lunes, 14 de diciembre de 2015

TEMPLO LAICO


En la columna en que me referí a una de las frases magistrales recolectadas por Camilo Yáñez del basural arqueológico de la prensa impresa, escribí de manera incorrecta el título de una lámina.  El nombre correcto es Nadar con tiburones es fascinante.  Lo más probable es que me haya dejado impresionar por la imposibilidad de nadar, en la piscina.  Ni para bañarse, ni para tomarla.  Entonces, lo que permanece es la fascinación por las palabras encubridoras.  
Según el Diccionario de la Real Academia,  fascinar deriva del latín “fascinare” y tiene tres acepciones: 1.  Engañar, alucinar, ofuscar. / 2.  Atraer irresistiblemente. /  3. Hacer mal de ojo. En La Tercera del domingo pasado,  Enrique Correa  realiza una operación de inteligencia  actuando como un sujeto que logra  satisfacer en un mismo discurso, estas tres decepciones.
Pasar  a la fascinación de nadar entre tiburones es una declaración que puede ser asociada a la necesidad de regresar desde la  Cultura  (tecnología de la natación) a la Naturaleza (asociación con la voracidad  criminal de los escualos).  Sin embargo, ésta es –por encima de todo- una Cultura.  Esta última define la condición de un regreso a los orígenes del pacto social, afirmado en su versión antagónica; es decir, nada hay más horroroso que nadar entre depredadores sociales.  La barbarie está escondida en el concepto mismo de cultura (Benjamin).  ¿No debiéramos reconocer en cada acto de voracidad, un acto verdaderamente político? ¿No podríamos hacer de un acto de veracidad, la base de una (nueva) política cultural? ¡No seamos (tan) estúpidos!

Lo que podría uno  preguntarse, a partir de los afiches producidos por Camilo Yáñez y sus expansiones murales, es ¿a que tipo de pensamiento pueden dar lugar estas imágenes de letra? (Imágenes a la carta).

¿Cuál sería su contribución al conocimiento de las relaciones entre imagen y palabra, como “falso problema” del arte chileno de los últimos cuarenta años? Camilo Yáñez, en esta saga,   se sitúa en la filiación dittborniana más eficaz, porque reproduce el punto de vista según el cual las imágenes y las palabras, juntas, forman lo que Didi-Huberman llama “una tumba de la memoria”, declarando de inmediato tres elementos en juego, que se combinan con las tres acepciones de la palabra “fascinante”: “Sabemos que toda memoria está siempre amenazada por el olvido, todo tesoro amenazado por el pillaje, toda tumba amenazada por la profanación” (Cuando las imágenes tocan lo real).  En la historia del arte reciente, manipulada  por las curatorías de precursividad, tenemos  que soportar el pillaje de  fuentes,  el olvido de  precedentes y la profanación  documentaria. 

Entonces, olvido, pillaje y  profanación de la lengua política pasan a ser el fondo semántico sobre el que Camilo Yáñez intenta rescatar la imagen de la palabra verdadera, en el terreno de la literalidad del inconsciente político chileno, que funciona como dispositivo de depuración. 
Hay una obra que hace función de argumento por inversión y que favorece la hipótesis de Camilo Yáñez. Hablo de Estadio Nacional, el video que  fue armado a partir de  dos cosas muy simples: una larga secuencia por la faena de desmantelamiento del Estadio Nacional (para habilitar su reforma) y una canción de Victor Jara (El niño Luchín) en la versión de Carlos Cabezas.  Imagen y palabra, marcando el espacio y el tiempo de la memoria. (Esta obra fue presentada en “L´envers du décor”, en Paris, en el Espace Vuitton, en marzo del 2010.  Y también, en Dislocación, en el Museo de Berna, por la misma fecha).  La brutalidad reformadora se asienta sobre la banda sonora de una “canción de cuna”, para redoblar su eficacia en la inversión del  sistema de arte local entendido como un “niño Luchin”, con el  muñeco de trapo  como antecedente de la disposición objetual en el arte chileno, ¿verdad? 



Mientras visito la sala CCU durante el montaje, Camilo Yáñez me habla –profusamente- de la obra de Jeremy Deller y del catálogo de su exposición El ideal infinitamente variable de lo popular (Madrid, México, Buenos Aires; no llegó a Santiago).  En éste,  Dawn Ades  escribe un ensayo -Las historias inglesas de Jeremy Deller-  donde reproduce el argumento del artista acerca de su trabajo que montó en la Bienal de Venecia del 2013 :  Admite haber utilizado la idea del pabellón en la Bienal como, según sus palabras, un “templo laico”: un espacio no religioso, no confesional, no sectario, pero con rituales
y alusiones sagradas y religiosas en la colocación de los objetos, la iconografía y la relación entre las salas”. 
Camilo Yáñez ha realizado una idea similar: hacer de una sala de eventos corporativos  que funge como sala de exhibición -como todo en el arte chileno,  nominando las cosas por inflación de la cobertura-; digo, hacer de todo eso un “templo laico”,  ordenado por el rito de la diseminación de la palabra,  como si se ordenara como un  fragmento de “historia sagrada”, que viene a recuperar la táctica visual que Gonzalo Díaz ensayara en su “batalla de Lonquén”, en diciembre de 1989. 
Lo curioso es que el día del arribo de los camioneros a Santiago, al salir de la Galería Gabriela Mistral, Mario Navarro me habló –también- de Jeremy Deller.

