Hasta la fecha, Ana Tironi no ha respondido a las objeciones
que hice a su carta de defensa de los criterios de periodización de su
ministro. Escribo esta columna mientras analizo un nuevo aspecto del texto de
Constanza Symmes en El mostrador,
relativo a la metodología participativa.
La ausencia de respuesta de la subdirectora denota un cierto
estado de indolencia respecto de
observaciones razonables que han sido formuladas en relación a la legitimidad
de las decisiones anticipadas que sobre política de artes visuales ha tomado el
gabinete, contraviniendo abiertamente los principios de su propia declarada
metodología participativa.
Antes de continuar, permítaseme señalar la extrañeza
respecto de identificar a quienes convocan a este encuentro del próximo jueves.
No aparece ni Estudios, ni tampoco el Área de artes visuales, sino la Dirección
Metropolitana. ¡Es de lo más curioso! Al
menos podrían hacer el intento de explicar por qué estos cambios, que de
seguro, afectan la implementación metodológica del evento. No me queda más que
trabajar sobre el discurso de Constanza Symmes, porque es la única persona que
ha corrido el riesgo de sostener una hipótesis, que por cierto, no comparto,
pero que sirve de hilo conductor a una objeción.
El punto sobre el que he señalado la atención no es la
viabilidad de un centro de arte en Cerrillos, sino el rol que éste debiera
tener en una política nacional de artes visuales, más allá de lo que la
subdirectora ha señalado, en cuanto a replicar a regiones el modelo generado
sin consulta ni justificación conceptual explícita, hasta el momento. Todo lo relativo a esta operación instituyente es de carácter implícito y se exhibe a si
mismo y a pesar de Comunicaciones del gabinete, como un ejemplo de la ausencia de participación. De este modo, toda las afirmaciones de
Constanza Symmes son desmanteladas por su propia autoridad.
Ahora bien: existen
procesos participativos en la DIBAM, por ejemplo, que han sido planteados en un
sentido muy preciso, en relación a la vinculación de los museos regionales con el medio, con
sus comunidades, de un modo investigativo que define el rango de pertenencia y
proveniencia orgánica de las comunidades involucradas. Pero claro, no se trata
de una “política nacional” sino de las articulaciones de los imaginarios
locales de instituciones de diverso
origen y consistencia. No existe esa
inflación de lo “ciudadano” como una bruma nocional que banaliza la
identificación de las diferencias.
Cercanos al gabinete declaran su extrañeza por la
espectacularización de la crítica sobre la hipótesis de 1967. Ya sabaen a qué me refiero. En verdad, si el
ministro no lo hubiese mencionado, nadie estaría hablando del tema, que por lo
demás, no tiene la menor importancia. Lo que incide, sin embargo, es la
voluntad de demostrar una abierta acción de usurpación de funciones, antes de
que haya sido votado en el parlamento el destino jurídico y la “sepultación
cívica” de la DIBAM.
Sin embargo, a dos días de un nuevo encuentro para el diseño participativo de la política de
artes visuales, lo que importa es preguntar a los organizadores por las
garantías de intervención, poniendo en
duda el estatuto del mencionado participacionismo. Al parecer, fuera de ser una fórmula que
expresa un deseo de representabilidad de unos “verdaderos miembros” de la
comunidad artística, esto no acarrea
compromisos metodológicos, más que asegurar la recolección de la “opinión” de
los participantes por un dispositivo de registro y de edición cuya tarea será realizada por los
profesionales del servicio.
De todos modos, queda en veremos un asunto de filosofía
práctica: recoger opiniones no es lo
mismo que producir conocimiento. En un
encuentro participativo, ¿de qué manera se puede garantizar la producción de
conocimiento?
