La pintura más importante de la exposición Desacatos, que cierra sus puertas este
16 de septiembre, es sin duda alguna la de Magdalena Mira, Ante el caballete, en que reproduce la imagen de Gregorio Mira
Iñiguez, su padre, inspeccionando la obra
de la hija, que no se hace visible. Lo que él está observando no es compartido con el espectador. Más bien, en la
parte de abajo del cuadro, similar a cómo lo hace Mulato Gil en el retrato del
niño Fabián con su padre, Magdalena Mira
expone el principio de la insubordinación del signo pictórico, como es habitual en los gestos de rebeldía
disimulados en el cuerpo mismo de la obra que “habla de otra cosa”.
En particular, en este cuadro, titulado Ante el caballete, la posición del padre es de dominio total del
espacio en que está emplazado el atril, con sus dos patas separadas, en cuyo
espacio el hombre introduce el pie izquierdo,
en la forma como los jinetes apoyan la bota en el estribo, sabiendo que
el caballete se domina como un animal, al que se debe mantener muy corta la brida de la imagen, para dominar
su marcha. Pero también, la pose denota una impaciencia afirmada en la
posición de los brazos, cruzados en el pecho, guardando la respiración para
contener las palabras sobre lo que está mirando. Se sospecha que la
actitud contempla algún tipo de reprobación viril.
Sin embargo, detrás de la figura del padre es donde aparece
la verdadera fisura en el espacio del cuadro, en la zona de abajo, por los
bajos del cuerpo, cercano a los zapatos, por los suelos. Apoyado contra telas sin terminar y un
bastidor desnudo, se yergue un pequeño retrato de mujer, representado por unas manchitas paródicas muy
acordes con el gesto de descentramiento
de la mirada que será habitual en los pintores que buscarán una táctica velazquiana elusiva, en el enunciado analítico
de una crítica implícita y no menos resguardada.
Lo anterior me hace recordar el trabajo de Ivo Mesquita,
que hace muchos años realizó una exposición con la colección de la Pinacoteca
de Sao Paulo, sobre el deseo de la
academia. El portugués, deseo se
escribe desejo, cuya homofonía en español se acerca a la palabra
“desecho”. En este cuadro, la
pintura de una mujer al interior de una
pintura de hombre apunta a definirse
como desecho de pintura.
Creo haberlo mencionado a propósito de la anterior curatoría
de Gloria Cortés, (en)clave masculino.
Es ahora, bajo la consideración de esta pintura de Magdalena Mira que esa
exposición anterior se expande formando una sola unidad de enunciado curatorial,
que define el carácter de un trabajo ejemplar. De modo tal, que se puede
sostener que Desacatos es la
continuación de (en)clave masculino,
pero por otros medios; definiendo la zona de este detalle como el punto de la
suciedad pictórica (la mancha femenina) que desde los suelos instala un tipo de
preeminencia que no es advertida por la composición ostentosamente viril de las
patas del atril, de la silla y las
piernas del padre, que se suceden para sembrar un bosque de púas verticales que señalan la impracticabilidad
de una pintura, que se habilita desde un espacio de representación solo
advertible en el borde del guardapolvo.
¡Qué mejor excusa para definir el trabajo de investigación
como un desacato a las normas de la historiografía oficial! Sobre todo,
recurriendo a una pintura fechada en 1884, que coincide con el regreso de Pedro
Lira, que firma ese año, dos pinturas extrañamente conmemorativas: Prometeo encadenado (1883) y Los últimos momentos de Cristóbal Colón
(1884). ¡Puros héroes masculinos! Si
bien, la mancha que cubre la zona del sexo del Prometeo se homologa a la mancha
distribuida para figurar un rastro residual que debe encubrir la zona del sexo
apropiada a este otro cuadro, disimulada en los propios talones del padre.
Para Gloria Cortés, “el gesto de Magdalena abre la discusión
respecto de la politización del cuerpo femenino, las estrategias de visibilización utilizadas
por las artistas y las operaciones de cuestionamiento de la autoridad paterna.
(…) El padrinazgo o la paternidad intelectual aparece numerosas veces en los
relatos historiográficos: “alumna de”, “amante de”, “mus de”, “hija de” son
algunos de los actos simbólicos sobre una construcción genealógica del arte
chileno, en el que las mujeres se vieron supeditadas a la apropiación de su
quehacer desde un pater familias que aseguraba su ingreso al sistema de las
artes”. (Catálogo, página 16).
Pero aquí está la principal base de la crítica al ingreso de
las artistas mujeres al sistema de las artes y define la curatoría como un acto
de teoría de género en una historiografía estructuralmente falócrata. De este modo, la exposición ha sido construida
para dar cabida, primero, a las pinturas que reproducen el poder de quienes
definen el linaje, pero que desde el interior convierten la intimidad en arma
analítica, por ostentación de una
corporalidad (siempre) elusiva, hasta adquirir condiciones de exhibición
autónoma de la corporalidad, en la medida que el control de las instituciones
artísticas fueron ejercidas por “artistas
plebeyas”; es decir, vinculadas a la escuela de artes aplicadas. Lo que no deja
de ser significativo. Las mujeres se
auto-incluyen al sistema a través de espacios que no pertenecen a “bellas artes”
y en que se reconocen como portadoras de una otredad que perturba gravemente la
continuidad del linaje.
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