En la pretenciosa y fallida exposición organizada para dar
cumplimiento a las promesas con las Carmelas de la curatoría nacional, hubo dos
pinturas que llamaron poderosamente mi atención, y que se suma a lo que he
mencionado sobre el trabajo de Pia Michelle.
En términos estrictos, en la vorágine de trabajos pasados en
limpio que se proponen emular las obras del manual santiaguino de la
objetualidad y de las intervenciones documentarias de carácter decorativo,
estas pinturas se destacan de manera ejemplar.
Lo que se da a ver
directamente en estas pinturas es el
significante material: barro y alquitrán (tapa goteras). Es decir,
que pone en tensión rudimentos de
la cultura rural y de la cultura
citadina para sostener la “invención de un paisaje” dominado por la
profusión de un follaje que, manifiestamente, no deja ver el bosque.
En su obra “La
playita”, Francisco Bruna emplea barro proveniente de una excavación realizada
en las faldas del cerro Renaico, donde
fueron enterrados campesinos asesinados durante la dictadura, para
posteriormente ser arrojados a su cauce.
Esta es la información que aparece como párrafo adicional en la ficha
museográfica. Valga preguntarse qué
hubiese ocurrido, en términos de “legitimación” de esta pintura, si no
hubiese indicado esta información.
Lo anterior da a entender que la ficha museográfica forma
parte de la obra. Aunque se puede
pensar que semejante párrafo ES la obra misma y que la pintura no sería más que su
extensión ilustrativa, porque el texto es más fuerte que la imagen. Incluso,
hasta se podría sostener que la imagen del mural termina por banalizar un texto
que se bastaba a si mismo; es decir, que tenía una potencia por la que se validaba la Palabra revelada
por sobre la Imagen referida.
Pues bien: en este contexto interpretativo, la pieza video
se hace absolutamente innecesaria, porque parece estar disponible solo para satisfacer a una cierta academia santiaguina de la
contemporaneidad.
Cuando se combinan dos tecnologías de la imagen para
“reforzar” el texto de la historia, lo
que generalmente invade el campo es una “explicación saturada” que termina por quemar el discurso. El mural se
sostiene sin que sepamos de donde proviene el barro. Pero ya que se insiste en la crítica de la
representación del territorio mediante
la conversión de la tierra excavada en pigmento cubriente, pensemos que el significante material pasa
por encima de la denotación literal y permite interpretar la operación como un
acto de albañilería sucia, que reclama por el “deseo de casa”.
Se me dirá que es preciso acudir al título, para recuperar
el “sentido original” de la obra. Se descubre, entonces, el uso paródico de la
denominación de un lugar que remite a
actividades lúdicas (la playita), para sustituir mediante su enunciación la función del horror que dimite ante los residuos de una masacre.
Roberto Matta, en 1970,
en el MNBA realizó sus famosas pinturas sobre arpillera, pintando con
barro. Pero en su versión, estaba “parando” los tabiques de una casa campesina donde el
pueblo podría escribir sus deseos. En
1981, Victor Hugo Codocedo dibuja sobre la arena de otra playa, la imagen de un
emblema patrio, que es borrado por las olas.
Pero lo que él hace es pasar directamente a la invención del paisaje,
superando la sujeción administrativa al territorio. Es por la acción del arte que un territorio
se reconoce como paisaje. Es por el
barro que la pintura de Francisco Bruna se valida, porque porta consigo la memoria
posible de todas las
excavaciones. Y dicho sea de
paso, de todas las contenciones, como
base arcaica para la fabricación
de la imagen que reproduce la
representación del deseo de representación de la ausencia y de la
desaparición. Basta con asociar esta acción al gesto del alfarero de Corinto
que modela el perfil de un sujeto que
ya no está.
Francisco Bruna, en esta operación de (re)cubrimiento de una
verdad como pintura, modula el paisaje para mitigar el dolor
de su conversión en jardín funerario.
En el caso de Tomás Quezada, en cambio, el soporte pasa a
jugar un rol por distinción. En la pintura de Francisco Bruna el soporte se
confunde con el médium. El muro pasa a
ser una pantalla totalmente prescindible. No es el caso en la pintura de Tomás
Quezada porque éste la ha imprimado,
¡con papel impreso! Más bien, con papel
mecanografiado sobre lo que parece ser papel fiscal.
Ya no se trata de un juego de palabras, sino de una
confusión programada a nivel de las tecnologías que habilitan el soporte. Y sobre esa “cama” el pintor
deposita la figuración viscosa del material empleado para tapar goteras,
en una abierta inversión paródica del dripping. De este modo estamos ante dos regulaciones formales;
primero, la de la imagen como retención; segundo, la del soporte como representación
del renglón seguido. Desde este doble procedimiento analítico,
Quezada sostiene esta pintura de “garaje mecánico”, absolutamente citadina, yuxtaponiendo
fragmentos en diferentes escalas.
Sin embargo, Quezada no construye un jardín, sino que devela
su pasión por la falsa pintura de plein-air, pero practicada sobre certificados de dominio figurados para dar
cuenta de otro tipo de ausencia; la ausencia de la propiedad.
Si Francisco Bruna apela a la existencia de una tierra
fiscal como pigmento madre, Quezada se remite al uso y abuso del papel fiscal
como simulacro de título. Nunca antes, en pintura, se había expuesto unas pruebas para poner en duda la
legitimidad de la propiedad rural.
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