Esta exposición, a juzgar por las declaraciones eufóricas de
su curador, nos permitiría apreciar un “capítulo fundamental” para el arte
chileno. Sin embargo, eso no es efectivo. El arte abstracto no es un capítulo,
sino una zona pantanosa de la historiografía local, que no está del
todo disponible para acoger una fundación interpretacional. De hecho,
ya resulta patológica la repetición de mitos que fijan la idea de una
abstracción chilena consistente, marcando
hitos de acuerdo a la conveniencia de una historia que mezcla influencias no
comprobadas con afluencias institucionales impracticables, en un intento de modificar la interpretación
de la historia en provecho de una operación de especulación.
Desde la partida, el título de la exposición atrae la confusión voluntaria que convierte la
historia de la abstracción en una continuidad dominada por la pintura geométrica andinizada,
repotenciada por apelativos inexactos que califican a cierto tipo de producciones
como arte concreto inverosímil, sin
dejar de considerar una zona reducida destinada a inflar la existencia de un
arte cinético improbable. De inmediato es dable pensar en otras
abstracciones, no geométricas, que podrían resultar decididamente (más) significativas a la hora de
redimensionar la densidad de sus activos en la organización general del campo
plástico.
Todo parece indicar, sin embargo, que esta exposición reivindica 60 años que habrían sido
oscurecidos por una historiografía determinada,
de modo que levanta una hipótesis
reparatoria desde la configuración de
una posición en que la abstracción sería
víctima de una conjura que el curador tampoco identifica, pero a partir de la
cual concluye con esta propuesta
heroica, montada sobre un rencor mal
digerido por sus agentes. Pero esto
tampoco es efectivo. En la historia
oficial de Romera, los abstractos geométricos ocuparon un lugar relevante. En los setenta, no solo Romera escribía sobre
ellos, sino también Palacios y Ana Helfant.
Lo cual deja indiferente al
curador, que se abstiene de considerar
la variable política en esa coyuntura, ya que no toma en cuenta el hecho que
dicha escritura sostiene a los geométricos en contra de los otros pintores
abstractos in/formales que dominan la
escena plástica y que son culpados de ser los responsables de lo que ellos
entienden como el hundimiento de la
escena.
De este modo, cuando
en la segunda historia oficial, la de
Galaz/Ivelic, aparece el capítulo sobre los geométricos, resulta evidente el
intento de privilegiar a Ortúzar y a
Vial, para rebajar el peso de
Vergara Grez. El curador de esta exposición declara que su
propósito viene a completar lo que Galaz/Ivelic iniciaron, pero en los hechos lo que hace es restituir a
Vergara Grez, proporcionando argumentos
suplementarios en favor de su rol en una
especie de segunda fundación abstracta.
Bajo esta consideración, sin embargo, el curador omite la
gran invención de Romera, con que justifica la irrupción de la abstracción geométrica:
la “razón plástica”. Lo curioso es que
los propios Galaz/Ivelic se reclaman deudores de dicha noción. Entonces, el curador, lo que hace, en el
fondo, es cobrarle la cuenta a sus
propios mentores, ubicándose en el lugar
de un continuador que los supera
regresando a un origen modelado a su medida.
A tal punto, que esta exposición
debiera ser entendida como aquella que los ya mencionados no pudieron
realizar.
Resulta curioso que habiendo sido por más de una década
asistente del director del MNBA, el curador no haya hecho nada en ese período
para hacer una exposición semejante. La
situación del coleccionismo de pintura
geométrica no era la misma, y la preocupación de éste por los geométricos es
reciente, ya que solo data desde la explotación eficiente que ha hecho de la obra
de Matilde Pérez, en parte para des/merecer el rol de Vergara Grez en la fabricación de una atención crítica que no
presentara (tantos) obstáculos para convertirla en referente de un mercado emergente de pintura.
Era necesario esperar
que unos coleccionistas decidieran, hoy día, poner en valor sus inversiones en pintura abstracta geométrica,
a la que también habían desembarcado de
manera tardía, para que el autor del catálogo pudiera recurrir al uso invertido
del discurso de Galaz/Ivelic como su antecedente primordial, ya que precisaba
garantizar desde la academia una operación institucional destinada a legitimar un conjunto de obras carentes del reconocimiento necesario.
Sin embargo, el texto
del catálogo de esta exposición agrega
un punto que no estaba señalado con énfasis en la narración de Galaz/Ivelic.
Este consiste en la colocación fundacional de Vicente Huidobro, al que se (le) descubre una
relación de amistad con Torres-García,
para poder desde allí montar la hipótesis inverosímil que gestiona la dependencia de los artistas
chilenos de la primera abstracción, con el héroe plástico uruguayo. A nadie le cabe duda que si
ambos coinciden en una revista, eso no
quiere decir que se transforme visiblemente la historia. El más sencillo estudio de sociología de la
recepción y de la circulación del arte indica la necesidad de identificar las condiciones de reproducción
efectiva de determinadas ideas y de cómo son transferidas gracias a
dispositivos de amplificación de una
filiación que satisface una tasa mínima de inscriptividad. No se puede concluir que ese acontecimiento
editorial haya tenido efectos consistentes en la apertura de un espacio para la
pintura abstracta, que se explicaría por
su dependencia respecto de este hecho.
No hay pruebas de relación o de intercambio formal
consistente entre Montevideo y Santiago, en la coyuntura de 1928 y 1934. Tampoco hay, en Montparnasse, atisbo alguno de regionalismo
americanista ni esbozos de constructivismo. Tampoco está comprobado que el Taller
Torres-García haya mantenido relaciones formales y productivas con artistas
chilenos, entre 1944 y 1952. Menciono el
año 1944 porque es el año en que Torres-García instala el taller en Montevideo.
Y señalo el año 1952 como un cierre, porque en 1953 tiene lugar en la sala de
la revista ProArte, una exposición de Torres-García y la Escuela del Sur. Aunque éste es tan solo un antecedente que
podría contextualizar la
aparición orgánica de Rectángulo
en 1955. Ahora bien, no hay que olvidar
que las primeras conferencias “efectivas” sobre
arte abstracto fueron pronunciadas por Pettoruti y Payró en las escuelas
de verano de la Universidad de Chile, recién en 1950. Esto quiere decir que tuvieron un cierto eco entre los
estudiantes de arte, ya que venían a confirmar lo que estos ya esperaban
escuchar, teniendo en cuenta la realización de la exposición francesa “De Manet
a nuestros días”, en 1950, gracias a la
cual fue conocida en Chile –entre otros- la obra de De Staël. Y lo
menciono, por la relación de esta
abstracción francesa con la pintura
abstracta (no geométrica) que va a realizar Gracia Barrios a fines de
los años cincuenta y comienzos de los sesenta.
El otro problema grave que se plantea en el texto de este
catálogo es el de la transferencia de André Lhote en Chile. El chiste analítico repetido sobre este
período obliga a realizar el inventario de los artistas chilenos que se
inscribieron chez Lhote o en la
Grande Chaumière. El destino de Hernán
Gazmuri cuando regresa a Chile después de haber
estado inscrito en el taller del primero, señala hasta qué punto la
pintura académica y convencional le levanta todos los obstáculos posibles para
impedir que sea profesor. De modo que no
es posible reconocer la existencia de una
actividad pictórica abstracta formal, ni en Gazmuri ni en Vargas Rozas,
ni en 1932, cuando el primero instala su taller privado en los locales del
diario La Nación, ni en 1939, cuando el
segundo regresa de Francia a causa de la guerra y acompaña a Siqueiros a
realizar el mural de la Escuela México en Chillán.
¿Cómo explicar que Luis Vargas, el primer pintor abstracto,
acompañe a Siqueiros a realizar un mural figurativo? En el supuesto de que la
bóveda sea interpretada como figurativa, porque todo señala que hay zonas, en
dicha obra, que son absolutamente abstractas.
Vargas conoció a Siqueiros, probablemente en Paris, o lo conoció en
Chile a su arribo, recomendado por otros artistas comunistas. La relación entre ellos tiene que
haber sido de una relativa aunque dudosa simpatía, porque Siqueiros escribe un
texto sobre la obra de Vargas en el que lo conmina a abandonar la abstracción y
a abrazar la “pintura civil”. El texto jamás fue publicado. Vargas jamás abrazó
la pintura civil y acabó después de la
guerra siendo nombrado director del MNBA.
Lo que en ningún caso significó algún tipo de adelantamiento
institucional de la pintura abstracta.
Más grave, sin embargo, es cuando se afirma que Vargas
cultivó una amistad con toda la vanguardia parisina del momento. Pero
esto tampoco es efectivo. ¿Cuál de
todas?, ¿La vanguardia post-cubista que ya no es más vanguardia?
Si se lee la correspondencia que Vargas y Henriette Petit
sostienen con sus corresponsales epistolares en Chile, se entiende que ambos
declaran más bien no entender nada de lo que está ocurriendo en la escena
pictórica parisina. Y además, ¿cuál escena?
El solo hecho que se hayan autodenominado Grupo Montparnasse indica hasta
qué punto están desubicados y son prisioneros de una imagen de vida bohemia en la que se sobrevive de manera anecdótica entre La Coupole y La Rotonde.
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