En el MNBA Sebastián Calfuqueo ha realizado una obra de
escultura expandida que ha sido colocada
junto al “niño de la chueca”, de Nicanor Plaza.
No es una intervención. La colección del museo no experimenta interrupción
alguna en disponible continuidad. Esto es, apenas, la disposición de un formato
de exhibición tomado prestado a los vendedores ambulantes. El hecho que el
terreno esté marcado por un trozo de tela roja convierte el dispositivo de
acogida de la mercadería en un saco desplegado. Ante la llegada sorpresiva de
alguna autoridad reclamando por su presencia indeseable, Calfuqueo expone la
tela, lista para ser recogida por las cuatro puntas, hacer de ella un saco y
escapar. Sin embargo, el museo sabe que en sus actuales funciones inclusivas
debe asumir la tarea de acoger lo indeseable, bajo ciertas condiciones.
Mientras escribo esta columna, corrijo unas disertaciones de
mis alumnos del colegio. Algunos de ellos hacen mención a la frase inicial del
documental de Alain Resnais y Chris
Marker, Las estatuas también mueren,
realizado en 1953, en un contexto de lucha anticolonial ascendente. Otros alumnos mencionaron en sus trabajos la
Conferencia de Bandung realizada en
1955, que marca la irrupción del tercer Mundo en la escena internacional. (Debo
rendir homenaje a mis colegas del departamento de historia).
Entonces, la primera frase del documental: “cuando los
hombres mueren, entran en la historia; cuando las estatuas mueren, entran en el
museo”. Lo cual quiere decir que el
museo es un dispositivo preventivo por
excelencia, ya que realiza la función
municipal de otorgar un permiso temporal para que los “africanos de turno”
hagan su pasada tolerada por la institución. Empleo este eufemismo para definir
por aproximación la posición del MNBA como anterior a Bandung, al declarar, aceleradamente, que
la obra de Calfuqueo exhibe la crisis del modelo colonial que lo
sostiene, para abordar la historia “indecible”
del resto del país; más bien, de este
“otro” como resto definido en la
perversa operación de su inclusión por oficio.
La lectura de Franz Fanon es (se hace) más necesaria que
nunca, a la hora de calificar la decisión colonial de las autoridades. ¡Que mejor iniciativa que tolerar lo indecible,
haciendo de ello una política! Es la
paradoja sobre la cual se sostiene (todo) el sistema.
Cuando las estatuas mueren, entran en el museo y sus
referentes son despojados de toda densidad ritual. El niño de la chueca es
primo del pequeño tamborcillo en
descanso de José Miguel Blanco (1884) y fija las relaciones entre el ejercicio
pacificatorio del coronel Saavedra y la complicidad necesaria del sistema de
arte de ese momento, para vaciar en
bronce la imagen idílica de un cuerpo representado ejecutando la gestualidad de
un juego que solo puede ritualizar el encubrimiento de una masacre.
La propia existencia del MNBA reproduce el eco al que
Jean-Paul Sartre hace referencia en la presentación de Los condenados de la tierra. Los artistas chilenos becados de todos
los tiempos, que viene a ser el tiempo inmemorial del “arte chileno” y que
regresaron a casa, lo hicieron a
pesar suyo para repetir el eco fragmentado de las Grandes Palabras: “
…¡tenón!, por Parthenon; ¡anal!, por bienal”.
Calfuqueo recupera la pronunciación inaudible de una palabra
que desmiente la filiación escultórica de la contemporaneidad del coronel
Saavedra: nos aniquilaron. Esta obra de Nicanor Plaza es, de manera
estricta, correspondiente con la ocupación militar de la línea de Toltén y Lumaco. Por cierto, la fundación del MNBA, en su
temporalidad inaugural, es directamente proporcional con el temprano
exterminio y sanciona un modelo de pacificación cultural.
Todo eso se sabe. Sin embargo, hay que escribirlo, como nota
al pie. ¡Pero si el trabajo de
Calfuqueo ha sido dispuesto los pies del
niño (inocente) del palín! Aunque esa
imagen proviene de otra imagen; de una reproducción recuperada de las crónicas
coloniales, en las que a su vez se
copian algunos dibujos de De Vries.
Lo que inquieta en el trabajo de Calfuqueo es que no se
somete a la función-vitrina de la museografía como disciplina
didáctico-decorativa, sino que opera con la lógica blanda del tapiz (del)
ambulante, para servir de fondo a su enunciado -¡la palabra hecha imagen!-
escrito con pelo, en la proximidad lenguajera de lo que significa “andar en
pelo”, sobre el lomo de un caballo, que viene a ser “un pelo de la cola” en la
oficialización de la ilusión inclusiva.
Los caballos de resina
negra poseen el tamaño de juguetes que ostentan una cola excesivamente prolongada,
para hacer de ella un atributo marcante
en la ligazón de las letras que darán curso a la palabra Apümngeiñ (Nos aniquilaron). Los caballos rodean la escultura del niño, en
un acto de comparación impropia, que
hace competir en los extremos la “nobleza” del bronce con el “medio pelo” de un
vaciado en resina. Aún así, la disposición permite obtener una cola de caballo
que no resiste corte alguno y que permanece en “estado no-domesticado”, para
poder reproducir la palabra que remite a lo indecible e infigurable.
Nicanor Plaza necesitó “interpretar” a un niño jugando para
encubrir la historia; mientras Sebastián
Calfuqueo sostuvo el deseo de jugar con el efecto de interpretación de una
palabra. En su materialidad capilar esta obra se desliga de toda reducción
disciplinante y pasa a relatar la
imposibilidad que tiene la institución museal para retener su
ingreso a la historia, como
representación.
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