Las imágenes impresas
han sido mis primeras “sagradas escrituras”. Me refiero a la existencia de un
texto fundador que ha sido instalado por la cultura teologal como una ficción
de origen que sanciona un procedimiento de trabajo. Eso es: protocolo y duelo.
Lo que se pierde (necesariamente) por un lado, se recupera (innecesariamente)
por otro. Luego de la utilisima “santísima trinidad” formada por Saint Louis,
Elisabeth d´Autriche y Guillaume le Conquérant, doy acceso a dos antecedentes
que autorizan la primera eficacia del método analógico, a saber: la fotografía impresa de los cuerpos de los
sujetos asesinados por el FLN (Argelia) arrumados en la plataforma de un camión
militar, y la fotografía impresa del
velorio de un pescador desaparecido en el mar, cuyo traje dominguero ha sido
extendido sobre una mesa del comedor, en medio de la vivienda.
En los cuatro ángulos de la mesa hay candelabros
con velas encendidas. Pero mi recuerdo ha sido fragilizado por otras tantas
referencias que le restan singularidad a la escena. En verdad, no se trataría
de velas sino de lámparas eléctricas que simulaban candelabros. Una escena de
estas aparece descrita en “El mocho”, la (última) novela de José Donoso, donde
aparece el relato del cementerio sin muertos. Debo señalar que (exactamente) en
la misma época en que me enviaban a la oficina de castigo en el colegio
francés, conocí ese cementerio. Los restos del pescador desaparecido jamás eran
recuperados. La comunidad velaba su traje dominguero y lo introducía en una
urna pequeña, de niño, y lo enterraba en el borde de un acantilado, con la cruz
mirando el mar. Lo “hacían pequeño” para devolverlo al origen. La economía del
duelo terminaba por fundamentar una acción corporal que carecía de público cooperante; es decir, de aquel
que comparte los códigos que rigen la especulación posicional en la fábrica del
arte contemporáneo.
La dudosa autoconsciencia de la historia del
arte en Chile depende de la separación que haya logrado reconstruir la
especulación señalada, para sindicar el valor institucional que adquiere la
delimitación formal de una escena y su reconocimiento como “escena (conyugal)
de arte”. La mayor de las amenazas institucionales consiste en decir “¡te voy a
hacer una escena!”. Esta fórmula, recuperada por Jorge Sepúlveda en sus
estudios de intervención de escenas locales apunta a reconstruir cuales son las
condiciones míticas y rituales de pertenencia a círculos de crítica florida, regidos
por una promesa incumplible. Al final,
todo se resuelve con la oferta de un par de cursos en una escuela y la promesa
de unas curatorías en instituciones secundarias.
Sin embargo, regreso a la comunidad de
pescadores que no fue configurada por la crítica para suplir funciones de público cooperante. La eficacia en
contrario se consolida cuando una escritora se quema los antebrazos en las
rejillas de la cocina y se tijeretea el pelo como tiñosa, al ser claudicada por
una escena-de-celos. Es aquí donde se
establece la frontera constituyente, cuando un acto histérico es re/elaborado
para ser simbólicamente rentabilizada por profesionales del ramo, que ya se han
dispuesto a operar como garantizadores de la singularidad excluyente de una acción,
que debe cumplir con el protocolo garantizado para ser invertida en acción de arte.
El registro fotográfico de la puesta-en-escena
de los efectos de la escena-primera (y primaria) será, no solo testimonio probatorio,
sino más aún: le será otorgado el estatuto de obra plástica, en plena disputa
por la representabilidad del cuerpo doloroso de la sociedad, definida para
dichos efectos, como zona-de-dolor.
Respecto de esta construcción de público cooperante, un artista eminente,
de los más respetables por la pulcritud de sus gestos, ya verán, se me acerca
para hacer el comentario siguiente: “no hay performance
más feroz que levantar por las axilas el cuerpo tibio de tu padre para vestirlo”.
Pero nadie lo habrá visto. Ha sido un
acto privado. La cooperación representativa requiere que este nuevo arte sea, “fundamentalmente”,
puesta-en-escena.
Entonces, el comentario del artista pronunciado
en voz baja –para quien está dispuesto y disponible a entender- resuena como contra forma de la conversión eufórica
de una escena-de-celos en acción-de-arte. El denominador común que
autoriza la analogía es el significante vestimentario: un traje. Desde ahí, la
sociedad chilena de 1980 será dividida entre quienes no tienen cuerpo para
llevar la ropa, y aquellos que tienen ropa de sobra para cubrir la encarnación
de un cuerpo, como si éste fuera una mano que recibe un guante a la medida.
Lo que se debe saber, de 1960, sin embargo, es
que en la planta de los pies desnudos de cada uno de los cuerpos de los
ajusticiados por el FLN había impreso
un timbre de goma, para que nadie fuera a poner en duda la autoría. Lo que
sorprende, en 1970 por ejemplo, es que se considera que esos sujetos han sido
bien ajusticiados, introduciendo en nuestra historia cercana la distinción entre
muertos buenos y muertos malos. No
bastaba dar muerte, sino poner la firma, cosificando a la víctima para su
inmediata conversión en carne dispuesta al desposte. Años más tarde, ya a
finales de los noventa, en el curso de un trabajo curatorial sustituto, pude
advertir la ostentosa (y agresiva) ingenuidad de artistas que fabricaban vanitas con el registro de cadáveres ya
etiquetados en la morgue de una ciudad. La moraleja era que la escena artística
necesitaba ser convertida en una morgue, en que se debía reconocer el trabajo
forense como procedimiento garantizador de un público cooperante cada vez más sofisticado.
La gran victoria del arte chileno en esta última
década ha sido lograr que se fijara un
precio a los impresos producidos como suplementos (excesos formales
regulados) de obra.
La “gran obra” del período no habrá sido más que
suplemento. Lo que hace (la) falta es la obra.