jueves, 10 de diciembre de 2015

HOMO VIATOR



En estos días se levanta la exposición de Eugenio Téllez en el MAVI.  Durante las discusiones previas al montaje, al ver las obras en el taller de Santiago,  realicé unas tomas fotográficas con el IPhone. En un costado, me impresionaron unos dibujos de sombras; mas bien, de hombres cuya sombra propia se excedía del campo que Téllez les había asignado.  La manera de organizar las fuerzas gráficas permitía definir el rol de estas zonas delimitadas, generalmente en la zona inferior de las pinturas.  Todo eso era una aproximación a la presión gráfica anotada como comentario al margen de la pintura.  En este contexto, era necesario proporcionarle a la pintura el espesor referencial para sostener  y soportar anotaciones en su propio campo.  De este modo, es posible retener  que en  Eugenio Téllez, el dibujo es siempre un dispositivo de persecución en el seno de una pintura que le debe a los procedimientos del grabado sus principales atributos.  



En la Escuela de Bellas Artes, sin embargo, el grabado era lo que menos le interesaba.  Había entrado, una vez, por equivocación, a la sala de grabado,  y había encontrado a unos personajes manchados de tinta que preparaban una plantas con la actitud de  un avaro contador auditor.  Cerró la puerta y no volvió a pasar por ahí.

Más que nada, ocupaba su tiempo en el taller que con su compañero de curso, Enrique Castro-Cid ocupaban en La Chimba y desde el cual se conectaban directamente con los poetas y escritores de la generación del 50. Por esta razón, ninguno de los dos  establece relaciones de  dependencias con los artistas-docentes de la Facultad de comienzos de los años sesenta.   La infraestructura de su enseñanza se levanta en el espacio literario, en la cercanía de Luis Oyarzún.  Esta es la estructura de  relaciones que  les proporciona una imagen adelantada en que la miseria informativa y el control endogámico los conducen a dejar el país, con la hipótesis de no regresar. 

Lo cual hace de Eugenio Téllez, de Castro-Cid, unos viajeros consecuentes y complejos, que no están dispuestos a caer en la trampa del hijo pródigo.  De algún modo, destruyen la subordinación pánica de “lo natal”.  Por eso, elaboran  el desarraigo y el desplazamiento como prácticas habituales de quienes, simplemente, se ha puesto en  marcha, sabiendo que no hay regreso.

Eugenio Téllez se instala en  Paris en plena Guerra de Argelia.  Eso hace la diferencia con todo. No es lo mismo estar allí, luego,  en marzo de 1962, cuando se firman los Acuerdos de Evian.   En este momento,  Balmes y sus amigos del Grupo Signo exponen en Madrid.  Esto no es anecdótico.  Ese año,  Sartre escribe el prólogo de Los condenados de la tierra.  Fanon pasa a ser un contra-y-seña.  La revolución argelina y los movimientos de liberación pasan a ser un referente de intercambio que redefine la búsqueda de una identidad artística.  Aunque de inmediato se hace evidente la contradicción interna de la historia de dichos movimientos. La historia está hecha para ser repetida, como tragedia, como farsa.  En todo viajero que porta consigo los afectos de la ruptura con el Natal se aprende lo que significa ser carne de cañón.  Por eso, es preciso entrar en estas consideraciones para dimensionar su trabajo y conectarlo con el momento de la partida. 





Eugenio Téllez  permanece en Paris trabajando con Hayter, directamente,  primero como “massier” (aprendiz y asistente) y luego como  coordinador general del taller. Es allí donde recibe  a otro joven chileno que se ha inscrito en el taller: Juan Downey. A los dos años, este  último se traslada a Nueva York.   Luego, al cabo de un tiempo, Téllez se convertirá en profesor visitante en la Universidad de Illinois.  Desde Chicago visitará constantemente Nueva York y conocerá de cerca la escena  a la que se aproximan  Castro-Cid y Downey. Estamos hablando de la segunda mitad de los sesenta y los tres mencionados  trabajan con  la galería Fagen.

Luego Téllez se instala en Montreal y recupera el contacto con artistas quebecquois que había conocido en Paris.  ¿Por qué menciono esto? Al escribir el texto para el muro de ingreso en el MAVI,  pensamos –ambos- en la palabra Dieppe. Era otro santo-y-seña que iba más allá de un hecho bélico en el que una nación entera  resiente  el vacío a flor de piel.  La  obra de Téllez se ha construido siguiendo el rigor  del desembarco en playas hostiles. En los setenta convirtió su pasaporte en un cuaderno de dibujo, para consignar  las últimas líneas de  repliegue de  cuerpos a los que se  les sustrajo  el derecho de figurar  la historia.  Desde ahí reproduce para nosotros las sombras del combatiente interminable, cuyo cuerpo yace (siempre) tendido en la memoria como playa o como estepa.   

