No. No es efectivo. La cocina no
proviene del sentido común. El sentido común es una invención comunicacional. Ha sido apropiado por quienes ya no lo tienen,
como figura de un sustrato arcaico que solo puede ser reconocido como rareza. La
cocina es otro escenario de la lucha de clases. La crítica gastronómica es un
género similar al ejercicio de la crítica taurina o de la crítica de rock o de
la crítica literaria. Relata procedimientos de distinción dignos de un informe “a
lo Bourdieu”. Solo que depende de la determinación en última instancia de la
economía. Que para comer bien y poder disfrutar de la excepcionalidad de unos
menús para los que es preciso acreditar la pureza de cada uno de sus
componentes, genéticamente legitimada mediante protocolos de un dudoso
higienismo, hay que tener mucho dinero. Los pobres comen mal. La trazabilidad
alimentaria no es para ellos. Los pobres son obesos de tanto comer mal. Entre otras cosas. En Valparaíso no hay
McDonalds, no por un triunfo de los meritantes anti-sistema, sino porque las
fuentes de soda tienen precios aún más bajos. El hot-dog y la sopaipilla con
aji es lo único que comen miles de porteños, entre ellos, demasiados
estudiantes. Cosa de ir en las noches a la estación Bellavista, por ser. Solo
puede comer sano quien tiene la plata para pagar la excepción. Y eso está (en
apariencia) en el Cerro Alegre, donde se cancela más de la cuenta por una
(manu)factura que no lo vale. Sin embargo, ese el principio de las economías de
la distinción, donde se especula solo con expectativas. En la historia de la ciudad, las familias
obreras, los hijos de los estibadores, cuando esas categorías existían, no
consumían carne de primera; es decir, cortes eminentes. Solo comían interiores.
Los restos. Los chinos de Tocopilla eran despreciados por las comunidades “blancas”
porque se dedicaban al comercio de interiores. Es lo que los romanos
denominaron el quinto quarto. Que a
fuerza de elaboraciones sucesivas se convirtieron en un objeto patrimonial que
pasó a representar la erudición de la cultura popular misma. Siendo ése un fenómeno tan viejo como la
cultura. Digamos, siendo la cultura misma. Eso es. Aceite de oliva y peccorino. Con eso puede vivir, uno. Más
el vino. Tenemos el mejor vino barato del mundo. Al menos. La solución está en convertir el
espacio/tiempo local en una ladera griega. De todos modos, medio-oriental;
mediterránea, como una escena de la batalla de Farsalia. Pero no es verdad. No
es posible. Los pobres comen margarina y compran aceite de maravilla y paltas
pasadas, con hilachas. La masa del pan francés está cada día peor. El escenario
productivo nos alejó definitivamente de las formas arcaicas vinculadas a maneras
de comercio y faenamiento que ya están perimidas. El destino del arte culinario
depende de la industria de la nostalgia; es decir, de una operación clasística
de alto vuelo; como se dice hoy día, destinado a turismo de intereses
especiales. Solo hablé de reducir –en la
columna PADRES- , para expandir la metáfora culinaria al análisis social y
hacer referencia a la operación que consiste en dejar de manera voluntaria que
se evapore un líquido. Adelgazar, en el sentido de diluir (la) experiencia,
restando consistencia a los cursos de acción, hasta alcanzar niveles de
untuosidad que se asocia conceptualmente a fluidos que sustituyen con su
vitalismo, la enunciación de la palabra. En esa lógica era totalmente exacto el
comentario masturbatorio de Raúl Zurita a la pintura de Juan Domingo Dávila. Sustitución del cuerpo que escribe una cita
por el cuerpo que mancha, para afirmar en la eyaculación la sinonimia de la
verdad directa por ostentación somática del signo. De ahí que la crítica de arte inventara las
recetas que justificaban un campo ya determinado por ensoñaciones patrimoniales
de diligentes funcionarios de la imaginación identitaria (local). Pero no es verdad que entramos en una ética de la liquidez, sino en una épica del grumo. De ahí que desde el
concepto de cocina podamos desplazarnos hacia el precepto de la pintura por sustracción
y del grabado por adjunción, a través de
la confección arcaica del imprimado de tela, cuya fórmula enseñaba Adriana
Asenjo, como ninguna. Entonces, la gelatina provenía de la cocción de la pata
de conejo. De ahí, a la densidad de las tintas serigráficas, habría un paso.
Era cosa de tocar con la yema de los dedos el grano impreso para decir que esa
imagen tenía cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario