viernes, 1 de abril de 2016

ALBUM DE CHILE


Album de Chile es la gran oportunidad fracasada que ha tenido el CCPLM para fijar un rumbo.  Negociar con su directora es imposible, porque  no conoce esa palabra y  se caracteriza por  imponer  criterios de  pauperización de las exigencias mínimas para una iniciativa curatorial coherente, bajo la excusa de representar de manera reductiva a unos  “públicos”  que solo existen en su imaginación.   

Sin embargo, trabajar bajo  estas condiciones afecta la ética del trabajo curatorial.  Eso no puede ser excusa para salvar la curatoría.  Hay exposiciones que no hay que hacer.   

De todos modos,  Album de Chile pudo  haber sido la gran exposición de aniversario, porque narra  la visualidad de una tentativa identitaria que solo a costa de la fotografía se puede montar.  No importa que la exposición sea fallida o esté  armada por una curatoría políticamente correcta que satisface el espíritu falsamente inclusivo de la Nueva Mayoría. 

Igual, una exposición de fotografía de esta naturaleza cumple con los requisitos de la completud y de la autocompasión ciudadana.  Está perfecta.  Debiera seguir, por otro mes, a lo menos. Por el contrario,  el CCPLM ha decidido preparar la exposición de los egipcios  confirmando lo que siempre hemos sabido;  que es una versión expositiva (monumental)  de Icarito. 

Pudiendo haber sido la gran exposición aniversario,  posee sin embargo, algunos problemas.  Más allá de las secciones pedagógicas que reducen en extremo la complejidad de la historia  de la fotografía en Chile, el conjunto se asemeja a una exhibición de Sernatur, en las dependencias del antiguo Mercado de Providencia. Pero es el Sernatur de la memoria social; o más bien, la memoria social revertida en una enumeración de tópicos “humanistas” de uso común.

Partiré por analizar  el uso no justificado de fotografías provenientes del campo del arte contemporáneo, expuestas como ejemplos de infracción formal sin tomar el cuidado de señalar el contexto de sus producciones. Es el caso con las fotos del trabajo de Elías Adasme, que más bien obedece a un oportunismo curatorial muy preciso, ya que esta fotografía  aparece en la portada de una importante curatoría española y su empleo en ésta busca asegurar una garantización externa.  De este modo, se justifica la presencia por contigüidad editorial.  Pero no basta.  Porque la  sinonimia entre cuerpo y territorio está mejor documentada como precedente. Si tan solo hubiesen indagado en la “muestra fotográfica” de arte infractor en la  Bienal de Paris de 1982.  Es decir, las obras fotográficas de Marcela Serrano, en esa ocasión, le hubiesen sido más coherentes.  Incluso,  los trabajos de Catalina Parra  (Imbunches, 1978) y sus radiografías del territorio. 

No acostumbro a analizar las exposiciones por lo que debieran haber exhibido, sino por las condiciones contextuales que las hacen posible.  De todos modos,  la juntura de Elías Adasme con lo que tiene a su lado parece injustificada.  ¿Qué discurso podría sostenerla?  Solo parece un “guiño” innecesario. Fue una buena ocasión para descalificar las relaciones entre fotografía y performance en una coyuntura cuya temporalidad parece borrada.  Es decir, entre fotografía  -digamos, clásica- y su relocalización museográfica en las fronteras de un arte del registro de acciones corporales.



De todos modos, el segundo lapsus de esta exposición se ubica en la exhibición de las fotografías de los mutilados de la Guerra del Pacífico, que ha sido una “temática” ya trabajada por  historiadores y, sobre todo, por artistas visuales. Es el caso de Mario Soro, que puso en perspectiva estas fotografías en una instalación en el Museo de Bellas Artes, a propósito de ¡cuerpo y territorio!, enfatizando el vacío y la mutilación de los cuerpos de combatientes cuyo sacrificio aseguró  la adquisición  territorial.  ¿ese si que es un imaginario de lo irreparable!  Podría haber sido un momento de contrapeso con el trabajo de  Elías Adasme; haciendo mención, necesariamente, a la diferencia de treinta años entre uno y otro trabajo.