Mientras comienza el desmontaje, me obsequia  la traducción francesa de la novela de Theodor Plievier, Stalingrado, subrayada y anotada por él mismo.  Es decir, dibujada en los márgenes.  Entiendo el por qué  de las sombras propias en las pinturas que he mencionado al comienzo; porque además, poseen un alcance suplementario en relación a los límites del esfuerzo humano, por un lado, y por otro, a lo que significa el cuerpo representado en una situación también límite, que es la de un ejército en desbandada, que anticipa el derrumbe del Estado que lo sostiene.

Desde los primeros capítulos, el relato del trabajo de la compañía de castigo, encargada en enterrar a los muertos recogidos en las trincheras y en medio de la estepa, congelados, cubiertos de barro, de sangre y de excremento,  hasta la constatación de las manchas grises recortadas en la bruma, caminando como sombras en el espacio de la indiferencia objetiva de la derrota,  son elementos que en la pintura de Eugenio Téllez se verifican como  sobrevivencias de  máquinas de guerra que ya funcionan solas, para si mismas,  operando sobre las ruinas como destino.  Pero bajo la condición de una humanidad arruinada, en la que es posible acoger  la textualidad de un gran poeta, metamorfoseada por la imaginería del traficante de armas.   Frente a esa condición del conocimiento de la historia, no cabe más que la figura del pintor frente a una tela instalada sobre el caballete ortopédico, pero en la que su cuerpo no es más que la sombra de si mismo, coincidiendo con la regulación del calce entre referente y diferido.


miércoles, 9 de diciembre de 2015

SISTEMA DE FILTRADO


Camilo Yáñez sigue trabajando en el montaje de la exposición cuyo título todavía desconozco. Manejo la situación desde la exposición en Espacio H. Así, percibo que la serie de láminas se enfrentan a dos muros, en ángulo, donde se reproduce tres palabras, invertidas: Sumergidos en paradojas. Todo en alta; en  berthold akzidenz grotesk, una familia anterior a la Helvética.  Esto señala una expansión, desde el papel impreso al muro pintado. Es decir, desde una plataforma de condensación de primer nivel, hacia una superficie de recepción de segundo nivel, donde la condensación se ha comprimido aún más, paradojalmente  -valga la redundancia-  para expandir el sentido. Lo cual remite a la dependencia de uno de los enunciados de las láminas: Es fascinante nadar entre tiburones.  Lo que supone, por cierto, la existencia referencial de un medio acuático cerrado y un depredador que se encarga de quienes no cumplen con las reglas fijadas por los operadores-de-acuario.  Esto es, un espacio de re/creación del discurso, en el que cada frase consignada por Camilo Yáñez revela el proceso de homogenización del enunciado, independiente de la intención ajustada.  El habla es recolectada desde el campo impreso para ser revitalizada desde su exclusión y transporte hacia un campo para el que solo cumple roles de sustitución representativa.  Siendo éste el “verdadero” carácter  de este proceso,  mediante el cual, Camilo Yáñez se convierte en ropavejero del lenguaje literalmente ordinarizado  por la clase política. Lo que estos  muros sostienen, entonces, es un  condensado   estado de excepción.

En medio la sala de piso de  baldosas de granito Camilo Yáñez ha dispuesto una piscina de proporciones razonablemente domiciliarias, a la que todavía no le monta una jaula metálica destinada a aislarla del público.  La razón no es de seguridad laboral o para proteger a los visitantes, sino para declarar la prohibición manifiesta de su acceso; como si dijera “esto que está aquí, al alcance de la mano, no es para ti”.  Esa agua no sirve ni para beberla ni para bañarse, sino solamente para observar cómo circula, gracias a un motor eléctrico del que depende la fuerza de su movimiento interno, en un flujo que autoriza su propia auto-reproducción. 

Esta piscina es, en verdad, un modelo de funcionamiento del parlamento, que funciona gracias a una bomba de filtración –sinónimo de mesa de trabajo-,  encargada de absorber  la pulsión social acuática contenida  en la piscina, para convertirla en proyecto de ley,  conduciéndola hacia el sistema de filtrado  del partido y de las comisiones parlamentarias, para que el discurso de entrada sea  depurado.  Por esa razón,  es preciso  tener en cuenta cual será la  potencia disponible y comprobar que sea el mecanismo de filtrado  que necesitan los acuerdos de sala  para funcionar correctamente.  De este modo,  la piscina opera como proceso de depuración de todo discurso posible en el trabajo de licuar la conflictividad social. 

En la piscina hay nada. La amenaza de la palabra tiburón no tiene efectividad alguna. La reja de separación protege a quienes pueden alcanzar las condiciones mínimas del financiamiento que permite la operación del dispositivo.  Los operadores hablan de liquidez. Pero toda liquidez debe quedar consignada mediante un procedimiento de traspaso.  El agua depurada, finalmente, expone condiciones de transparencia que afectan la percepción de los objetos lingüísticos sumergidos en sus impropias paradojas.  De ahí, la inversión de la frase pintada en el muro,  activando la  reforma  geométrico-modernista  de la-chacón-corona,  desnaturalizada en su  traslado técnico básico.

