En Matucana100 fue
montada una exposición de obras de artistas de regiones. La ilusión representativa llevó a los
funcionarios a satisfacer el deseo ascendente de agentes, en su mayoría
formados en Santiago, pero que fungen como glorias locales. Además, suele
ocurrir que en los Fondart regionales, los egresados que regresan habiendo
aprendido a llenar formularios, tienen mayores posibilidades de éxito que los
tardo-modernos que ya han agotado todas sus posibilidades de circulación. Más
aún si introducen en los objetivos-fundamento-descripción algunas palabras
claves como ciudadanía, género, violencia simbólica, participación y comunidad.
La exposición en Matucana100 era una muestra-del-consejo destinada
a probar que el área de artes visuales había cumplido con una meta
inclusiva. Coddou se paseaba ufano como dueño del lugar. Definida ya la
dirección de Cerrillos los operadores de servicio han tenido que regresar a sus
viejos cuarteles. Se acabó la funesta época del abrazo-del-oso. Lo que les
cabe ahora es desarrollar las deudas coloniales
en regiones.
Los curadores comprometidos en esta recepción capitalina de
Carmelas, que se caracteriza por exponer su
fórmula de distracción compensatoria, se hicieron disponibles para mimar
el juego de una inclusión fallida. El único que salva en esta operación es José
Pablo Díaz, porque es un veterano experto en decepciones institucionales y que
seleccionó a Pia Michelle –aparentemente liberados del formato Balmaceda- para
montar una de las pocas obras que
desmontan el propósito de esta juntura intra-colonial.
LA obra de Pia Michelle es una parodia patrimonial,
orientada hacia la depresión del paisaje. De hecho, el traslado a Santiago de las partes de la obra provocó
un incidente interno que puso en tensión la tolerancia administrativa hacia el
“arte contemporáneo”. Que todavía estemos en esa no hace más que develar las
precarias condiciones locales de
trabajo.
Las sillas consideradas en la instalación fueron todas
recuperadas de un basural de fondo de quebrada y sometidas a un restrictivo
procedimiento de conservación. Sin embargo, ha sido más que un mero rescate de
restos de mobiliario, sino un verdadero re/potenciamiento de una estructura que
condensa una de las condiciones mínimas del asentamiento humano. Entre las patas laterales de la silla, los
artistas han dispuesto un trozo de madera modulado especialmente para modificar su uso y convertirla en una
mecedora.
Traer una mecedora contra-hecha desde Valparaíso a Santiago
es hacer estado de un arte de la usura subordinada que se confunde con la
exhibición de la digna pobreza porteña, para
servir de insumo a un programa de recuperación artística de una
vulnerabilidad histéricamente explotada.
La silla es productivista; se usa para trabajar, para comer, para
asistir a una ceremonia, etc. La
mecedora indica el término de jornada,
el descanso en el zaguán, en un balcón, en una terraza, en un salón. En
definitiva, es la ortopedia del ocio mínimo que recibe el desplome de un cuerpo
cansado, al que acoge con la única contención doméstica que le es posible. En este caso, las
condiciones de maternación son forzadas y el dispositivo ofrece un par de
audífonos que reproducen una información mantenida en secreto.
Roberto Matta había diseñado unas sillas para unos espacios
imposibles en su proyecto de título de arquitectura, a mediados de los años
treinta. Los muebles eran la “contra-forma” mobiliaria de los cuerpos. En este caso, para Matucana100, Pia Michelle expone la forma des/fondada que suple la maquinalidad
de la exposición orgánica del patrimonio.
De este modo, el objeto es incorporado al inventario del
amoblamiento propio de los tiempos de
ocio. En Valparaíso, sin embargo, esos
tiempos del ocio no existen. Es solo un tiempo que traslada la deseabilidad
territorial de los afuerinos que hacen negocio con la fragilidad de los
otros. El gesto institucional de esta
obra devuelta a las fauces metropolitanas ha sido el de re/patrimonializar un objeto-ruina para demostrar la plena
vigencia –como ya lo he sostenido- de la
figura exótica de una pobreza bien temperada.
Pia Michelle trajo a Santiago la medida apropiada para
identificar la oficial impostura del turismo cultural que aparece descrito en
los planes de satisfacción escenográfica de una ciudad cuya gobernanza está
bajo la línea crítica de la credibilidad política. La ortopedia convertidora de
las sillas-mecedoras en display para
la distribución de unos relatos que los visitantes de fin de semana no escucharán nunca, porque todo los conduce a “comer y tomar” en
el lado oscuro de la gentrificación. Entonces, en Matucana100, el público es invitado
a tomar asiento y a calzar los audífonos en los que puede escuchar un relato de pertenencia, de anclaje
simbólico prestado.
Por ejemplo, en uno de los audios una mujer cuenta la
historia de una silla que ha estado en su casa desde el día de su matrimonio;
en otro, un joven hace el relato que describe la silla que ocupaba su padre,
mientras que en un tercero un hombre ya maduro cuenta cómo había encontrado
tirada en la calle una silla que recogió, restauró y la puso en su jardín.
Las historias personales ponen a existir por el discurso una
analítica territorial afectada por la sentimentalidad prescrita en el acomodo
corporal disponible para los tiempos muertos.
De partida, las sillas relatadas son únicas; desentonan en la
distribución del mobiliario familiar normalizador. Algunas han sido recogidas
como si fueran quiltros-de-palo,
convirtiéndose rápidamente en emblemas de una subjetividad que les atribuye un
rol totémico. Se trata, entonces, de
objetos intransferibles asociados al dominio de un cuerpo cuya densidad es
condensada para la recuperación de las fuerzas.
La silla-hablada
es el anverso de la ruina y se descompone mediante la sonoridad identificatoria
de la voz-de-un-sujeto que se hace
portador de historia y no cargador de memoria acarreada.
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