En el último párrafo de la última entrega señalé que cuando Leppe imprime la palabra Ministerio para que sea leída como
Misterio, instala un debate no ya sobre una filiación sino sobre un tipo específico de funcionamiento
orgánico; es decir, obliga a pensar que la operatividad del Misterio no solo
depende de su Ministerialidad, sino que está sobre/determinada por ésta.
Justamente, de eso es
de lo que habla Raúl Ruiz en el capítulo “Misterio y ministerio” de “Poética del cine”. Su experiencia a la cabeza de la Casa de la
Cultura de Le Havre y la navegación por los meandros de la administración
francesa de cultura lo convirtieron en un experto ministerioso, que insistió
siempre en instalar la lógica del Misterio por sobre la Gestión. Siempre pensé
en los estragos formales que esta dialéctica perversa editó para legitimar el
funcionariato de la cultura cuando
dirigí el Parque Cultural de Valparaíso o cuando diseñé el proyecto para una
Bienal de Santiago que terminó en una Trienal de Chile de la que fui desplazado
gracias a la firma de Enrique Correa y Ricardo Brodsky.
La hipótesis inicial de mi trabajo consistía en determinar
el modelo de gestión a partir del diagrama de la obra de arte; es decir, que la
administrabilidad de los procesos estaba determinada por las necesidades
formales del diseño programático del centro cultural o de la trienal.
No hubiese regresado a transitar por este debate ni a recuperar los términos de esta polémica si
no me hubiese encontrado en Buenos Aires con el libro “¿Es el arte un misterio
o un ministerio?, compilación a cargo de Inés Katzenstein y Claudio Iglesias, que ya me había sido
señalado por Marcela Romer desde Rosario. Me escribió un mensaje antes de
viajar con la advertencia perentoria: “este es un libro que debes leer”. Seguí consejo y no fui decepcionado.
El libro surgió del dilema planteado por Raúl Ruiz en el
libro referido y fue el disparador para una jornadas sobre “la esfera estética
ante el discurso del profesionalismo” realizadas en la Universidad Di Tella de
Buenos Aires en el 2015. Lo cierto es que al releer el texto de Raúl Ruiz se
entiende que se trata de una proposición que no debe ser leída por el funcionariato. Es decir, por los operadores ministeriales
del misterio. Es como si les pidiera que
leyeran la novela de Marcelo Mellado, “Informe Tapia”. No pueden con ello.
En términos estrictos, esta lectura sobre la distinción
Misterio/Ministerio tiene lugar cuando se cumple un año de realizadas las
jornadas de reflexión para la formulación de una política nacional de artes
visuales en las aulas del ex Congreso.
Todavía no ha sido generado texto alguno sobre dicha política, tarea
para la que fue contratado Camilo Yáñez.
Con gran pesar para el sector, el funcionariato
de las artes visuales no se da –todavía- por enterado de las dimensiones que ha
alcanzado la errática prospectiva de un no menos errático artista convertido en
mal operador político. Todavía no
se pide cuentas, ni a Camilo Yáñez ni a su Ministro, por haber sostenido la “incorrecta
corrección política” del envío chileno a la última bienal de Venecia, donde el
Ministerio doblegó al Misterio,
contratando a un curador experto en chamanismo, en el mismo momento que el Estado de Chile reprime la
lucha del pueblo mapuche. La euforia los
llevó a decir que Venecia era una zona liberada y que desde La Moneda se
contaba con el (d)efecto de este envío para blanquear el Plan Araucanía
(sic).
Las operaciones de buena conducta de un arte contemporáneo
que expone y sublima la otredad como
nuevo género en disputa, apostando por “la belleza de los otros”, pero
despojados de toda conflictividad y desnaturalizados por la operación de
reducción museal, demuestra que los antropólogos convertidos en críticos de
arte y curadores son los más eficientes
aliados de la ministerialidad
neocolonial. Lo cual, en gran medida,
revela el grado de profesionalización que ha adquirido la pragmática de una
orgánica que se pautea y se satisface a si misma en el desarrollo de sus
propios planes de mejoramiento de la-gestión-por-la-gestión.