De todo esto existen fundados antecedentes para relacionar esta pieza con obras anteriores, que denotan la existencia de un sistema de trabajo ya probado y que se ha consolidado.  En el envío chileno a la Quinta Bienal del Mercosur (2005) Camilo Yáñez participó con una pintura que resulta ser un antecedente ineludible para el montaje de hoy.  Para efectos de conocimiento cercano reproduzco esta obra, en la que los cuerpos están presentes y movilizados  de manera directa,  sosteniendo un gran lienzo al que Camilo Yáñez ha sustituido la consigna en provecho de un emblema cinético.  Este es el signo que hace falta en el arte chileno, ya que no asegura la existencia de una franja geométrica significativa, pese a las operaciones de inflación curatorial de estos últimos tiempos.  La ausencia de tal tendencia cubre con su racionalismo ilustrativo  lo expresado mediante la letra como deseo inacabable. De este modo, diez años después, la figura humana ha sido deportada del espacio gráfico para dejar –complejamente- a la vista y paciencia  (de la ciudadanía) las señales de su retracción.  La letra –en su figurabilidad- ha pasado a ocupar el lugar del cuerpo, en la refriega por el dominio de lo público. 


martes, 8 de diciembre de 2015

MURALISMO LETRISTA



Generalmente, se espera que la crítica aborde las obras una vez que estas han sido expuestas. Asisto al montaje de la exposición de Camilo Yáñez en Sala CCU.  Hace unos meses visité la faena de su montaje en  Espacio H.  Enrique Correa no había dado su entrevista en La Tercera todavía. Las frases escogidas por Camilo Yáñez y descontextualizadas para ser convertidas en enunciados interpelativos de arte se validan hoy día en su carácter anticipatorio.  Enrique Correa no es una persona singular, sino un significante político.  La sola  expresión de su deseo posee proyecciones monumentales que modifican el estatuto del documento en la historiografía chilena.   Correa no escribe; es un flatus vocis.  Otros imprimen por él/para él. 



En alguna ocasión ocasión pensé que  su habla era tan solo  el síntoma encubridor  de la política chilena en su máxima expresión. Me quedé corto.  El regreso del miedo es el título de la exposición de Camilo Yáñez en Espacio H y alude a la re-visibilización de la interpretabilidad que Correa instala como necesidad de una razón de estado católica; que es su definición original. 

Camilo Yáñez pensaba, en todo caso, en el regreso del fantasma de los camioneros golpistas, que la izquierda corporaliza a su conveniencia cuando demuestra su ineptud y debe recurrir al mito, a la poesía, y a los muertos para  blanquear su presente.  De esto, los que operan el negocio de la memoria, no hablan, ni van a hablar.  Para  promover la impunidad de su acción,  en el límite e alfabético del estupor, promueven  el texto de Todorov sobre los “usos de la memoria”. 

La obra de Camilo Yáñez  en Espacio H  reivindica el serigrafismo “de antes”, cuando se forjó el rito de la frase que mató a Félix Maruenda: el pueblo tiene arte con Allende.  Sin embargo, Camilo Yáñez hizo tributo a un enunciado balmesiano básico y se cuadró con el efecto manuscrito de la pintura  NO (1972).  Ese cuadro fue pintado como un homenaje al letrismo brigadista; es decir, el brigadismo originario, desnaturalizado por la figuración narrativo-ilustrativa de un programa de gobierno.  Camilo Yáñez se remonta a los orígenes de la propia impostura de la pintura manchística, al hacerse figuración de la letra muralizante, que de hecho, proviene de un afiche serigráfico producido un año antes y cuyos términos se exponían mediante la frase No a la sedición.


Sin embargo, la letra, en Camilo Yáñez no es manuscrita, sino  tipográfica.  Ni Dittborn pudo sacarse de encima el (d)efecto simbólico de la letra manuscrita; solo que la hacía escribir por otro. Esa distancia es la que construye la posición del perverso que goza con el diferimiento de la letra.  Leppe en cambio, en esa coyuntura, ponía el cuerpo de la letra.   No, no. Ponía su cuerpo en condición de letra; es decir, el inconsciente-a-la-carta.  Que como todos los académicos  saben,  no hace más que manifestarse como letra volada.

Por eso, en el  texto que escribe Manuel Vicuña para presentar El regreso del miedo, parte  haciendo referencia al cuento de Poe: La carta robada.  Obra a la carta, diríamos. Para señalar la reversión y la inversión del documento, a través de su escamoteo.  Correa opera el espacio político como Dupin,  forzando la resistencia de todos sus colegas de partido y de empresa; es decir, de la empresa del partido que se trasvistió en partido de los empresarios (industriosos) que (la) saben  (donde) poner (la plata).  De ahí que la letra impresa asuma el carácter de una “letra calada”, donde los recortes del contorno definen la tolerancia expansiva de la tinta.  Curiosa referencia a la eyaculatividad de la letra que figura, primero, como la mancha  decisiva  sobre una sábana/sudario.  Y por esa vía, el traspaso que hace Camilo Yáñez  está pensado para dialogar con Balmes y Dittborn, de manera  a poder recupera las filiaciones tecnológicas de los dos sistemas que construyen la Facultad “de entre los años 62 y 73”; a saber, el “sistema gráfico” y  el “sistema pictórico”. 

