Album de Chile es
la gran oportunidad fracasada que ha tenido el CCPLM para fijar un rumbo. Negociar con su directora es imposible,
porque no conoce esa palabra y se caracteriza por imponer
criterios de pauperización de las
exigencias mínimas para una iniciativa curatorial coherente, bajo la excusa de
representar de manera reductiva a unos “públicos” que solo existen en su imaginación.
Sin embargo, trabajar bajo
estas condiciones afecta la ética del trabajo curatorial. Eso no puede ser excusa para salvar la
curatoría. Hay exposiciones que no hay
que hacer.
De todos modos, Album de Chile pudo haber sido la gran exposición de aniversario,
porque narra la visualidad de una
tentativa identitaria que solo a costa de la fotografía se puede montar. No importa que la exposición sea fallida o
esté armada por una curatoría
políticamente correcta que satisface el espíritu falsamente inclusivo de la
Nueva Mayoría.
Igual, una exposición de fotografía de esta naturaleza
cumple con los requisitos de la completud y de la autocompasión ciudadana. Está perfecta. Debiera seguir, por otro mes, a lo menos. Por
el contrario, el CCPLM ha decidido
preparar la exposición de los egipcios
confirmando lo que siempre hemos sabido; que es una versión expositiva
(monumental) de Icarito.
Pudiendo haber sido la gran exposición aniversario, posee sin embargo, algunos problemas. Más allá de las secciones pedagógicas que
reducen en extremo la complejidad de la historia de la fotografía en Chile, el conjunto se
asemeja a una exhibición de Sernatur, en las dependencias del antiguo Mercado
de Providencia. Pero es el Sernatur de la
memoria social; o más bien, la memoria social revertida en una enumeración
de tópicos “humanistas” de uso común.
Partiré por analizar
el uso no justificado de fotografías provenientes del campo del arte
contemporáneo, expuestas como ejemplos de infracción formal sin tomar el
cuidado de señalar el contexto de sus producciones. Es el caso con las fotos
del trabajo de Elías Adasme, que más bien obedece a un oportunismo curatorial
muy preciso, ya que esta fotografía aparece en la portada de una importante
curatoría española y su empleo en ésta busca asegurar una garantización externa.
De este modo, se justifica la presencia
por contigüidad editorial. Pero no
basta. Porque la sinonimia entre cuerpo y territorio está mejor
documentada como precedente. Si tan solo hubiesen indagado en la “muestra
fotográfica” de arte infractor en la
Bienal de Paris de 1982. Es
decir, las obras fotográficas de Marcela Serrano, en esa ocasión, le hubiesen
sido más coherentes. Incluso, los trabajos de Catalina Parra (Imbunches, 1978) y sus radiografías del
territorio.
No acostumbro a analizar las exposiciones por lo que
debieran haber exhibido, sino por las condiciones contextuales que las hacen
posible. De todos modos, la juntura de Elías Adasme con lo que tiene a
su lado parece injustificada. ¿Qué
discurso podría sostenerla? Solo parece
un “guiño” innecesario. Fue una buena ocasión para descalificar las relaciones
entre fotografía y performance en una coyuntura cuya temporalidad parece
borrada. Es decir, entre fotografía -digamos, clásica- y su relocalización
museográfica en las fronteras de un arte
del registro de acciones corporales.
De todos modos, el segundo lapsus de esta exposición se
ubica en la exhibición de las fotografías de los mutilados de la Guerra del
Pacífico, que ha sido una “temática” ya trabajada por historiadores y, sobre todo, por artistas
visuales. Es el caso de Mario Soro, que puso en perspectiva estas fotografías
en una instalación en el Museo de Bellas Artes, a propósito de ¡cuerpo y
territorio!, enfatizando el vacío y la mutilación de los cuerpos de
combatientes cuyo sacrificio aseguró la
adquisición territorial. ¿ese si que es un imaginario de lo
irreparable! Podría haber sido un
momento de contrapeso con el trabajo de Elías Adasme; haciendo mención,
necesariamente, a la diferencia de treinta años entre uno y otro trabajo.
