(Notas para la presentación del libro Visiones de Julio Escámez, el miércoles 31 de
mayo, en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción).
Hay relatos locales que solo se pueden abordar desde la
biografía. Luego es posible comparar los relatos y someterlos a severo
escrutinio para rebajar el alcance de las representaciones. De modo que frente
a la situación de otorgar a esta sala el
nombre de Julio Escámez, no puedo dejar de pensar en una escena totalmente
cotidiana. En esta vereda, aquí al lado, en la calle, una mañana asoleada de
1963, se encuentran a boca de jarro, Tole Peralta y Magdalena Labarca, la mujer
de Cuco Barrenechea, que era, por cierto, cuñado de Maco Gutiérrez, uno de los
arquitectos de la Casa del Arte, que a su vez, era amigo de Osvaldo Cáceres y
de Alejandro Rodríguez.
En ese encuentro había demasiada historia local condensada
en un instante. Yo iba de la mano de mi tía política, Magdalena. Vi como saludaba a este señor y que se ponían
a conversar animadamente, sobre un asunto que al cabo de un momento supe que
sería el motivo de una honorable visita. Acto seguido, Tole Peralta le señala
el camino hacia el acervo de la
Pinacoteca. Bajamos a unos depósitos donde había centenares de paneles de malla
metálica en correderas. Pero no había ninguna pintura. La obra estaba lista
para acoger las colecciones de la Pinacoteca. Pero no pude dejar de admirar la
burocracia técnica del arte: no importaba que no hubiese pinturas; lo que
allí había era una infraestructura.
De hecho, la Pinacoteca de la Universidad ya existía. Es
decir, había colecciones. Solo porque había colecciones se pudo concebir la
necesidad de un lugar para acogerlas, luego del incendio de la Escuela Dental.
También estuve ahí: de regreso del colegio, al día siguiente del siniestro, ví
con mis compañeros de colegio cómo sacaban mobiliario todavía humeante. Era una
tragedia para todos nosotros, porque todo lo que le ocurriera a la universidad
nos ocurría a todos nosotros. Porque era, para unos escolares como nosotros, un
referente mítico.
La universidad ha estado vinculada al desarrollo de la
pintura y del grabado, desde mediados de
la segunda guerra, cuando auspició, más que eso, legitimó, junto al diario El
Sur, la exposición Pintura Contemporánea del Hemisferio Occidental. El rector
Molina escribió en el diario sobre la importancia institucional de esta
muestra para la ciudad. Fue después de
esta exposición que Adolfo Berchenko y algunas personas imaginaron una Sociedad
de Bellas Artes, que tendría una escuela formalmente informal. Pero fue la
universidad la que proporcionó cobertura institucional a la escuela, en 1945 o
46. A esa escuela llegó Julio Escámez. Por esta escuela pasó Pedro Millar. A
esa escuela arribó Santos Chávez. En esa escuela, en una de sus salas, se instaló Violeta Parra, cuando le fue
encomendada la misión universitaria de fundar un museo del folklore. Pero todo
eso tenía lugar en la coyuntura de 1957.
Por eso, si me preguntan, ¿cuál es el año más importante del
siglo XX en Concepción? Yo debo declarar aquí, que sin duda alguna es el año de
1957. Estoy dispuesto a sostenerlo.
¡Viva el año de 1957! Es el año de la realización del mural de Julio Escámez en
la Farmacia Maluje. Y para que ello haya
tenido lugar era necesario que se articularan varias cosas, que dan cuenta de
la densidad cultural de la ciudad. Primero, una arquitectura nueva. Segundo, un
discurso sobre el deseo de inscribir en el horizonte de lo posible, un saber
local determinado, encarnado en su universidad. Tercero, la representación de
una práctica mítica, ritual,
patrimonial, restitutiva, que es la farmacia mapuche, que dará comienzo a un
relato que culmina con una escena de vacunación moderna, propiamente
penicilinezca, porque reproduce la idea del acceso al conocimiento de lo
público, a partir del cuidado de los cuerpos.
Doña María Maluje fabricaba cremas y pomadas para combatir
las infecciones a la piel que sufrían los campesinos de Florida, en el mismo
momento que Violeta Parra recuperaba la presencia de unos cantos sometidos al
rigor de la décima espinela y que dibujaban la narratividad de unos modos de existencia, entre
Confluencia y Yumbel, pasando por Quinchamali.
Todo eso, Julio Escámez lo pintó en ese mural, que se
convirtió en su calvario, porque todos, quienes más y quienes menos, no lo
quisimos ver sino a través de esta obra, dejándolo solo, como si nos hubiésemos
convencidos que había realizado su propia “capilla sixtina” local. Pero la ciudad lo incorporó en la
construcción de su propio imaginario social. Y eso es algo que lo sobrepasó, en
vida. No pudo sino levantar un monumento a la maternación.
Me explico: el
trabajo con las pomadas, de algún modo, era una actividad de embalsamamiento de
modelo reducido. Estas pinturas,
digamos, entonces, son como parches
curita, como vendas pequeñas para aplicar sobre las heridas. Esa era la
concepción pictórica del propio Julio Escámez: concebir la pintura como una
operación balsámica. Por eso, digámoslo así,
realiza una pintura farmacéutica. No porque haya sido realizada en los
muros de una farmacia, sino porque era –lo repito- una pintura balsámica.
En los años duros de
este país, hubo un hombre que, perseguido por agentes de seguridad de la
dictadura, se lanzó contra una micro amarilla para ser atropellado y así ser
llevado a la Posta. Era Carlos Contreras
Maluje. Los agentes lo tomaron y lo secuestraron, herido. Lo último que se
escuchó de él fue su grito: “Llamen a la Farmacia Maluje, de Concepción”, que
era como decir, en ese momento, “llamen a mi madre”, que era esa señora
que fabricaba pomadas para curar las
infecciones a la piel, que padecían no pocos campesinos de la zona de Florida.
La pintura de Julio Escámez nos proporciona el bálsamo para
aplicar sobre las heridas del imaginario local.
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