Camilo Yáñez imprime la letra, pero la saca de la condición de nota al pie, para  convertirla en el cuerpo mismo del enunciado gráfico, aumentando el tamaño de su cuerpo y reforzando su carácter.  Sin embargo en el borde inferior escribe como lo haría un grabador,  para señalar  con lápiz grafito la procedencia de la frase y la firma de la lámina para atribuirle el estatuto de prueba-de-artista y  fijar las dependencias  formales de la  política de los enunciados. Cosa que enervaría a Dittborn, patrón del diferimiento.  Sin embargo, Camilo Yáñez  hace que las frases se despeguen de las portadas de los periódicos para que puedan ser remitidas  a su condición de origen: el panfleto hugonote. 

En la exposición de Sala CCU,  el conjunto de serigrafías que bajo el título de El regreso del miedo  abre la muestra, ya fueron presentadas en Espacio H y están presentadas  como el cabo que dejó suelto  Camilo Yáñez para poder amarrar este otro “asunto”, que consiste en trasladar desde el exceso de letra  solo dos palabras,  a título de absceso gráfico, para sostener el homenaje implícito al letrismo de Balmes. 

La muestra será inaugurada el viernes 11 de diciembre.


lunes, 7 de diciembre de 2015

REPLAY


En la entrevista a Iván Navarro, La Tercera publicó una fotografía de una visita de niños a su exposición. Ante la acusación de que la crítica no se había manifestado sobre este evento, el diario responde por anticipado y le fija al artista el marco para sus respuestas. Los niños son el público privilegiado en la estrategia de formación de audiencias del Centro de Arte  de Corpbanca/La Tercera. Lo que explicaría por qué en la cadena de la  competencia, no hubiese aprobación crítica suficiente.  Lo que propone  el diario desde la partida es que los niños dicen la verdad, por lo tanto, tienen razón sobre la crítica.   Operación básica.

Si se trata de verificar la eficacia de las descripciones y comentarios sobre su exposición en Corpartes, hay que remitirse sin más a los textos de Waldemar Sommer y Alejandra Villasmil.  Ahora, en relación a RELAY, hay que buscar el folleto al que me he referido.  Ni siquiera me llegó desde Santiago, sino que lo recogí en una galería en Valparaíso, cuando fui a participar en la mesa redonda de La Sebastiana en Homenaje a Pasolini.  ¡Cuestión de fortalecer los debates reales del arte chileno! Hay que hablar, mejor, de Pasolini.  

De todos modos, debo mencionar que este folleto y esa obra allí mencionada poseen un antecedente sobre el que nunca hablé.  Debo remontarme a marzo del 2010,  a la exposición en el Espace Vuitton, en Paris.  Estuve allí. Muchos hubiesen deseado que no estuviese. Pero estuve. Lo lamento.  Allí, Iván y Mario Navarro presentaron una pieza que me cargó.  Era como llevar agua a Venecia.   No sé si me explico.  Pero como siempre lo he discutido, hay obras malas realizadas por grandes artistas. Y en la trayectoria de un artista, siempre encontraremos obras malas. Lo cual no disminuye ni mi respeto ni mi admiración por los mencionados. Era una obra denotativamente política y no debía dejar de interesarme.  Por cierto que no. Yo sabía de todo eso: es decir, del modelo francés de la guerra psicológica,  de la guerra de Argelia, de la OAS, de la fuga de sus miembros relevantes a Sudamérica, de la participación de los franceses en la teoría y práctica de la contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, etc. 

Sin embargo, la pieza me pareció fallida. Aún eso, es opinable. Digo,  mala. Torpe.  A escasos metros de allí, en el Petit Palais, Boltanski hacía el montaje que luego trajo Beatriz Bustos al MNBA el año pasado. Pero regreso al Paris del 2010. Me fascinó  “el tema” de la obra de Iván y Mario Navarro. Pero eso no basta.  Guardé silencio. No insistí. Me resultaba evidente que hay silencios que son elocuentes.  Incluso, pedagógicos. Lo que no me quita el valor ni la precisión crítica para referirme a otras obras de ambos, por separado.  Sobre todo, porque  este año de 2015, mientras Iván Navarro exponía en Rosario Norte, yo escribía el ensayo sobre el montaje de Mario Navarro en la Alameda.  O sea, en Galería Gabriela Mistral. Una exposición difícil y compleja, totalmente refractaria, sobre la que nadie ha querido decir absolutamente nada.   ¿Es preciso que alguien se queje por eso?  No corresponde.  Hay que dejar que el tiempo de la exhibición cuaje y demuestre a los idiotas lo que debe ser demostrado.

Recuerdo que el día de la mesa redonda en Gabriela Mistral  fue el arribo de los camioneros de la Araucanía.  Era el regreso del miedo. Cada cual produce el miedo de su conveniencia. Mientras debatíamos –en un país donde no hay debate de arte- veíamos cómo los camiones circulaban por la Alameda y comenzaban los primeros disturbios.  Un camión transportaba a otro camión, quemado. Sobre la plataforma, el despojo, la prueba de la ausencia del Estado de Derecho. No exageremos. A juicio de no pocos agentes del campo artístico, bien merecido se lo tienen, por pinochetistas. Al final, los hechores de los incendios en la Araucanía satisfacen la realización de deseo de los artistas. Los camioneros querían, a su vez, reemplazar a la Pequeña Gigante y al Tío que se la sentaba, a vista y paciencia. Pero no pudieron. Su espectáculo no tenía visa y no estaba garantizado por Santiago a Mil.

