domingo, 30 de julio de 2017

MI(NI)STERIO DE ECONOMÍA (2).



En el último párrafo de la última entrega señalé que  cuando Leppe imprime  la palabra Ministerio para que sea leída como Misterio, instala un debate no ya sobre una filiación sino sobre  un tipo específico de funcionamiento orgánico; es decir, obliga a pensar que la operatividad del Misterio no solo depende de su Ministerialidad, sino que está sobre/determinada por ésta. 

Justamente,  de eso es de lo que habla Raúl Ruiz en el capítulo “Misterio y ministerio”  de “Poética del cine”.  Su experiencia a la cabeza de la Casa de la Cultura de Le Havre y la navegación por los meandros de la administración francesa de cultura lo convirtieron en un experto ministerioso, que insistió siempre en instalar la lógica del Misterio por sobre la Gestión. Siempre pensé en los estragos formales que esta dialéctica perversa editó para legitimar el funcionariato de la cultura  cuando dirigí el Parque Cultural de Valparaíso o cuando diseñé el proyecto para una Bienal de Santiago que terminó en una Trienal de Chile de la que fui desplazado gracias a la firma de Enrique Correa y Ricardo Brodsky.

La hipótesis inicial de mi trabajo consistía en determinar el modelo de gestión a partir del diagrama de la obra de arte; es decir, que la administrabilidad de los procesos estaba determinada por las necesidades formales del diseño programático del centro cultural o de la trienal. 

No hubiese regresado a transitar por este debate ni  a recuperar los términos de esta polémica si no me hubiese encontrado en Buenos Aires con el libro “¿Es el arte un misterio o un ministerio?, compilación a cargo de Inés Katzenstein  y Claudio Iglesias, que ya me había sido señalado por Marcela Romer desde Rosario. Me escribió un mensaje antes de viajar con la advertencia perentoria: “este es un libro que debes leer”.  Seguí consejo y no fui decepcionado.

El libro surgió del dilema planteado por Raúl Ruiz en el libro referido y fue el disparador para una jornadas sobre “la esfera estética ante el discurso del profesionalismo” realizadas en la Universidad Di Tella de Buenos Aires en el 2015. Lo cierto es que al releer el texto de Raúl Ruiz se entiende que se trata de una proposición que no debe ser leída por el funcionariato.  Es decir, por los operadores ministeriales del misterio.  Es como si les pidiera que leyeran la novela de Marcelo Mellado, “Informe Tapia”. No pueden con ello.

En términos estrictos,  esta lectura sobre la distinción Misterio/Ministerio tiene lugar cuando se cumple un año de realizadas las jornadas de reflexión para la formulación de una política nacional de artes visuales en las aulas del ex Congreso.   Todavía no ha sido generado texto alguno sobre dicha política, tarea para la que fue contratado Camilo Yáñez.  Con gran pesar para el sector, el funcionariato de las artes visuales no se da –todavía- por enterado de las dimensiones que ha alcanzado la errática prospectiva de un no menos errático artista convertido en mal operador político.  Todavía no se  pide cuentas,  ni a Camilo Yáñez  ni a su Ministro, por haber sostenido la “incorrecta corrección política” del envío chileno a la última bienal de Venecia, donde el Ministerio doblegó al Misterio,  contratando a un curador experto en chamanismo, en el mismo  momento que el Estado de Chile reprime la lucha del pueblo mapuche.  La euforia los llevó a decir que Venecia era una zona liberada y que desde La Moneda se contaba con el (d)efecto de este envío para blanquear el Plan Araucanía (sic).  

Las operaciones de buena conducta de un arte contemporáneo que expone y sublima la otredad  como nuevo género en disputa, apostando por “la belleza de los otros”, pero despojados de toda conflictividad y desnaturalizados por la operación de reducción museal, demuestra que los antropólogos convertidos en críticos de arte y curadores  son los más eficientes aliados  de la ministerialidad neocolonial.  Lo cual, en gran medida, revela el grado de profesionalización que ha adquirido la pragmática de una orgánica que se pautea y se satisface a si misma en el desarrollo de sus propios planes de mejoramiento de la-gestión-por-la-gestión.