En el prefacio de la compilación, Katzenstein/Iglesias abren
un flanco que en el espacio chileno
resulta difícil de colmar. Si
bien se reconoce la existencia generalizada de una fijación de la figura del artista profesional,
en la escena chilena más bien se asiste a una disolución de las
habilidades retóricas y estratégicas que
concurren en la construcción de carrera. Son realmente muy pocos los artistas
chilenos que pueden ser reconocidos como practicantes discursivos en posesión
de herramientas eficaces de
circunscripción. Las carreras consolidadas son escasas y los artistas que han
alcanzado un nivel determinado de inscriptividad residen fuera del país, ya que
las condiciones de profesionalización
del sistema de arte no son suficientes para sostener una carrera internacional
estable.
¿Qué se puede esperar de un funcionariato universitario cuya preocupación principal
pareciera ser el desmontaje y desapropiación de las mencionadas herramientas,
comprometido en la formación de un estudiantado que se diploma en la reticencia
a cumplir con las “reglas del arte”?
Recuerdo claramente la escena que tuvo lugar en un taller de
calle Jofré, a mediados de los noventa,
al que artistas totémicos convocaron a
un grupo de jóvenes emergentes para advertirles sobre la
inconveniencia de trabajar con determinado galerista. Eso fue algo más que una amenaza. Que por lo demás no tuvo ninguna eficacia.
Pero es indicativo de un gesto universitario que define al profesional del arte
como un profesor que debe dar muestras de su resistencia al mercado, pero que
al mismo tiempo ocupa desesperadamente los escasos espacios de exhibición sin
fines de lucro, para asegurar sus alianzas académicas. La escena plástica chilena se ha
profesionalizado siguiendo el modelo de la
gestión universitaria. Lo que el libro que reseño plantea es una
definición profesional de la “profesión”.
El primer indicio de formalidad de la ministerialización chilena de la
cultura y del arte está dado por la propia universidad; luego, subsecuentemente,
(g)ratificado por el híbrido orgánico denominado CNCA.
Lo que hacen los profesores-artistas y sus comentaristas de
glosa es reproducir una jerigonza
autoflagelante que clama por la
existencia de un Ministerio de Cultura providencial, en contra del
“mercantilismo” de la profesionalización.
Esto hace que las galerías que luchan por validar el
mercantilismo de segunda categoría, por carecer de un modelo de negocios
adecuado, apenas puedan absorber las expectativas de unos artistas emergentes,
que ven reducidos sus espacios de validación, pero sobre todo, desde el
misterio, carecen de exigencias formales porque se han formado en el “arte de
los formularios”.
En uno de los encuentros zonales a los que asistí hace un
año ya, pude observar el modo como los
funcionarios “apretaban” a los artistas locales para que formularan un conjunto
de demandas susceptibles de ser convertidas en “política pública” de arte contemporáneo. Algunas artistas presentes, provenientes del
interior de la región de Valparaíso solo querían a hablar de creación; es
decir, estaban por el Misterio, y los funcionarios las obligaban a
ministerializarse.
No había formato para abordar la creación como objeto de una política, que
no fuera el recurso a Fondart.
Pero si se entiende el arte como “trabajo”, ¿qué se
entenderá por “trabajo de arte”? No se trata de poner en contra el Misterio y
el Ministerio. Nos damos cuenta que el primero no puede sostenerse sin las
condiciones de reproducción de las propias contradicciones que lo habilitan.
Sobre este punto, la reflexión de Raúl Ruíz resulta insuperable; sin
embargo, la noción de misterio con que
trabaja es mucho más amplia que la referida a las artes visuales, ya que se remite al efecto estético de
prácticas rituales que son más consistentes que las propias prácticas de arte
contemporáneo. Y esto, los artistas que
lo entienden, intentan ministerializar de inmediato dichas prácticas en
provecho de construcciones de carrera que descubren nuevos nichos para su
desarrollo, en la frontera abierta por
iniciativas de “arte y comunidad”, que son más fácilmente financiables a
raíz del componente de “desarrollo social” que implican, desplazando el eje de
la ministerialidad y de la profesionalización del artista, hacia el eje de la compensación simbólica de
poblaciones vulnerables a través de prácticas de gestión de programas de
reparación a gran escala. Es el momento
en que dejamos el campo del arte
contemporáneo y pasamos al campo de la
Cultura.
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