hipótesis: musealidad- solidaria-dentro-de-lo-posible.
Y no tenía que ser posible. Primera traición a los fundamentos que dieron
origen al museo. Esa fue la obra de
Correa: montar la des/institucionalización del Museo de la Solidaridad en
provecho del usufructo de la política privada de la heredera principal.
En este sentido, Enrique Correa garantiza el desarrollo de
un tipo de musealidad subordinada a la ilustración política. Lo que plantearé a continuación es un segundo
caso de subordinación, donde ya no está
en juego la musealidad sino la representabilidad que el arte chileno se hace de si mismo, a
través de la intervención de sus operadores mas preclaros.
Me refiero a la crónica escrita por Catalina Mena en Revista
Paula, bajo el título lacónico de Arte conceptual en Cerrillos.
Hace ya varios meses sostuve la hipótesis de presentar este
proyecto bajo el nombre de Obra Pública,
bajo curatoría de Catalina Mena, para la próxima Bienal de Venecia. Era un
chiste que tenía su fundamento.
El proyecto de Cerrilos es la Obra Pública de Camilo Yáñez como artista-de-la-operación-política.
Catalina Mena ya había dado muestras de una dudosa
dependencia comunicacional al convertirse en el efecto ventrílocuo de la voz de
Camilo Yáñez, a través de sus notas
sobre las exposiciones de Brantmayer
y de la colectiva de
Jaar-Navarro-Prats-Zurita en el Centro
Cultural Joan Prats de Barcelona. De
modo que la crónica de la última semana no hace más que ratificar el rol de la
crítica como ejercicio de relaciones públicas; que es el único rol que Camilo
Yáñez le atribuye. La garantización
político-académica ya le fue otorgada por su proximidad al triángulo Díaz-Richard-Galende, pero ha
tenido que permanecer bajo silencio para que su efecto manipulatorio en la
próxima política nacional no se hiciera “tan”
evidente. Lo único que busca Camilo
Yáñez es “quedar bien” ante quienes considera sus “habilitadores” simbólico-operacionales.
Lo que no debiera sorprender a nadie es que Catalina Mena
escriba lo que Camilo Yáñez le dicta, poniendo en crisis la fidelidad entre ética y
escritura. Lo que tampoco debiera
sorprender es que el “concepto” expositivo sea planteado en Revista Paula, ya
que se demuestra que su colocabilidad
como exposición depende de la aprobación del medio que compite con la
mercurialidad. Más aún: lo que esto
denota es la pretensión “mercurializante” de COPESA en este conflicto de garantizaciones.
Pero lo más interesante es constatar de qué manera una
política nacional pública depende de una política de coleccionismo privado
(ejemplar) para validarse. Más de la mitad de la crónica está dedicada a la
obra de Leppe, facilitada por la Colección Pedro Montes, con el solo propósito
de sostener la proyección modélica de su diagrama hacia el conjunto de la
muestra, que ostenta el recurrente y para nada decisivo título de Una
imagen llamada palabra.
Este es el recurso de gloria analítica que esgrime Camilo
Yáñez, convertido en un desesperado artista-operador-curador-historiador
de arte, que decide destronar el efecto
Quebrantahuesos como comienzo del “conceptualismo chilensis”, en provecho de Vicente Huidobro, “como un antecedente
ineludible de esta estrategia combinatoria”.
Camilo Yáñez aprendió la lección de
Ramón Castillo -ambos académicos de la
UDP- que vive inventando precursores anómalos para satisfacer una especie de
manía refundadora, por la que nos han dado una lección de una eficacia probada:
ni Kay, ni Martínez, ni Zurita, sino Huidobro, en la re-elaboración del efecto
de poeticidad anticipatoria de la visualidad chilena. Catalina Mena no ha hecho mas que cumplir con los términos de un
contrato implícito que utiliza Revista Paula como la plataforma de este anuncio
que tendrá un “efecto ineludible” en la pensabilidad
chilena del arte.
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