lunes, 14 de noviembre de 2016

HISTORIA FENICIA

Entonces, hay que seguir con Gaëtan Picon.  A propósito de la exposición de Picasso en el CCPLM, hay que decir que este crítico ya se ocupó de Picasso en los sesenta, cuando se hizo cargo de Ediciones Skira. Es un pequeño dato.  Pero adquiere importancia entre “nosotros” porque es el único autor francés citado en la exigua bibliografía de la “memoria de grado” que escriben Gonzalo Díaz y Francisco Smythe para optar al grado académico que les permitió asegurar la beca italiana para viajar en 1979 y 1980, siendo decano de la Facultad de Bellas Artes,  Kurt Herdan.  Por lo tengo entendido, ese es un decanato de la dictadura y ambos artistas son empleados de una universidad ocupada por los militares. 

En esa  época, para que lo sepa la gente cercana a la revista Artischock   y que escribe sin consultar las fuentes y se horroriza de la crueldad del espacio artístico que los ha precedido en todo,  no era habitual que los  egresados de la Escuela de Bellas Artes se titularan.

Esta actitud era propia de una cierta indiferencia  de rebelión pequeño-burguesa en contra de las acreditaciones académicas. Era, entonces, una época sin acreditación. Pero durante la dictadura, y desde allí en adelante, el fantasma de la academia se apoderó de la decisión  del artista-docente y fue una imperativo para que las casas de estudios superiores iniciaran la regularización de sus títulos de dominio.  De lo contrario, ni Díaz ni Smythe hubiesen podido viajar a Italia. 

Todo esto debiera ser documentado como un capítulo de la historia administrativa del “arte (chileno) de la docencia”.  Supongo que en los archivos históricos de la Facultad de Artes  están los antecedentes de estos convenios, que mal que mal, fueron habilitados y convenientemente administrados durante la dictadura, por sus propios funcionarios universitarios, con el aval y garantía política de connotados profesores, que hoy día también ostentan la certificación de premio nacional.  Es decir, si fueron exonerados una cantidad de profesores en 1973 y 1974, hay que preguntarse por qué otros profesores no fueron exonerados después de esa fecha. La explicación más simple es que gozaban de protección interna. ¿Quién se hizo cargo, en términos estrictos, de la enseñanza de pintura en ese momento? 

Luego del golpe militar, lo que persiste en “la Chile” son dos tendencias: el manchismo (Couve) de la derecha  deprimida y el surrealisticismo (Opazo) de la izquierda erecto/erótica.  (Había mucha pintura de chorreo). En esta última asistencia se entiende la (a)filiación de pinturas de Díaz que van desde sus “cancerberos”  de 1978 hasta “Los hijos de la dicha”, con que gana el Gran Premio de la Colocadora Nacional de Valores en 1980. (No hay pintura más “caliente” que esa en la pintura oficial chilena de ese entonces.  Por eso debía ocupar un lugar de relevancia en la exposición del 2000, en el MNBA; exposición a la que Díaz se negó a participar, justamente, porque  escogí este tríptico).




 (G. Díaz, Los hijos de la dicha, panel central, 1979).


De modo que es fácil entender que  en 1978  la  tendencia surrealistizante es la que domina y  que corresponde al tipo de pendencia con la  que Díaz viaja a Sao Paulo, en el Envío Oficial de 1979, justo antes de viajar a Florencia, donde ya lo esperaba Smythe.  Con la gran diferencia de que Smythe pertenece al espacio crítico de la pintura y que expone en galería CROMOS en 1978. (Smythe ya está en otro lado).  

Una de las preguntas que yo le haría a los escritores de Artischock y a los “comentadores de glosa” de la Facultad de Artes es si la noción de “envío oficial” no compromete algún tipo de responsabilidad,  por el solo hecho de  haber estado allí cerca.  

En el arte, “estar cerca”, por ejemplo, puede significar estar presente en un envío de Cancillería, durante el año 1979, en el mismo momento en que yo ingresaba por  Pudahuel, trayendo conmigo un barretín (sobrecargado),  señalando mi primer contacto orgánico con la historia de la fotografía.  En verdad, no fue a través de la manipulación de su aparato de base, sino del transporte de negativos que recogían, página por página, la letra del informe de la situación concreta, como género literario, que tuve mi primera experiencia con  la práctica fotográfica y con los archivos.  

Mientras este señor exponía sus pinturas  de cancerberos surrealistizantes en la XVa Bienal de Sao Paulo, yo  desarrollaba mis primeros  tratos con un trabajo clandestino “de pacotilla”,  que si bien implicaba algún tipo de incomodidades potenciales, no era garantía  ética para ninguna carrera, todavía. Entendí a poco andar que el “negocio de la memoria” de los caídos pavimentaría las carreras parlamentarias de la transición interminable. 



(G. Díaz, El cancerbero,  formando parte del Envío Oficial  Chileno   la XV
 Bienal de Sao Paulo). 


Ese fue el momento crítico del archivo,  en relación a la preservación de los indicios partidarios que debían convertirse en tributos de acción política destinada a la reactivación del movimiento obrero y popular chileno, cuyo título de dominio se diseminaba por los pliegues del tejido orgánico de una historia averiada.  Como ya lo estableció Dittborn con su lucidez proverbial, lo político siempre está en los pliegues.

