En el muro de ingreso a su
exposición en el Instituto Cultural de Las Condes, Francisco González-Vera hizo
colocar un texto de Agota Kristof, modificado, en que reemplazó la palabra
“escribir” por la palabra “dibujar”.
Para los efectos de esta columna, regreso al texto de partida y reproduzco el fragmento de mi conveniencia: “En primer lugar hay que escribir, naturalmente. Luego, hay que seguir
escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tengamos la
impresión de que nunca le interesará a nadie. Incluso cuando los manuscritos se
acumulen en los cajones y los olvidamos para escribir otros”[1].
Hablar/escribir de
política nacional de artes visuales desde la obras de ciertos artistas es una
exigencia teórica de primera
importancia. Las obras son dispositivos
complejos de pensamiento. A propósito
de la última columna en que abordaba el
trabajo de Francisca Aninat he tenido que mencionar la lectura paralela y
consistente de un libro sobre la invención del concepto de “acción cultural” y
del rol que tenía o que tuvo el arte contemporáneo en la formación de un
ministerio de cultura, en 1959, en Francia.
Esta era una época en que el socialismo chileno no tenía la
más remota idea de este tema, porque probablemente consideraba que las artes
visuales eran el reflejo del gusto estructurado de la clase dominante. Esto, sin perjuicio de que sus dirigentes
asociaran, demasiado a menudo, la articulación deseada entre vanguardia
plástica y vanguardia política, en el mismo momento en que los empresarios más
cultivados organizaban el soporte de
operaciones de prestigio,
destinadas a disputar a la izquierda el privilegio de la cultura
contemporánea.
Eran empresarios tan cultivados, que algunos de ellos se
hicieron demócrata-cristianos, para iniciar la era de la accesibilidad, en
Chile, previo reconocimiento de que existía un “otro” que no tenía acceso, a
tener siquiera conciencia de su inaccesibilidad.
En 1959, hay que imaginar lo que era la escena plástica
chilena, toda vez que había terminado el intento difusivo del grupo de
intelectuales que se había organizado para editar revista Pro Arte. Recién, en 1950, Pettorutti dictada conferencias
sobre arte moderno, en las escuelas de verano de la Universidad de Chile. Hay
que pensar qué era una “escuela de verano” en el contexto de la noción de “extensión
universitaria” de ese entonces.
Mientras en Francia, André Malraux y Gaëtan Picon inventaban la pragmática de la
“acción cultural” sostenida por la existencia de las casas de jóvenes y
cultura, como expresión de la educación popular reparatoria que nace con la
Liberación, en Chile, el aparato universitario ejercía funciones de “ministerio
de cultura”, pero guardando la tesis convencional, despóticamente academizada,
de un concepto de “extensión cultural”
destinado a facilitar el acceso de un contingente de fuerzas populares
al goce de los bienes culturales a los que la burguesía les había impedido acceder. La universidad
destinaría parcialmente unos esfuerzos a inventar la necesidad orgánica de su
presencia en una ilusión de cultura democrática que la colocaba en el centro de
la difusividad como política providencialmente igualitaria.
Lo curioso es que a comienzos de los años sesenta es el
empresariado el que percibe la necesidad de disputar a la izquierda la primacía
en el control de los dispositivos de difusión. Y para eso organiza la “sociedad de amigos”
del Museo de Arte Contemporáneo. Lo cual
es muy significativo, por el solo hecho de que unos cuantos señores y damas
oligarcas asumen la responsabilidad de realizar una acción para-estatal de
envergadura. Lo cual es una contradicción en los términos.
¿Cómo fue posible que en el seno de una universidad nacional, el empresariado
pudiera instalar una “cuña” significativa, que no hizo más que consolidar la
política difusiva del “imperialismo americano” en la cultura chilena? Ese fue el contexto, para hablar en
“antiguo”, en que se realizó la exposición mercurial “De Cézanne a Miró”. ¡Por favor!
¿No se les pasa por la cabeza pensar por qué una exposición
como ésta no fue realizada en el MNBA? La respuesta es simple: porque no lo
dominaban. De manera que iniciaron su
conquista. Y lo lograron a finales del gobierno de Frei Montalva, cuando la
misma sociedad de empresarios se desplazó del MAC hacia el MNBA, porque siendo
el primero una dependencia de la Facultad de Bellas Artes, su
izquierdización hacía difícil la
injerencia de estos empresarios en la programación de un museo que ya no servía
a sus propósitos. De este modo, los empresarios abandonaron la universidad y
pasaron a apoyar la gestión del MNBA, ofreciendo una mayor subordinación
institucional a la política de la Unión Panamericana y de una organización que
bajo el nombre de Arts International,
se ocupaba de la colonización museal en algunos países de América Latina. En este marco se explica la realización de
las bienales de grabado y el apoyo que ésta iniciativa tuvo de parte del
Departamento de Estado.
Entonces, ¿qué tenemos en 1970? Una Facultad dominada por la
izquierda comunista y un MNBA dirigido por un representante de ese empresariado
cultivado que apostó por el arte contemporáneo como espacio social para la
facilitación de las relaciones empresariales, son las dos grandes fuerzas de
invención nocional del período. Y esto
no es una invención. Lo dice el propio
Flavián Levin en un libro de entrevistas publicado a fines de los años ochenta.
Pero además, es una acusación que
formuló en 1974, la crítica norteamericana de izquierda, Shiffra Goldman.
De modo que los jóvenes investigadores dependientes que
escriben a duras penas en revistas electrónicas de difusión cultural, financiadas con dineros públicos, tienen un
yacimiento documental de grandes proporciones para estudiar estos movimientos
argumentales de control de dispositivos de intervención. Les deseo lo mejor. Sin embargo, les recomiendo que no citen
fragmentos de estudios de crítica anglosajona producida en la última década,
para luego “aplicarlos” a la situación local
local. No funciona. La arquitectura de
la recepción no da, ni existen condiciones de reproducción institucional para una carrera curatorial
como la que aspiran.
¿Por qué hablé de la coyuntura francesa de 1959? ¡Ah! Para
redimensionar el “efecto de ignorancia” de los agentes que operan en el Estado
Concertacionista, y que deambulan en esa temporalidad reparatoria entre las dos
comisiones fundacionales en el lema de la institucionalidad deseada: La Comisión Garretón (Lagos ministro) y la Comisión Ivelic (Frei
presidente). Y todo esto, no es más que un “prolegómeno” a los arreglos
pragmáticos del proyecto final que resultó un híbrido cuya eficacia solo pudo satisfacer
unas ensoñaciones estatales que combinaron de manera esquizofrénica una política de acceso compensatorio cuyas
raíces llegan hasta la Promoción Popular y una política de industrialización
creativa que solo favorece el Libro, la Música y el Teatro. Las artes visuales quedan relegadas a la
función de propaganda reparatoria de poblaciones vulnerables. Solo que los
artistas quisieran tener un trato de inversionista ascendente en el espacio
reservado a las industrias creativas.
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