Tuvimos que terminar rápido el debate para poder salir a tiempo y no quedar atrapados.  En Rosario Norte lo único que lo puede  atrapar a uno es el taco que se forma a la salida de las oficinas, en esas sedes corporativas donde se organizan variadas y diversas colusiones, incluyendo las informativas.

Pero dije que me iba a referir al folleto de la obra en el  campus de la Andrés Bello. Eso venía de una investigación que Iván había realizado, desde su conocimiento del  extraordinario libro de Marie-Monique Robin, Escuadrones de la muerte: la escuela francesa, que dio origen al documental del mismo título en que se describe los métodos empleados por las fuerzas de seguridad argentinas durante  la  “guerra sucia”  de 1976 a 1982,  basados en las técnicas que los  militares  franceses  emplearon durante la batalla de Argel.  Quienes ya éramos lectores de Los condenados de la tierra en 1970, sabíamos perfectamente lo que esta batalla había significado para la elaboración de los principios de la guerra psicológica.   Desde ahí en adelante  comenzamos a conocer los nombres de Trinquier, Lacherey, Aussaresses.  Todo bien. Esos nombres están en el “guión”.

En el folleto RELAY, el curador de la muestra de Rosario Norte escribe una introducción sobre la obra para el Campus Bellavista, muy interesante: Actos inermes, actos impunes. Lástima: no tuve el placer de conocerlo. No me fue presentado. Es que nunca estuve considerado en esa política de comunicaciones.  Todo bien. Solo que me incomoda recibir lecciones refritas.  Ya. Estoy hablando de la dislocación de los nombres como sustracción del carácter de una ciudadanía. Cuestión de saber de qué modo los nombres no corresponden a la designación de los cuerpos. Pero eso es todavía alargar de manera interminable la rentabilidad asociada a los acontecimientos que no dejan de durar.  Al final,  el texto es mas elocuente que la obra y  podría haber sido publicado como separata en Punto Final, que es la revista que  publicó en forma de separata el manual del guerrillero de Carlos Marighela en el mismo momento que comenzaba a ser construida la Remodelación San Borja.

Por cierto, la obra resulta ser un buen ejercicio que pone en situación la condición vestimentaria en su rol de  soporte de letra.  Eso es. La letra luminosa, en bucle, para hacer visibles palabras claves (etiquetas) y demostrar la existencia restringida de un universo significativo. Paulo Freire en Central Park.  Maravilloso.  Una letra ominosa, que recuerda la magnífica exposición de Iván Navarro en Matucana100, que tanto molestó a prominentes agentes de la crítica chilena con conexiones de  diversa magnitud en el mundo anglosajón y que le reprocharon todo esto, ya.  

En este folleto me agradó encontrar  ese tono antiguo de propaganda de los años setenta, con el grano grueso, como si estuviera impreso en serigrafía.  Considero que es una buena táctica gráfica para des/localizar las presentaciones del trabajo.  Pero la hipótesis del curador debiera ser puesta en relación con la pieza teatral de Ariel Dorfman (La muerte y la doncella), que aborda una problemática que fascina en el mundo anglosajón, que es para quien finalmente son producidas estas obras.  Los relatos de las cosas, a veces, son más eficaces que las obras. Aunque la visualidad garantiza su inscripción en un imaginario que las legitima como expresión ineludible del dolor que la constituye.

Nosotros, afectados gravemente por el síndrome de la localidad, no alcanzamos a comprender la proyección universal del problema y seguimos empantanados en la dupla “ni perdón ni olvido”, porque es en esa frase herida, en esa herida de la f®ase, que mantenemos a distancia la irremediable certeza de que todo eso, puede volver a tener lugar, pese a las colusiones de Brodsky  en el negocio de la memoria.