Los negativos que yo traían disimulados en la maleta eran revelados en papel fotográfico de alto contraste y reunidos como “informe” en el formato de una cajetilla de cigarrillos, para facilitar su traslado y  almacenamiento (escondite).  En casas de seguridad totalmente inseguras, los compañeros leían el “informe” como si fuera una sagrada escritura,  con la ayuda de una lupa. Era algo muy  cristiano-primitivo en su testimonio y patéticamente leninista en su  envoltorio. 

No había posibilidad de proyectar los negativos. No disponíamos de proyectora. Solo existía la proyección discursiva del “informe” en la Historia.  El traspaso a diapositivas  era una joda.  Había que cuidarse de las guillotinas porque el estudio del filo podía indicar su origen.  De modo que los documentos circulaban en ese estado de  austeridad material.

Tenía compañeros que trabajaban en la producción de documentos y eran extraordinarios  grabadores y artesanos (artistas de la falsificación) que habían  sido  formados por  gente seria; es decir, agentes que habían sobrevivido a todas las purgas, en la URSS.  Al menos eran de la vieja escuela y sus “papeles” eran de óptima calidad.  Muchos, de los actuales parlamentarios  que he mencionado,  hicieron ingreso al país con papeles de ese tipo. Habría que realizar una gran exposición de documentos falsos. Eso ya es historia.

La paradoja era que mientras en las artes visuales había artistas que desplazaban sus referentes tecnológicos y hacían de ello una plataforma crítica de la representación, en las sombras de la resistencia política, unos artesanos de la lucha clandestina se empeñaban  en respetar al máximo las leyes de la  facsimilaridad y de la mímesis gráfica, en un espacio en que la “imagen” ya era “palabra”. (Risas).

Regreso al título de la obra de Gaëtan Picon:  Panorama de las ideas contemporáneas,  ya había sido publicada en 1957 por Gallimard; siendo reeditada en 1968 y luego en 1975.  Hubo una traducción al español que fue publicada por Guadarrama en 1965. Y eso que fue una obra que no tuvo muy buena recepción en el campo de las ciencias políticas, a juzgar por una demoledora reseña de Jean Touchard escrita en 1958. Pero las otras obras de Gaëtan Picon eran muy bien recepcionadas,  sobre todo en el campo de la revistas literarias entre los años 60 y 70.  Es impresionante enterarse que el delegado ministerial para las Artes y las Letras era un tipo que tenía correspondencia con Dubuffet, con Francis Ponge, con Jean Starobinski, por nombrar algunos  personajes eminentes, y que además, escribía libros sobre la poesía francesa contemporánea. 

La versión de Guadarrama de 1965 fue la que probablemente citaron Díaz y Smythe en su memoria de grado, que de hecho, inauguró –al parecer- las “memorias rápidas”, para cumplir con las nuevas normas de regularización universitaria. Lo que importa en este asunto es el rango de las citas bibliográficas.  Porque el catálogo de la exposición de Smythe en CROMOS es –textualmente hablando- más radical que la transcripción de la conversación entre Díaz y Smythe, que presentan como “memoria de grado”.

Gaëtan Picon era el gran crítico de arte y de poesía que había trabajado con André Malraux en el montaje de una “política nacional –francesa- de artes visuales”, desde su cargo en la dirección de Artes y Letras. ¿Qué tal?  Es un caso ejemplar que  trabaja  para habilitar un paso más que significativo entre la aventura literaria y la acción cultural.

Lo que pasa es que Gaëtan Picon había publicado en la Revue d´Esthétique, VIII, en 1955 un artículo –“El juicio estético y el tiempo”- que sería clave para entender su concepto de colocación del arte contemporáneo en la invención de la “sensibilidad popular” en esa coyuntura, y que lo separaban del arcaico modernismo de Malraux, que era mucho más cercano a Baudelaire. En cambio, Picon era un tipo que por un lado rechazaba la idea de tabula rasa, pero por otro lado privilegiaba el presente anticipativo en nombre de un futuro  complejo.  En definitiva, era un hombre que apuntaba a la creación; una creación que definía por si misma las condiciones de  su acceso, redefiniendo la noción de audiencia y programando la aparición de un concepto de público cooperante.

Al estudiar los antecedentes para la formulación de una política chilena para las artes visuales,  es preciso entender cuáles eran las articulaciones entre universidad, partido político y práctica artística, en esa misma coyuntura, a partir de las fuentes documentales de que disponemos. Los investigadores de Artischock  y de Playa Ancha  debieran estudiar los números de revista de Arte de 1956, sobre todo aquellos en que Enrique Lihn le hace entrevistas a Julio Escámez, a su regreso de Europa, donde acaba de ver los murales de Giotto y  sobre los cuáles se muestra vivamente impresionado.  Pero, ¿sabrán quien era Julio Escámez?

Entonces, cuando Gaëtan Picon publica su Panorama de las Ideas, Escámez está pintando el Mural de la Farmacia Maluje, que es mi “historia fenicia”. Todo relato posible termina en ese mural. 

Imaginen ustedes a un señor comunista que  hace diseñar y construir a los dos más connotados arquitectos comunistas de la ciudad, un edificio de tres pisos, que debe albergar departamentos familiares y el gran espacio para una farmacia con techo de doble altura,   en que su  parte superior sería destinada  a un mural sobre la historia del marxismo como antídoto.  O sea,  en 1957, en una ciudad como Concepción, unos intelectuales comunistas hacían ¡política cultural!, antes que estas palabras pasaran a ocupar un lugar en el léxico de la izquierda.  



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