jueves, 15 de junio de 2017

EL TRABAJO DE PIA MICHELLE EN MATUCANA100.





En Matucana100  fue montada una exposición de obras de artistas de regiones.  La ilusión representativa llevó a los funcionarios a satisfacer el deseo ascendente de agentes, en su mayoría formados en Santiago, pero que fungen como glorias locales. Además, suele ocurrir que en los Fondart regionales, los egresados que regresan habiendo aprendido a llenar formularios, tienen mayores posibilidades de éxito que los tardo-modernos que ya han agotado todas sus posibilidades de circulación. Más aún si introducen en los objetivos-fundamento-descripción algunas palabras claves como ciudadanía, género, violencia simbólica, participación y comunidad.

La exposición en Matucana100 era una muestra-del-consejo destinada  a probar que el área de artes visuales había cumplido con una meta inclusiva. Coddou se paseaba ufano como dueño del lugar. Definida ya la dirección de Cerrillos los operadores de servicio han tenido que regresar a sus viejos cuarteles. Se acabó la funesta época del abrazo-del-oso.  Lo que les cabe ahora es desarrollar las deudas coloniales  en regiones.

Los curadores comprometidos en esta recepción capitalina de Carmelas, que se caracteriza por exponer su  fórmula de distracción compensatoria, se hicieron disponibles para mimar el juego de una inclusión fallida. El único que salva en esta operación es José Pablo Díaz, porque es un veterano experto en decepciones institucionales y que seleccionó a Pia Michelle –aparentemente liberados del formato Balmaceda- para montar una de las pocas  obras que desmontan el propósito de esta juntura intra-colonial.

LA obra de Pia Michelle es una parodia patrimonial, orientada hacia la depresión del paisaje. De hecho, el traslado  a Santiago de las partes de la obra provocó un incidente interno que puso en tensión la tolerancia administrativa hacia el “arte contemporáneo”. Que todavía estemos en esa no hace más que develar las precarias condiciones  locales de trabajo.

Las sillas consideradas en la instalación fueron todas recuperadas de un basural de fondo de quebrada y sometidas a un restrictivo procedimiento de conservación. Sin embargo, ha sido más que un mero rescate de restos de mobiliario, sino un verdadero re/potenciamiento de una estructura que condensa una de las condiciones mínimas del asentamiento humano.  Entre las patas laterales de la silla, los artistas han dispuesto un trozo de madera modulado especialmente para  modificar su uso y convertirla en una mecedora.



Traer una mecedora contra-hecha desde Valparaíso a Santiago es hacer estado de un arte de la usura subordinada que se confunde con la exhibición de la digna pobreza porteña, para  servir de insumo a un programa de recuperación artística de una vulnerabilidad histéricamente explotada.  La silla es productivista; se usa para trabajar, para comer, para asistir  a una ceremonia, etc. La mecedora indica el término de  jornada, el descanso en el zaguán, en un balcón, en una terraza, en un salón. En definitiva, es la ortopedia del ocio mínimo que recibe el desplome de un cuerpo cansado, al que acoge con la única contención doméstica  que le es posible. En este caso, las condiciones de maternación son forzadas y el dispositivo ofrece un par de audífonos que reproducen una información mantenida en secreto.

Roberto Matta había diseñado unas sillas para unos espacios imposibles en su proyecto de título de arquitectura, a mediados de los años treinta. Los muebles eran la “contra-forma” mobiliaria de los cuerpos.  En este caso,  para Matucana100,  Pia Michelle expone  la forma des/fondada que suple la maquinalidad de la  exposición orgánica  del patrimonio. 

De este modo, el objeto es incorporado al inventario del amoblamiento  propio de los tiempos de ocio.  En Valparaíso, sin embargo, esos tiempos del ocio no existen. Es solo un tiempo que traslada la deseabilidad territorial de los afuerinos que hacen negocio con la fragilidad de los otros.  El gesto institucional de esta obra devuelta a las fauces metropolitanas ha sido el de re/patrimonializar un objeto-ruina para demostrar la plena vigencia –como ya lo he sostenido-  de la figura exótica de una pobreza bien temperada. 

Pia Michelle trajo a Santiago la medida apropiada para identificar la oficial impostura del turismo cultural que aparece descrito en los planes de satisfacción escenográfica de una ciudad cuya gobernanza está bajo la línea crítica de la credibilidad política. La ortopedia convertidora de las sillas-mecedoras en display para la distribución de unos relatos que los visitantes de fin de semana  no escucharán nunca,  porque todo los conduce a “comer y tomar” en el lado oscuro de la gentrificación.  Entonces, en Matucana100,  el público  es  invitado a tomar asiento y  a  calzar los audífonos en los que puede  escuchar un relato de pertenencia, de anclaje simbólico prestado.

Por ejemplo, en uno de los audios una mujer cuenta la historia de una silla que ha estado en su casa desde el día de su matrimonio; en otro, un joven hace el relato que describe la silla que ocupaba su padre, mientras que en un tercero un hombre ya maduro cuenta cómo había encontrado tirada en la calle una silla que recogió, restauró y la puso en su jardín.



Las historias personales ponen a existir por el discurso una analítica territorial afectada por la sentimentalidad prescrita en el acomodo corporal disponible para los tiempos muertos.   De partida, las sillas relatadas son únicas; desentonan en la distribución del mobiliario familiar normalizador. Algunas han sido recogidas como si fueran quiltros-de-palo, convirtiéndose rápidamente en emblemas de una subjetividad que les atribuye un rol totémico.  Se trata, entonces, de objetos intransferibles asociados al dominio de un cuerpo cuya densidad es condensada para la recuperación de las fuerzas.


La silla-hablada es el anverso de la ruina y se descompone mediante la sonoridad identificatoria de la voz-de-un-sujeto que se hace portador de historia y no cargador de memoria acarreada.

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