jueves, 3 de diciembre de 2015

CAZADORES DE PRECURSIVIDAD


En 1990, Ivo Mesquita me invitó a un coloquio, en Sao Paulo. Fue el año en que conocí a Marcelo E. Pacheco. Pero también fue la ocasión en que escuché la conferencia de Bruce Ferguson en la que sostuvo la hipótesis del museo como un acto de habla. Buscando más tarde las trazas de esta conferencia, me crucé con un ensayo de Florencia Battiti, cuyo título prolongaba la perspectiva de Ferguson: Las exposiciones como forma de discurso (Revista de Instituciones, Ideas y Mercados No 59 | Octubre 2013).  Transcribo, para los efectos inmediatos de esta columna, un fragment del abstract: “En este trabajo exploro la idea de que las exposiciones de arte no guardan únicamente relación con la historia del arte sino que, al inter- venir en el ámbito público, se transforman de inmediato en una toma de posición y, por ende y aunque en sentido amplio, en un acto político. Para tal fin, realizo aquí un breve e incompleto punteo de problemas a tener a cuenta, con la intención de esbozar algunas preguntas sobre cuestiones que considero deben ser planteadas desde la perspectiva de los espacios públi- cos que articulen discursos sobre arte y memoria”. 
Hace dos semanas, nuevamente en Sao Paulo, encontré en una traducción portuguesa  un libro de Hans U. Olbrist, Caminhos da curadoria.  No es igual que el libro de entrevistas que editó la UDP. Sino que es un libro escrito por él mismo,  lo cual lo compromete de otro modo. El problema al leer a Olbrist es que en Chile,  “todos” quienes sostienen diplomados sobre el tema o proyectan grandes modificaciones en la estructura ministerial de la cultura visual, aspiran a jugar un “rol de suizo”  en la organización del campo local, que es casi lo mismo  que “hacerse el sueco”. 
Enfin.  Obrist pone las cosas en una buena formula: una exposición es una forma de producción de conocimiento.  Regreso a Florencia Battiti para  repetir en Santiago la siguiente  idea: “El curador/a de una exposición es, entonces, aquel que ejerce una práctica deslimitada –en tanto no requiere de título habilitante para ser ejercida y no existen coordenadas estables para definir su accionar– deviniendo un relevante actor social dentro del campo artístico que genera producción de conocimiento pero que también despierta suspicacias en relación al alto grado de visibilidad de su accionar y, en ocasiones, a la concentración de poder que encierra su figura”.
Es necesario repetir estos conceptos, en momentos en  que connotados curadores locales montan operaciones que no significan producción alguna de conocimiento, sino que son inducciones  de mitos  programadas en la total impunidad de una protección institucional, manejando mañosamente la historia.
Una de las herencias del MNBA ha sido, justamente, permitir y celebrar este manejo que, a final de cuentas,  ha terminado por formalizar  una extraña práctica que consiste en  castigar la colección, bajo la excusa ladina de un tipo de  interpelación “contemporánea” que  no ha asumido el efecto de la violencia simbólica ejercida.
Así como unos historiadores oficiales siempre encuentran a un émulo cubista, otros se dedican a rescatar a geométricos invisibilizados, que exponen  como héroes tardíos que habrían sido –supuestamente- maltratados por la historia. Ha surgido la figura  del rehabilitador de segundones, teniendo como efecto directo el aumento de los precios.  
A lo anterior, se agrega la actividad asociada de buscar precursores aún “no descubiertos”, destinados a “remecer”  la historiografía. 
Entonces, siempre aparece un proto-conceptual que habría sido enviado a una provincia por una decision estratégica de un proyecto de universidad nacional que le habría encomendado la mision de anticipar desde la periferia el arte correo, la poesía letrista y  (hasta) las aeropostales. 
Hay toda una costumbre que se ha instalado destinada a “inventar” artistas  que han ocupado segundas líneas en pretéritos procesos académicos, pero cuya familia posee cajones de “basurita gráfica” que ilustran fácilmente su des-ubicación estructural en la escena, pero que son convertidos en “tesoros humanos vivos”, testigos directos del ascenso y caida de la Utopía.  Porque al final de cuentas, lo que les importa  a estos curadores es demostrar que la historia chilena del arte es expression del decaimiento de un  cierto Espíritu del Siglo que ya fue definido y que al cual deben rendir cuenta académica, como si tuvieran que cumplir la mision de su mandato restitutivo. Mejor todavía si estuvieron en la lista de artistas cuyas obras decoraron el interior y los espacios de acceso y de función del edificio de la UNCTAD III,  promovido al rango de instancia maxima del arte integrado y expresión suprema de la política del arte durante la Unidad Popular. 
Este modelo de inducción mitológica fuerza impunemente las fuentes y utiliza comisiones ministeriales y asesorías de gabinete para legitimar fabulaciones de corta rentabilidad académica.  A estas alturas, en el país museal, no hay producción de conocimiento. No hay “actos de habla”, sino pactos de ventriloquía.
Estos productores de revisionismo express recurren al vacío que ha dejado la retracción de Balmes de la vida pública, para colmar este hueco con los relatos de quienes (siempre) ocuparon un lugar sub-alterno en el periodo de la reforma universitaria “de la Chile”. En este plano, curadores e historiadores muy responsables  de lo que digo  han ido a tomar literalmente  sus voces para acomodar un discurso que los inscribe como cazadores de precursividad, porque la historia de validación de los artistas más significativos de los años ochenta no les ha dejado ningún nicho académico que explotar.


miércoles, 2 de diciembre de 2015

LA CRITICA JUBILADA


En una entrevista en  La Tercera, nuestro querido y respetado Iván Navarro  me ha puesto en el mismo saco que Galende y Richard y ha sostenido que ya  abandoné totalmente la crítica,  que estoy  jubilad,  que hago la pega cuando me pagan, pero no por una pasión hacia el arte o por generar un debate real.

Cundo uno lee semejantes declaraciones no hay que mostrar sorpresa, sino pensar más bien cuál es el objeto de semejante ofensiva.  ¿A quien le sirve? ¿Qué alianzas andará biscando en la escena interna? ¿A quien está enviando una señal? Etc.