El problema con esta exposición es  que todo se vuelve homogéneo, porque no respeta un principio de restricción fundamental cuando se hacen exposiciones de este tipo: el efecto de código. A tal punto, que una fotografía, ya es toda la fotografía.

Lo que resulta es un gran acopio de imágenes  distribuidas con un “gusto museal básico” que, más allá del propósito de distinguirlas de acuerdo a un índice novo-mayorista, la realidad propia de la imagen hace que la propia exposición estalle en mil pedazos, proporcionando fragmentos para una legibilidad que la curatoría no puede controlar.  A fuerza de buscar una fuerza colectiva, terminó por privilegiar la pieza individual, porque el público, lo que va a buscar, curiosamente, es un reconocimiento reparador que se instala de manera directa con piezas específicas, desestimando el resto. 

Pero  lo anterior  tiene que ver con el consumo de la fotografía en Chile y es un capítulo para un estudio sociológico. No basta con citar ni a Bourdieu ni a Benjamin ni a Agamben.  Existe una realidad documentaria conformada por miles y miles de imágenes fotográficas que determinan clasísticamente la construcción de un imaginario nacional.

¿Nacional? Entonces, ¿qué, del territorio? La fotografía, por el solo hecho de “ponerse”, tecnológicamente hablando, inventa el paisaje de  acuerdo a la conveniencia política y fisiognómica del fotógrafo.  

¡Pero si esto es algo que Dittborn ya  enseñó a cómo desconfiar de estos efectos de código! Es cosa de revisar Fallo fotográfico (1981) y obras anteriores, donde declara de manera lúcida  que las “fotografías de cajón son las horas libres del pueblo chileno”. Entonces, de este modo impide todo regreso a la nostalgia  foto-minutera, re-produciendola como condición de  bajo consumo, sigún las pautas que instala Quintana en esa extraordinaria fotografía  que reprodujimos en la columna de ayer.

Ahora bien: donde la situación de articulación y “diálogo” resulta sorprendentemente inhábil  es  en la “juntura” de las fotografías de Mario Vivado con las de Antonio Quintana, que dicho sea de paso, está distribuido convenientemente en varias zonas.   Al menos, la curatoría enfatiza en el rol de Quintana en la constructividad de la historia de la fotografía, por sobre las determinaciones de Sergio Larraín, convertido en canon.  La verdad es que ya hace varios años he señalado la existencia de dos vertientes en la fotografía chilena contemporáneo; la primera, eisensteniana y hasta un poco stakhanovista, de Quintana; la segunda,  coincidiendo con la mirada del oligarca que regresa de la saturación que impone la clase de origen para ocuparse de la vulnerabilidad de los otros, Larrain. 

A estas alturas ni siquiera importa el título de las secciones. La imagen de una ¿performance? de las Yeguas conectadas a las manos abiertas de un campesino reduce en extremo la fiabilidad  en las conexiones arbitrarias, que  además de promover la  desnaturalización del soporte, borra las diferencias temporales y unifica  condiciones de enunciación que resultan inaceptables.   ¿Era necesario disponer esas fotografías en cajas de luz?  Y las manos abiertas,  ¿no remiten a la carátula de un disco de Víctor Jara de fines de los sesenta?  Esas manos construyen códigos  para una dependencia simbólica  cuya procedencia  se remonta a los rudimentos básicos de una historia del gesto bíblico.  De modo que la gráfica en dicha coyuntura construía la memoria de una izquierda ascendente y miserabilista; miserabilista porque había descubierto las ventajas del victimalismo representacional, para legitimar su ascenso.  Todo ya estaba reproducido. 




Tercera dependencia: el fantasma de un cierto arte contemporáneo que se aborda con un rencor mal disimulado  termina por traicionar la corrección política de la muestra. Estas fotografías resultan absolutamente innecesarias y logran perturbar, claro está, el aspecto sernatur  dispuesto a satisfacer las imposiciones de una obsesión didáctica, que rebaja toda dimensión liberadora  asociable a una exposición de fotografía.

Album de Chile es una prueba del poder de la imagen en la construcción de un imaginario curatorial.




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