Lo que se ha instalado en la Invitación es una distinción
muy grave entre “ciudadanos participantes” y “agentes del arte”. ¿De qué otra manera habría que
designarlos? La Autoridad se compromete a
escuchar a los ciudadanos, porque se instala la idea de que sus opiniones son
una garantía de validación democrática del proceso, sin pensar en la
calificación de las proposiciones
sostenidas. Lo cual deja a los “agentes
del sistema de arte” en una condición de “sujetos amenazados” por las demandas
de un contingente humano que ha sido definido por Constanza Symmes como “la
gran ciudadanía cultural”, cuyo valor está ontológicamente validado por unos
principios de acceso e inclusividad inscritos en el programa de gobierno de la
Presidenta Bachelet.
De tal manera, cualquier iniciativa que no asegure estos dos
principios, deja de ser legítima. Pero
lo grave es que ambos principios, que deben caracterizar la “cultura ciudadana”, aparecen como condiciones reversivas que definen el acceso y la
inclusión a unas prácticas artísticas que en este proceso perderían su
especificidad.
¿Esto quiere decir que los objetivos de una política
nacional de arte son convertir a los ciudadanos en artistas?
El objetivo sería que los ciudadanos tendrían que acceder a “lo propio” que define cada
práctica y luego ser incluidos en un campo de reconocimiento, como efecto
directo de una decisión que borraría la frontera entre arte y vida cotidiana, superando la dicotomía entre
productores y consumidores.
Si esto fuese así, entonces ni siquiera se debiera estar
discutiendo de Cerrillos o de cualquier otra iniciativa que no estuviese
encaminada a borrar dicha distinción. Lo
cual señalaría la inminencia de una revolución
metodológica y programática que pondría en duda el estatuto propio del artista,
en el plan de desarrollo de una cultura ciudadana plena, en el seno de la cual se debe disolver su figura y posición, en
provecho de la aparición de una nueva categoría de artista-ciudadano, cuya producción estaría determinada por las
demandas orgánicas del colectivo.
El modelo de esta decisión no suficientemente aclarada por
Estudios ni por el Área de artes visuales del CNCA estaría en la práctica
colectiva de los artista muralistas, que recogerían de manera
participativa las propuestas de una comunidad para terminar de proponer un
diseño, que la comunidad aprobaría, y que los pintores tendrían que –a su vez-
interpretar de la manera más certera posible. En este terreno, siguiendo estas iniciativas
comunitarias, los grabadores y ceramistas tendrían que calificar sus capacidades etnográficas para
recolectar los elementos más significativos del “alma popular”, para así poder
traducirlos a un lenguaje gráfico. Igual cosa tendrían que hacer los
escultores, pero en una dinámica más conmemorativa, por el manejo de mayores
volúmenes de materia interpretable, que tendría que resumir eficazmente las ensoñaciones ceremoniales de poblaciones diversas. Para terminar con las artes mediales y
fotográficas, destinadas a registrar las pulsaciones del movimiento social del
que serían sus dispositivos sismográficos ejemplares. ¿Qué tal?
Sin embargo, aquí hay algo que no cuadra. La “gran ciudadanía cultural” poseería, a
través de la conducción de los profesionales del CNCA, una idea precisa de lo
que espera de los artistas. Lo que no sabemos es si los artistas conocen la naturaleza de las demandas de esta
ciudadanía, de la que serían, obviamente, excluidos. El teatro, por ejemplo, no tendría problemas,
porque se entiende su dimensión política como una expansión colectiva, aunque
formalizada, de la catarsis. En cambio las artes de la visualidad no consuelan;
más bien, traen puros problemas porque lo único que hacen es generar conflictos
de representación. De partida, poniendo en duda la propia representación,
proclamando la preeminencia de unas artes
de la presentatividad, como garantía de la disolución de la barrera entre
arte y vida.
¿No estaríamos, acaso, poniendo al CADA como garante de la
revolución que nos va a conducir, como país, a un cambio radical de los
regímenes estéticos? ¡Pero eso, querida
Constanza Symmes, hay que decirlo, proclamarlo a los cuatro vientos, y poner el
acento en la frase beuysiana fundamental que nos convierte, a cada uno de
nosotros, por el solo hecho de participar
en este encuentro, en escultores de nuestra propia existencia!
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