Francesca Lombardo, mi amiga más querida, ha muerto. Nos conocíamos desde el colegio, cuando
participábamos en grupos de reflexión de
estudiantes de diversos colegios y hacíamos jornadas de educación social y
sentimental, siendo adolescentes. Después, ingresó a estudiar Derecho en la
Pontificia Universidad Católica. Allí conoció a unos compañeros entrañables,
inseparables: Antonio Moreno y Radomiro Spotorno. Todo, además de estudiantes
de Leyes, poetas. Miraban la política, un poco, desde la vereda de enfrente y
se reían de mi candidez organizacional. Pronto entenderíamos lo que era
practicar la heterogeneidad contra la
Ley. Formaron parte del grupo de estudiantes que se rebeló contra el dogmatismo
de la enseñanza integrista del Derecho y pagaron un alto costo por ello. De
esto, los estudiantes no saben nada. Podrían preguntar, siquiera. Se trató de
la puesta en marcha de un programa cuyo nombre o recuerdo pero que terminó
dirigiendo José Antonio Viera-Gallo. Esto será pre-historia (impura) de la
reforma universitaria. Habrá que hacerla.
Francesca Lombardo se cambió a Filosofía, en tercer
año. Entonces, mientras yo leía la poesía de Cardenal, ella iba por León
Felipe. Pero luego, se puso más densa
aún y entró en la lectura de una lista de “poetas malditos” que me iba
cambiando según las conveniencias de un
presente en que la desconfianza en la entidad política orgánica referencial se
consolidó en nosotros llegando a ser un santo-y-seña. Hasta que nos encontramos
en Paris, antes de que iniciara sus estudios de
psicología clínica. Primero terminó filosofía en Sorbonne y me hizo conocer a
sus profesores, lo que implicaba nuevas bibliografías que fortalecían nuestra desconfianza en el
sujeto político: sobre todo J.P.
Vernant. Había que ir a los orígenes de
la escena que produjo la idea de “representación”. Por eso, después, su pasión
teatral, que la llevó a vivir, creo, sus mejores años de producción, en la
cercanía de Alfredo Castro. Pero todo venía de allí: de los “comienzos” de la democracia griega y
la educación de los cuerpos. El resto venía por añadidura. Lo sabíamos, como
cuando me llevó, en otro viaje, en otra circunstancia, a una conferencia de
Piera Aulagnier y me insistía en que era la mujer de Cornelius Castoriadis. De
nuevo, nos acechaba la reflexión sobre
los “orígenes”. Por eso, siempre, la construcción de la escena como un concepto
freudiano de los comienzos, a partir de cuyo conocimiento y comentarios nos
reíamos de buena gana de la candidez teórica de quienes tomaban la noción de
escena como una “appellation d´origine controlée”.
Bastaba que paseáramos por un barrio de comercio de muebles,
donde se exhibían dormitorios completos, para que comenzara a hacer chistes
sobre la “horda prmitiva” y “la novela familiar”, al punto que nos hicimos
expertos en organización de bibliotecas y en interiores de piezas; de
habitaciones. No es que tuviéramos grandes bibliotecas, que por momentos, en
nuestra vida, las tuvimos, sino que la organización del mobiliario era un
momento crucial en la fijación de nuestra atención sobre determinados modelos
de producción de subjetividad. Por eso,
uno de sus obsequios, cuando trabajé en Valparaíso, fue una “historia de la
pieza”. Lo cual era el gesto más
historiográficamente perecquiano que podía esperar de ella.
Regresó en un momento a Chile y entró a trabajar en la
“sindicatura de quiebras”. No podía ser
más exacto, me dijo, a juzgar como está el país. Y pensaba en Don Francisco, como epítome del
“fascismo ordinario”, que de hecho, era una noción francesa que adaptábamos a
nuestro antojo. Leíamos cómo se leía, en Chile, a Kristeva, como ya habíamos
sido testigos de las lecturas de Santo Tomás y de “la Harnecker”: dogmas
eficaces. Risibles. Y así, me dijo,
“sindicatura”. O sea, el crítico de arte
como un síndico de quiebras! No, le dije, yo, más bien el curador, ya que el
portugués el mismo concepto era “curador de falencia”. ¡Que belleza de
lenguaje! El curador de arte sería algo así como un administrador de (la) falla
simbólica de una escena. Es decir, la escena, toda escena, no sería sino la
reconstrucción de las condiciones-de-falla. ¡Por eso se dedicó al teatro!
Pero antes, de la sindicatura, terminó regresando a Paris,
para terminar lo que había comenzado: una maestría en psicoanálisis. Fue cuando
llegué a su casa, en Mairie d´Ivry y “escribí este ensayo contra el gobierno
por el que estoy preso”. Es un chiste
entre nosotros. Era un verso de Cardenal, que ya nos parecía jocoso. Solo que
fue en su casa que, mientras ella escribía su memoria sobre “Mitomanía,
cleptomanía y homosexualidad”, yo redactaba el ensayo sobre la obra que G. Díaz
produjo en 1988: “Banco (Marco) de Pruebas”. El ensayo llevaba por título,
“Sueños privados, mitos públicos”, y sería el primer antecedente para el
segundo ensayo, cinco meses después,
pero cuyo título sería una declinación del primero: “Sueños privados,
ritos públicos”, sobre “Lonquén 10 años”. Todo partió en la casa de Francesca
Lombardo, discutiendo con ella sobre las excedencias que los artistas visuales
se permitían ejercer en el terreno de lo visible. Por eso, prefería el teatro,
como un espacio de retención de dicho exceso, porque la gestión de la palabra
obligaba a modeular el gesto singular de
una corporalidad que lo portaba. Lo que era, también, un francesismo
compartido: “la parole portée”. De ahí,
el “porteur-de-parole”: portador de palabra.
Pero más que nada, era aquel que la “colocaba” en otro lugar, en el sentido
de ser portador de una palabra acarreada, que provenía de nuestra aflicción por
las “sombras acarreadas” que anticipan los conceptos. Eso era Francesca; una
persona cuya sombra acarreada anticipaba los conceptos.
Francesca Lombardo ha muerto.
<3
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ResponderEliminarCon ese gesto la recuerdo!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo profesor! Cariños
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