Al verificar el método de trabajo de Colectivo MICH, no he
podido dejar de pensar en dos antecedentes que me parecen claves para
comprender la mecánica de las obras que se sitúan entre la forma administrativa
del arte y la reforma de la dirección de
suministros para comunidades determinadas.
Forma y reforma, administración y suministros, son cuatro
modalidades que operativizan la pulsión funcionaria, satisfecha de cubrir un fondo, por un lado, y
por otro, validan el “modo de presencia” de unos artistas que se “funden” en la
vida cotidiana de una comunidad, para luego construir la distancia necesaria
que legitima las acciones de borde que realizan, provocando una sobre carga
simbólica en un formato que se retiene y detiene en el momento inmediatamente
anterior al umbral instituyente, más allá del cual solo hay lugar para
reconocer una acción social. El arte se
sitúa, siempre, “en espacio de acá”. A
condición, claro está, de encarnar la posición adecuada, entre mediador y
facilitador, para cuya ejecución debe contar con la participación de un
“interpretante”[1].
El interpretante era algo más que simple europeo que había
logrado instalarse en las tierras del Gran Turco. Su rol iba a adquirir
importancia en la medida que prestaría sus servicios a los viajeros recién
obnubilados por la extrañeza de esta tierras,
en que el sultán y sus
habitantes eran reacios a recibir visitas de otros súbditos: cristianos por
añadiduras. Pero una alianza entre el
Gran Turco y el Rey Muy Cristiano (Rey
de Francia) permitieron el arribo de viajeros que fueron los primeros
narradores del despotismo oriental. Sin embargo no es eso lo que atrojo mi
atención, sino el hecho que el interpretante era algo mñas que un simple
intérprete que ya sabía manejar los rudimentos de la lengua turca, sino que
hablaba a los recién llegados en los términos que ellos deseaban escuchar.
Pongamos al artista en el rol del viajero y busquemos al
interpretante de turno, que ya conoce los códigos de la institución y sabe cómo
hay que actuar en consecuencia. Un trabajo colaborativo no puede dejar de
considerar el estatuto del interpretante y debe cometerlo a una crítica
polñitica severa, sin por ello dejar de contar con su concurso. Al fin y al
cabo, es él quien debe mantener al artista de “este lado”, para que no abrigue
la idea de tomar su lugar. Ya que eso es
lo que ocurre cuando, por ejemplo, artistas españoles, con dinero de la
Cooperación de antes de la crisis, vienen a a Valparaíso para realizar unos
re/make(s) de obras emblemñaticas que “habríamos olvidado” y que luego nos
re/enseñarían con la ayuda de los interpretantes de oficio para la ocasión, que
hacen de ello una profesión (gestor experto en La Alternativa).
¿De qué manera el Colectivo MICH se sustrae de esta fatalidad
administrativa que determina las formas de presencia? Pongámoslo así: la
administración es una fatalidad. YA saben a qué me refiero cuando el “espíritu
del funcionariato” produce autosuficiencia para cumplir con metas internas del
Servicio. Sobre todo, cuando las relaciones entre arte y comunidad tienen lugar
en un afuera de este “servicio”; un afuera que se resta a los curioso criterios
de “medición de impacto”.
El valor de este proyecto reside -entre otras cosas-, valga repetirlo, en el hecho que en el interior del Servicio,
las Residencias colaborativas configuran un programa del Departamento de
Ciudadanía y no dependen del área de artes visuales. Lo primero tiene que ver
con el desarrollo de las comunidades; mientras que lo segundo está subordinado
al mito de la promoción de carrera. Aún,
así, asumido como tal, satisface un
“complejo (de) deseo” que ha mostrado su total ineficacia.
Regreso a lo que ya
denominé por proximidad léxica, instancia-comunidad. Lo que importa reivindicar es el proceso y no
el objeto logrado, destinado a ser colgado en las paredes de un centro de arte.
El proceso exige otro tipo de visualidad. ¿Por qué no un soporte
editorial? Sin duda, esto afecta la
naturaleza misma de la expositividad mural o espacial como noción dominante. Lo
cierto es que este tipo de experiencias ha hecho estallar la noción de centro
de arte. Desde hace mucho. Aún cuando los contingentes de la provincia
aspiren a ser reconocidos en los muros
de Cerrillos o de Matucana 100[2]. Al final, todos muestran la hilacha.
Ya no es necesaria la existencia del memorial de la
tardo-contemporaneidad dislocada. La
producción editorial sustituta supone el montaje de desplazamientos
importantes en el terreno de la fisicalidad de las obras. En un país en que no
hay centros de arte -Cerrillos no es
uno; solo lleva ese nombre- , basta con
disponer de una sala de reuniones, una buena cafetera, un notebook y una buena
banda ancha.
Pues bien: un arte de procesos es un arte “en que la
producción de la experiencia vivida sólo tiene sentido cuando la obra –como
proyecto estético- se somete a la necesidad de las circunstancias específicas
de la comunidad”[3].
Se acabó, entonces, la necesidad de un centro de arte monumentalizado y se
abrió la posibilidad de declrar como tal, toda experiencia localizada en un lugar “fuera-del-arte”, en
el sentido que no es posible
situarse fuera del arte, sino a
lo más, para experimentar la percepción
de un particular extrañamiento, en la compleja frontera que comparte con la vida
cotidiana de las comunidades. Este es, propiamente, el fin del interpretante
(funcionarizado por la burocracia del Servicio), y es el comienzo de una ficción de autonomía.
[1]
Este es un neologismo que he retenido para distinguirlo de la figura del
“intérprete”. Lo encontré en una lectura rápida de una tesis sobre los viajeros
franceses en Turquía, en el curso del
siglo XVI, cuyo título y nombre de autor
no retuve. La tesis estaba en la
biblioteca de mis amigos, filósofos, André Pessel y Francine Markovitz, a
quienes visité a fines de los años ochenta. Solo tomé interés en el término, motivado por la descripción de la figura de
francés que había sido prisionero por piratas que lo habían vendido como
esclavo. Este había logrado gozar de una cierta libertad y se empeñó en recibir
a algunos viajeros que, excepcionalmente, atravesaban el imperio del Gran
Turco. El recuerdo de este neologismo revela una particular utilidad a la hora
de precisar el rol de los informantes, en un espacio no conocido por un recién
llegado que desea obtener información sobre un espacio social en que la
hostilidad es la norma que define el
tipo de su recepción. La construcción de hospitalidad es un proceso complejo y contradictorio, que se revela de
particular valor para precisar las relaciones actuales entre “arte y
comunidades”, en la escena plástica chilena.
[2] Al respecto, lo único que valía la pena en
Matucana era la obra de Pia Michelle y de Francisco Bruna. Ya hablaré de esas
obras en otra columna.
[3]
Acción Monumenta, MICH, Matilla, 2016.
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