De todos modos resulta  un tanto complicado  sostener estas afirmaciones  cuando fui el curador responsable de su presencia en la Bienal de Venecia del 2009 y sobre todo, cuando edito en la actualidad tres soportes editoriales digitales en los que sostengo  de manera autónoma,  un  debate real sobre las cuestiones que más nos ocupan en el terreno del arte, de la crítica institucional y de la crítica cultural.  Eso, para empezar.

 ¿Jubilado? Esta referencia resulta ofensiva en términos laborales, en una escena en la que resulta muy complejo sobrevivir en las condiciones de autonomía en que  se desarrolla  mi trabajo.

¿Hace  la pega cuando le pagan?  Esto no debiera merecer comentario alguno.  Pero lo haré. Mientras él exponía en Corpartes, yo trabajaba, como todo el mundo.   Iván Navarro no paga mis cuentas.   Pero lo más grave es que me  pone en la posición de un crítico vendido.   ¿Cuál era su propósito?  ¿Realmente dijo eso? Seguramente la periodista lo malinterpretó.

Por otra parte, es lamentable que Iván Navarro, con todos los éxitos y una carrera promisoria por delante,  no haga distinciones y reproduzca  las operaciones habituales  de aniquilamiento mediático de mi trabajo. Pero bueno. No estamos aquí para recibir medallas sino para cumplir con nuestra propia pasión por la escritura.  Solo que no hay que dejar pasar estas curiosas y comprensibles observaciones.

El malestar de Iván Navarro reside en que la crítica no-periodística no  dijo nada sobre su exposición.  Por su parte, la crítica periodística le dio amplia cobertura y sus intervenciones fueron cubiertas exitosamente gracias a un extraordinario plan de comunicaciones.  ¿Qué faltaba? ¿El saludo ventrílocuo de la (otra)  crítica? ¿La crítica de exaltación ditirámbica?  Difícilmente.   Este malestar tiene que ver con la representación que el propio Iván Navarro se hace del poder que ejerce sobre la escena  chilena actual.  No ha podido, aún,  ni dominar a la crítica oficial universitaria ni a la crítica independiente, toda ella, editada por Metales Pesados, que pasaría –entonces- a ser como una editorial para jubilados.  Ha podido dominar, sin embargo, las expectativas de no pocos emergentes que no dirán absolutamente nada en mi defensa; por ejemplo.  Para no quedar mal. ¿Cómo se llama eso?

En definitiva,  lo que se juega es un momento de  poder: es él quien busca fijar el momento del comentario.  La crítica (otra)  no escuchó siquiera sus demandas.  Lo lamento por él.  ¿Es Iván Navarro quien determina el carácter del debate local?  ¿En qué medida, su obra, genera debate local? A lo mejor,  no lo genera.  Cosa que no me parece para nada grave.  Su obra  está en un debate global, al que no accedemos, en el que no participamos, porque  desconocemos los pormenores locales neoyorquinos de la relectura del minimalismo.  Entonces, ¿para qué haber organizado esta exhibición? ¿Cuál era su necesidad para la escena interna?  ¿Necesidad de Corpartes de contratar a un artista que le proporcione el prestigio que no ha alcanzado todavía? Sin embargo, Corpartes no es el MNBA.

Porque el MNBA es como El Mercurio; es decir,   instituciones que “hacen existir”. Esto se llama, hablando en marxista, ideología.  Es así como funciona. Y eso, ¿qué le puede importar a Iván Navarro?  Más aún, cuando en El Mercurio del 23 de agosto, Waldemar Sommer le dedica una exclusiva y elogiosa columna, donde lo sitúa en una misma línea que Dan Flavin y Alfredo Jaar.  Sin olvidar, por cierto,  el encomiable y detallado artículo que en Artishock  del 4 de agosto  escribe su joven editora, Alejandra Villasmil.  Es decir: ¿qué más quiere? Lo tiene todo. Menos, al parecer, la escritura de la “crítica jubilada”.

En el mes de octubre  me llegó a las manos un folleto de su intervención en el campus creativo de la Universidad Andrés Bello.  El folleto al que me refiero hace estado de un trabajo: RELAY. Comprenderá Iván, que en este terreno del arte y de la política, hay situaciones que superan de manera superlativa lo que una obra de arte pudiera llegar a decir, si se la pone en relación con –por ejemplo- la visita  de Gloria Quintana a propósito de las declaraciones de un exconscripto que ponen en crisis la versión oficial del Ejército sobre el crimen que sabemos.  La comparación es injusta, pero es real.  Pero configuran la diversidad de estratos con que se conecta el espacio artístico.

Las declaraciones de Iván Navarro respecto de la crítica, pero en particular, de mi posición en la crítica, son injustas, pero reales.  Es decir, hay que leerlas en el nuevo panorama de la escena en el que Iván  se ha propuesto intervenir,  para redefinir  sus coordenadas, buscando unas alianzas  que reprogramen su pertinencia local.  Lo único posible, ante esta situación, es cuidarse de los (d)efectos de sus palabras y reconfigurar las cadenas de complicidad formal que permitan sostener los términos de un debate sobre los efectos de la electricidad en la consistencia política del “soviet” que nos corresponde.