El problema con esta exposición es que todo se vuelve homogéneo, porque no
respeta un principio de restricción fundamental cuando se hacen exposiciones de
este tipo: el efecto de código. A tal
punto, que una fotografía, ya es toda
la fotografía.
Lo que resulta es un gran acopio de imágenes distribuidas con un “gusto museal básico” que,
más allá del propósito de distinguirlas de acuerdo a un índice novo-mayorista, la realidad propia de la imagen hace que la
propia exposición estalle en mil pedazos, proporcionando fragmentos para una
legibilidad que la curatoría no puede controlar. A fuerza de buscar una fuerza colectiva,
terminó por privilegiar la pieza individual, porque el público, lo que va a
buscar, curiosamente, es un reconocimiento reparador que se instala de manera
directa con piezas específicas, desestimando el resto.
Pero lo anterior tiene que ver con el consumo de la fotografía
en Chile y es un capítulo para un estudio sociológico. No basta con citar ni a
Bourdieu ni a Benjamin ni a Agamben.
Existe una realidad documentaria
conformada por miles y miles de imágenes fotográficas que determinan clasísticamente la construcción de un
imaginario nacional.
¿Nacional? Entonces, ¿qué, del territorio? La fotografía,
por el solo hecho de “ponerse”, tecnológicamente hablando, inventa el paisaje
de acuerdo a la conveniencia política y
fisiognómica del fotógrafo.
¡Pero si esto es algo que Dittborn ya enseñó a cómo desconfiar de estos efectos de
código! Es cosa de revisar Fallo
fotográfico (1981) y obras anteriores, donde declara de manera lúcida que las “fotografías de cajón son las horas
libres del pueblo chileno”. Entonces, de este modo impide todo regreso a la
nostalgia foto-minutera, re-produciendola
como condición de bajo consumo, sigún
las pautas que instala Quintana en esa extraordinaria fotografía que reprodujimos en la columna de ayer.
Ahora bien: donde la situación de articulación y “diálogo”
resulta sorprendentemente inhábil es en la “juntura” de las fotografías de Mario
Vivado con las de Antonio Quintana, que dicho sea de paso, está distribuido
convenientemente en varias zonas. Al
menos, la curatoría enfatiza en el rol de Quintana en la constructividad de la
historia de la fotografía, por sobre las determinaciones de Sergio Larraín,
convertido en canon. La verdad es que ya hace varios años he
señalado la existencia de dos vertientes en la fotografía chilena
contemporáneo; la primera, eisensteniana y hasta un poco stakhanovista, de
Quintana; la segunda, coincidiendo con
la mirada del oligarca que regresa de la saturación que impone la clase de
origen para ocuparse de la vulnerabilidad de los otros, Larrain.
A estas alturas ni siquiera importa el título de las
secciones. La imagen de una ¿performance? de las Yeguas conectadas a las manos
abiertas de un campesino reduce en extremo la fiabilidad en las conexiones arbitrarias, que además de promover la desnaturalización del soporte, borra las
diferencias temporales y unifica
condiciones de enunciación que resultan inaceptables. ¿Era
necesario disponer esas fotografías en cajas de luz? Y las manos abiertas, ¿no remiten a la carátula de un disco de Víctor
Jara de fines de los sesenta? Esas manos
construyen códigos para una dependencia
simbólica cuya procedencia se remonta a los rudimentos básicos de una
historia del gesto bíblico. De modo que
la gráfica en dicha coyuntura construía la memoria de una izquierda ascendente
y miserabilista; miserabilista porque había descubierto las ventajas del
victimalismo representacional, para legitimar su ascenso. Todo ya estaba reproducido.
Tercera dependencia: el fantasma de un cierto arte contemporáneo
que se aborda con un rencor mal disimulado termina por traicionar la corrección política
de la muestra. Estas fotografías resultan absolutamente innecesarias y logran
perturbar, claro está, el aspecto sernatur
dispuesto a satisfacer las imposiciones de una obsesión didáctica, que
rebaja toda dimensión liberadora
asociable a una exposición de fotografía.
Album de Chile es
una prueba del poder de la imagen en la construcción de un imaginario
curatorial.
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