En el prefacio de la compilación, Katzenstein/Iglesias abren un flanco que en el espacio chileno  resulta difícil de colmar.  Si bien se reconoce la existencia generalizada de una  fijación de la figura del artista profesional, en la escena chilena más bien se asiste a una disolución de las habilidades  retóricas y estratégicas que concurren en la construcción de carrera. Son realmente muy pocos los artistas chilenos que pueden ser reconocidos como practicantes discursivos en posesión de herramientas  eficaces de circunscripción. Las carreras consolidadas son escasas y los artistas que han alcanzado un nivel determinado de inscriptividad residen fuera del país, ya que  las condiciones de profesionalización del sistema de arte no son suficientes para sostener una carrera internacional estable. 

¿Qué se puede esperar de un funcionariato  universitario cuya preocupación principal pareciera ser el desmontaje y desapropiación de las mencionadas herramientas, comprometido en la formación de un estudiantado que se diploma en la reticencia a cumplir con las “reglas del arte”? 

Recuerdo claramente la escena que tuvo lugar en un taller de calle Jofré,  a mediados de los noventa, al que  artistas totémicos convocaron a un grupo de  jóvenes  emergentes para advertirles sobre la inconveniencia de trabajar con determinado galerista.  Eso fue algo más que una amenaza.  Que por lo demás no tuvo ninguna eficacia. Pero es indicativo de un gesto universitario que define al profesional del arte como un profesor que debe dar muestras de su resistencia al mercado, pero que al mismo tiempo ocupa desesperadamente los escasos espacios de exhibición sin fines de lucro, para asegurar sus alianzas académicas.  La escena plástica chilena se ha profesionalizado siguiendo el modelo de la  gestión  universitaria.  Lo que el libro que reseño plantea es una definición profesional de la “profesión”.  El primer indicio de formalidad de la ministerialización chilena de la cultura y del arte está dado por la propia universidad; luego, subsecuentemente, (g)ratificado por el híbrido orgánico denominado CNCA.



Lo que hacen los profesores-artistas y sus comentaristas de glosa es reproducir una jerigonza  autoflagelante que  clama por la existencia de un Ministerio de Cultura providencial, en contra del “mercantilismo” de la profesionalización. 

Esto hace que las galerías que luchan por validar el mercantilismo de segunda categoría, por carecer de un modelo de negocios adecuado, apenas puedan absorber las expectativas de unos artistas emergentes, que ven reducidos sus espacios de validación, pero sobre todo, desde el misterio, carecen de exigencias formales porque se han formado en el “arte de los formularios”.

En uno de los encuentros zonales a los que asistí hace un año ya,  pude observar el modo como los funcionarios “apretaban” a los artistas locales para que formularan un conjunto de demandas susceptibles de ser convertidas en “política pública” de  arte contemporáneo.  Algunas artistas presentes, provenientes del interior de la región de Valparaíso solo querían a hablar de creación; es decir, estaban por el Misterio, y los funcionarios las obligaban a ministerializarse.  

No había formato para abordar  la creación como objeto de una política, que no fuera el recurso a Fondart. 

Pero si se entiende el arte como “trabajo”, ¿qué se entenderá por “trabajo de arte”? No se trata de poner en contra el Misterio y el Ministerio. Nos damos cuenta que el primero no puede sostenerse sin las condiciones de reproducción de las propias contradicciones que lo habilitan. Sobre este punto, la reflexión de Raúl Ruíz resulta insuperable; sin embargo,  la noción de misterio con que trabaja es mucho más amplia que la referida a las artes visuales,   ya que se remite al efecto estético de prácticas rituales que son más consistentes que las propias prácticas de arte contemporáneo.  Y esto, los artistas que lo entienden, intentan ministerializar de inmediato dichas prácticas en provecho de construcciones de carrera que descubren nuevos nichos para su desarrollo, en la frontera abierta por  iniciativas de “arte y comunidad”, que son más fácilmente financiables a raíz del componente de “desarrollo social” que implican, desplazando el eje de la ministerialidad y de la profesionalización del artista,  hacia el eje de la compensación simbólica de poblaciones vulnerables a través de prácticas de gestión de programas de reparación a gran escala.  Es el momento en que dejamos el  campo del arte contemporáneo  y pasamos al campo de la Cultura.


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