Entonces, hay que seguir con Gaëtan Picon. A propósito de la exposición de Picasso en el
CCPLM, hay que decir que este crítico ya se ocupó de Picasso en los sesenta,
cuando se hizo cargo de Ediciones Skira. Es un pequeño dato. Pero adquiere importancia entre “nosotros”
porque es el único autor francés citado en la exigua bibliografía de la “memoria
de grado” que escriben Gonzalo Díaz y Francisco Smythe para optar al grado
académico que les permitió asegurar la beca italiana para viajar en 1979 y
1980, siendo decano de la Facultad de Bellas Artes, Kurt Herdan.
Por lo tengo entendido, ese es un decanato de la dictadura y ambos
artistas son empleados de una universidad ocupada por los militares.
En esa época, para
que lo sepa la gente cercana a la revista Artischock y que escribe sin consultar las fuentes y se
horroriza de la crueldad del espacio artístico que los ha precedido en
todo, no era habitual que los egresados de la Escuela de Bellas Artes se
titularan.
Esta actitud era propia de una cierta indiferencia de rebelión pequeño-burguesa en contra de las
acreditaciones académicas. Era, entonces, una época sin acreditación. Pero
durante la dictadura, y desde allí en adelante, el fantasma de la academia se
apoderó de la decisión del artista-docente
y fue una imperativo para que las casas de estudios superiores iniciaran la
regularización de sus títulos de dominio.
De lo contrario, ni Díaz ni Smythe hubiesen podido viajar a Italia.
Todo esto debiera ser documentado como un capítulo de la
historia administrativa del “arte (chileno) de la docencia”. Supongo que en los archivos históricos de la
Facultad de Artes están los antecedentes
de estos convenios, que mal que mal, fueron habilitados y convenientemente
administrados durante la dictadura, por sus propios funcionarios
universitarios, con el aval y garantía política de connotados profesores, que
hoy día también ostentan la certificación de premio nacional. Es decir, si fueron exonerados una cantidad de
profesores en 1973 y 1974, hay que preguntarse por qué otros profesores no
fueron exonerados después de esa fecha. La explicación más simple es que
gozaban de protección interna. ¿Quién se hizo cargo, en términos estrictos, de
la enseñanza de pintura en ese momento?
Luego del golpe militar, lo que persiste en “la Chile” son
dos tendencias: el manchismo (Couve) de la derecha deprimida y el surrealisticismo (Opazo) de la
izquierda erecto/erótica. (Había mucha
pintura de chorreo). En esta última asistencia se entiende la (a)filiación de
pinturas de Díaz que van desde sus “cancerberos” de 1978 hasta “Los hijos de la dicha”, con que
gana el Gran Premio de la Colocadora Nacional de Valores en 1980. (No hay
pintura más “caliente” que esa en la pintura oficial chilena de ese entonces. Por eso debía ocupar un lugar de relevancia en
la exposición del 2000, en el MNBA; exposición a la que Díaz se negó a
participar, justamente, porque escogí
este tríptico).
De modo que es fácil entender que en 1978
la tendencia surrealistizante es
la que domina y que corresponde al tipo
de pendencia con la que Díaz viaja a Sao
Paulo, en el Envío Oficial de 1979, justo antes de viajar a Florencia, donde ya
lo esperaba Smythe. Con la gran
diferencia de que Smythe pertenece al espacio crítico de la pintura y que
expone en galería CROMOS en 1978. (Smythe ya está en otro lado).
Una de las preguntas que yo le haría a los escritores de Artischock y a los “comentadores de
glosa” de la Facultad de Artes es si la noción de “envío oficial” no compromete
algún tipo de responsabilidad, por el
solo hecho de haber estado allí cerca.
En el arte, “estar cerca”, por ejemplo, puede significar estar presente en un envío de
Cancillería, durante el año 1979, en el mismo momento en que yo ingresaba por Pudahuel, trayendo conmigo un barretín
(sobrecargado), señalando mi primer
contacto orgánico con la historia de la fotografía. En verdad, no fue a través de la manipulación
de su aparato de base, sino del transporte de negativos que recogían, página
por página, la letra del informe de la situación concreta, como género
literario, que tuve mi primera experiencia con la práctica fotográfica y con los archivos.
Mientras este señor exponía sus pinturas de cancerberos surrealistizantes en la XVa
Bienal de Sao Paulo, yo desarrollaba mis
primeros tratos con un trabajo clandestino
“de pacotilla”, que si bien implicaba
algún tipo de incomodidades potenciales, no era garantía ética para ninguna carrera, todavía. Entendí
a poco andar que el “negocio de la memoria” de los caídos pavimentaría las
carreras parlamentarias de la transición interminable.
(G. Díaz, El cancerbero, formando parte del Envío Oficial Chileno la XV
Bienal de Sao Paulo).
Ese fue el momento crítico del archivo, en relación a la preservación de los indicios
partidarios que debían convertirse en tributos de acción política destinada a
la reactivación del movimiento obrero y popular chileno, cuyo título de dominio
se diseminaba por los pliegues del tejido orgánico de una historia averiada. Como ya lo estableció Dittborn con su lucidez
proverbial, lo político siempre está en
los pliegues.
