Mi amigo Hugo
Robles me escribe para recordarme que el Doodle de Google homenajea a Gerda Taro. Hace
años le regalé a mi hija Isabel Margarita una mala novela basada en su vida,
cuyo título nunca retuve. Pero proporcionaba información suficientemente
verisímil sobre la biografía de quien murió en el frente de batalla aplastada
por un tanque republicano, mientras realizaba su trabajo de reportera en la
primera línea. A sus funerales
asistieron miles de personas. El cortejo fue encabezado por Jacques Duclos,
secretario del PCF. Era una mujer muy querida en las filas de los republicanos
y una fotógrafa muy respetada, que ha ido a la saga de la fama de Robert Capa,
de quien fuera pareja. Pero ha sido una saga relativa porque cada día su obra
ha ido emergiendo en los archivos, al punto de no saber, a veces, a quien
corresponde la foto. Ambos trabajaban de un modo en que muchas de las fotos
atribuidas a Robert Capa habían sido realizadas por Gerda Taro. Me di cuenta de
este detalle cuando vi la exposición de los cuadernos de contactos que fueron
exhibidos en una muestra realizada en el museo de historia militar que se
encuentra en el Hotel des Invalides.
Fue en un viaje a
Paris, que en el avión de Air France pude leer en la revista de la compañía que
se había abierto esa exposición, en un lugar muy extraño. Después pude comprender la importancia que tenía.
El hecho de que una exposición de las brigadas internacionales que habían participado
en la guerra de España estuviera montada en ese museo, significaba que su
epopeya era incorporada a la historia militar en sentido estricto, como un
acontecimiento que ya no se podía eludir. En cierto sentido, la historia de las
brigadas era incorporada a la historia general y dejaba de ser considerada una
historia local de la izquierda internacional.
En esa
exposición, cuyos datos hay que buscar, lo más importante era que había una
sección especialmente dedicada a Gerda Taro,
en el marco de una sección destinada a otros fotógrafos que también
habían documentado la guerra. Estos eran húngaros, alemanes, checos, polacos, y
todos, cuando habían regresado a sus países de origen y habían sobrevivido a la
segunda guerra, tuvieron sin embargo problemas con las policías de seguridad de
los nuevos regímenes de la Europa del Este. Entonces, era una exposición de
puros fotógrafos para los que el haber pasado por la guerra de España los hacía
sospechosos de trotskismo.
En medio de todo
eso, la sección de Gerda Taro reconstruía su trabajo como fotógrafa y no solo
como la compañera de Robert Capa. Recuerdo que años antes, cuando viví en Paris
unos meses, sin un peso, esperando como siempre, estúpidamente, la ayuda de mis
compañeros, acudía a la Biblioteca Pública del Centro Pompidou, donde pasaba
todo el día. Fue como en el 82. Coincidió con la Bienal de Paris en la que
Leppe hizo la acción en el baño de hombres del museo de arte moderno. Pero yo
iba a la biblioteca a leer biografías de Robert Capa y Gerda Taro. Fue allí que
pude leer los “Diarios de Trabajo” de Brecht, nada más que para confirmar la hipótesis
de la distanciación en la obra de Dittborn. Pero allí supe de qué manera Gerda
Taro le había inventado una “chapa” a Andrei Friedman. No hablaré de eso. Es
archisabido. Eso ya es “historia antigua”. Todas esas no son más que historias antiguas
que se convirtieron en “marcas”. Hasta
el propio Robert Capa se convirtió en una. Porque al final, es preciso de una “marca”
para que las leyendas se conviertan en operaciones de encubrimiento. Por eso,
la política chilena, en sus momentos de falla simbólica abismal, se ve obligada
a recurrir a la poesía para recuperar mediante en el mito, lo que ha perdido en
el rito de su descomposición. La fotografía documenta dicha caída como apunte de
lo irremediable. Por eso nos duele,
digo, la fotografía y la historia; es decir, la representación de la fotógrafa
de primera línea, que no desea saber lo que ocurre en su retaguardia.
En esa
biblioteca, sin embargo, pude obtener toda la información que no podía recoger
en Chile, sobre Joris Ivens, cuya “Tierra de España” había podido ver en la
televisión francesa, muchos años antes de conocer a Leppe, que ponía su cuerpo
en la primera línea de la simulación
como condición editorial, exactamente en el momento mismo que Dittborn imprimía imágenes
sobre papel secante rosado y me hacía pensar que el destino de Gerda Taro era inevitable
como anticipada derrota de todo aquello por lo que habíamos “luchado” en la era de nuestra imbecilidad
estudiantil.
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