Los negativos que yo traían disimulados en la maleta eran
revelados en papel fotográfico de alto contraste y reunidos como “informe” en
el formato de una cajetilla de cigarrillos, para facilitar su traslado y almacenamiento (escondite). En casas de seguridad totalmente inseguras, los
compañeros leían el “informe” como si fuera una sagrada escritura, con la ayuda de una lupa. Era algo muy cristiano-primitivo en su testimonio y
patéticamente leninista en su envoltorio.
No había posibilidad de proyectar los negativos. No
disponíamos de proyectora. Solo existía la proyección discursiva del “informe”
en la Historia. El traspaso a
diapositivas era una joda. Había que cuidarse de las guillotinas porque
el estudio del filo podía indicar su origen. De modo que los documentos circulaban en ese
estado de austeridad material.
Tenía compañeros que trabajaban en la producción de
documentos y eran extraordinarios
grabadores y artesanos (artistas de la falsificación) que habían sido formados por gente seria; es decir, agentes que habían
sobrevivido a todas las purgas, en la URSS.
Al menos eran de la vieja escuela y sus “papeles” eran de óptima
calidad. Muchos, de los actuales
parlamentarios que he mencionado, hicieron ingreso al país con papeles de ese
tipo. Habría que realizar una gran exposición de documentos falsos. Eso ya es
historia.
La paradoja era que mientras en las artes visuales había
artistas que desplazaban sus referentes tecnológicos y hacían de ello una
plataforma crítica de la representación, en las sombras de la resistencia
política, unos artesanos de la lucha clandestina se empeñaban en respetar al máximo las leyes de la facsimilaridad y de la mímesis gráfica, en un
espacio en que la “imagen” ya era “palabra”. (Risas).
Regreso al título de la obra de Gaëtan Picon: Panorama
de las ideas contemporáneas, ya
había sido publicada en 1957 por Gallimard; siendo reeditada en 1968 y luego en
1975. Hubo una traducción al español que
fue publicada por Guadarrama en 1965. Y eso que fue una obra que no tuvo muy
buena recepción en el campo de las ciencias políticas, a juzgar por una
demoledora reseña de Jean Touchard escrita en 1958. Pero las otras obras de
Gaëtan Picon eran muy bien recepcionadas,
sobre todo en el campo de la revistas literarias entre los años 60 y
70. Es impresionante enterarse que el
delegado ministerial para las Artes y las Letras era un tipo que tenía
correspondencia con Dubuffet, con Francis Ponge, con Jean Starobinski, por
nombrar algunos personajes eminentes, y
que además, escribía libros sobre la poesía francesa contemporánea.
La versión de Guadarrama de 1965 fue la que probablemente
citaron Díaz y Smythe en su memoria de grado, que de hecho, inauguró –al
parecer- las “memorias rápidas”, para cumplir con las nuevas normas de
regularización universitaria. Lo que importa en este asunto es el rango de las
citas bibliográficas. Porque el catálogo
de la exposición de Smythe en CROMOS es –textualmente hablando- más radical que
la transcripción de la conversación entre Díaz y Smythe, que presentan como
“memoria de grado”.
Gaëtan Picon era el gran crítico de arte y de poesía que
había trabajado con André Malraux en el montaje de una “política nacional
–francesa- de artes visuales”, desde su cargo en la dirección de Artes y
Letras. ¿Qué tal? Es un caso ejemplar
que trabaja para habilitar un paso más que significativo
entre la aventura literaria y la acción cultural.
Lo que pasa es que Gaëtan Picon había publicado en la Revue d´Esthétique, VIII, en 1955 un
artículo –“El juicio estético y el tiempo”- que sería clave para entender su
concepto de colocación del arte contemporáneo en la invención de la
“sensibilidad popular” en esa coyuntura, y que lo separaban del arcaico
modernismo de Malraux, que era mucho más cercano a Baudelaire. En cambio, Picon
era un tipo que por un lado rechazaba la idea de tabula rasa, pero por otro lado privilegiaba el presente
anticipativo en nombre de un futuro
complejo. En definitiva, era un
hombre que apuntaba a la creación; una creación que definía por si misma las
condiciones de su acceso, redefiniendo
la noción de audiencia y programando la aparición de un concepto de público
cooperante.
Al estudiar los antecedentes para la formulación de una
política chilena para las artes visuales,
es preciso entender cuáles eran las articulaciones entre universidad,
partido político y práctica artística, en esa misma coyuntura, a partir de las
fuentes documentales de que disponemos. Los investigadores de Artischock y de Playa Ancha debieran estudiar los números de revista de
Arte de 1956, sobre todo aquellos en que Enrique Lihn le hace entrevistas a
Julio Escámez, a su regreso de Europa, donde acaba de ver los murales de Giotto
y sobre los cuáles se muestra vivamente
impresionado. Pero, ¿sabrán quien era
Julio Escámez?
Entonces, cuando Gaëtan Picon publica su Panorama de las Ideas, Escámez está
pintando el Mural de la Farmacia Maluje, que es mi “historia fenicia”. Todo
relato posible termina en ese mural.
Imaginen ustedes a un señor comunista que hace diseñar y construir a los dos más connotados
arquitectos comunistas de la ciudad, un edificio de tres pisos, que debe
albergar departamentos familiares y el gran espacio para una farmacia con techo
de doble altura, en que su parte superior sería destinada a un mural sobre la historia del marxismo como
antídoto. O sea, en 1957, en una ciudad como Concepción, unos
intelectuales comunistas hacían ¡política cultural!, antes que estas palabras
pasaran a ocupar un lugar en el léxico de la izquierda.
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