Hace unos días, DIBAM
publicó en twitter una mención a
la importancia de los almacenes de esquina.
De inmediato hice un comentario
acerca del almacén de esquina como un centro cultural de facto que se hacía
cargo de la economía lenguajera del barrio.
Algunas personas me tomaron el pelo, posteando algunas observaciones
acerca de mi forma críptica de escribir.
Pero en el intercambio de notas, alguien me solicitó explayarme en el
tema. Había que explicar qué significa, por ejemplo, “centro cultural de facto”.
En verdad, este es todo un tema, cuando se construyen
centros culturales sin modelo de gestión, que al final se convierten en
mediocres híbridos destinados a organizar cursillos y montar programas de
asistencia cívica, cuando no son oficinas de relaciones públicas del municipio,
combinadas con una cartelera de espectáculos de segunda que recibe paquetes
de itinerancia prefabricados.
Se instaló, con el “regreso” a la Democracia, la idea del
centro cultural como un lugar vacío, después de haber sido en dictadura un
lugar de sustitución de la categoría de partido. La Cultura siempre ha sido considerada como
un espacio reparatorio de segundo orden y así fue programada para cumplir su rol en el control de poblaciones
vulnerables. Pero esta es una invención chilena de la Cultura, colonizada por
el estatismo concertacionista, que es el
Estado-que-domina. Me explico:
puede acceder un candidato de la
no-izquierda al gobierno; el marco estatal seguirá siendo
concertacionista. Permítaseme repetir la
palabra.
La “cultura”, en los años sesenta, por ejemplo, no era “lo
mismo”. Verán: en 1964, Frei
Montalva echó a andar un programa que
denominó “Promoción Popular”. ¡Háblenme
de ese nombre! Ha sido, a mi parecer, la
mayor invención simbólica de un gobierno, en el curso del siglo XX. La UP no
hizo más que izquierdizar el proyecto; dándole
un “contenido” proletario más preciso.
De esto podemos hablar el otra ocasión.
Solo quiero poner en contexto el
recuerdo de una persona que me parece clave en este asunto. Pienso en Claudio
di Girolamo, a quien conocí cuando yo no terminaba todavía la secundaria y
asistía a su casa a escuchar reuniones con vecinos y amigos, todas ellas enmarcadas en este magma de
nociones nuevas y que tenían viabilidad
de aplicación en lo que todavía no era llamado “campo cultural”. De todos
modos, aquello de lo que hablaba pasaba por tomar a cargo las expresiones más
elaboradas de la cultura popular, reivindicada por un “cierto comunismo” que se
había dedicado a producir una juntura entre cultura popular y cultura política
contemporánea.
En ese entonces, por lo que recuerdo, Claudio di Girolamo se
había inscrito en ILADES (Instituto Latinoamericano de Estudios Sociales) y su
discurso era muy cercano a un jesuitismo analítico ascendente que adquiría
relevancia en sectores universitarios a los que él mismo estaba muy conectado.
Por algo fue nombrado director de Canal 13, durante la rectoría de Castillo
Velasco; es decir, durante la Reforma Universitaria. La versatilidad de Claudio, entonces, lo
hacía operar en tres frentes: el teatro,
las ciencias sociales y las comunicaciones.
¿Por qué me detengo en la figura de Claudio di Girolamo para
hablar de los almacenes de la esquina? Porque todo lo que él hizo después, en
el “regreso” a la Democracia, fue expandir lo que ya había conceptual y
políticamente ensayado en los años de su “primer culturalismo”. Llamaré “segundo culturalismo” a su
estrategia de trabajo en el Sistema
ICTUS, durante la dictadura. Su “tercer culturalismo” se concreta en su
nombramiento a la cabeza de la División de Cultura del MINEDUC.
En esta última posición fue desde donde llevó a cabo su
proyecto de Cabildos, para contrarrestar el burocratismo tecnocrático del
culturalismo neo-estatal que condujo a la formación del Frankestein-CNCA.
¿En que se relaciona el almacén de esquina con la dinámica
de los Cabildos? En una cosa fundamental que consistía en recoger las
pulsaciones de las comunidades, en sus condiciones arcaicas de vínculo, que
podríamos calificar de pre-políticas, si nos remitimos a reconocer un mapa de
afectos básicos que mantienen una cohesión social básica. Y todo esto tiene que ver con la circulación
de la palabra, en distintos niveles, de manera simultánea, comprometiendo los
deseos, los rencores, las frustraciones, las reparaciones, los silencios, las
formas de nombrar, que se pone a circular en un formato llamado almacén. Lo
cual supone otra forma de socialidad, donde la “libreta de fiado” ocupaba un
rol fundamental en el registro de intensidades, porque llevaba el ritmo de la resistibilidad familiar escrito como efecto de una
deuda que modelaba la pequeña humillación y la convertía en estatuto.
El almacén pasaba a formatear la intensidad que ya se había
manifestado en la plaza pública, a través de la feria. En los últimos años han aparecido algunos
estudios sobre el efecto cultural de las ferias y del comercio barrial,
buscando un antecedente de socialidad que
remita a esos momentos (aparentemente) pre-políticos en los que la
intimidad se desbordaba y pasaba a negociar un lugar en una zona de refriega
entre discurso privado y discurso público.
Cuando una vecina iba al almacén en pantuflas y con un abrigo puesto
encima de la bata de levantar, lo que hacía era prolongar simbólicamente su casa, en una zona en la que
padecía la pequeña explotación del comerciante que estaba obligado a componer
con la familiaridad, para poder sostener su economía de pequeña escala. Algunos historiadores sostendrían que el
almacén es una zona en la que se produce
la cultura fronteriza de una palabra lubricada por el aceite que desborda
levemente la botella de un octavo o de un cuarto. Siendo ésta, la medida arcaica que asume la
letra de intercambio de chismes, noticias, advertencias, amenazas, seducciones,
ilusiones, infracciones, mociones, saludos y veleidosas desconocidas.
No es mi propósito convertir al almacenero en un etnógrafo
de pacotilla, pero la “observación participante”, propia de la más sesentera
sociología demócrata-cristiana, señala el valor del almacén como un yacimiento
privilegiado para el estudio de las relaciones intersubjetivas que están en la
base de la cohesión de un barrio. Los partidos políticos de la “democracia
anterior” rivalizaban con la estructura del almacén, proporcionando la plataforma de intervención
en el terreno de lo público, mediatizado por
un caudillo local habilitado para
ser la correa de transmisión entre
individuo y colectivo-fabricado-a-su-medida.
El almacén permanecía como refugio de “viejas materas”, porque en su perspectiva convencional, el
partido como categoría que se apropiaba de lo colectivo necesitaba reducir lo privado a una
perspectiva pequeño-burguesa condenable. Sin embargo, el almacén siempre estuvo
en el terreno de la reproducción de la vida cotidiana, mientras el partido
pasaba a ser el lugar para la inscripción y modelamiento del rencor, convertible en ficción burocrática de lo
público.
En la infraestructura
del discurso franciscanista de Claudio di Girolamo, la palabra que
circula en el almacén está próxima al reflejo del malestar de la cultura
barrial y debe ser escuchada por un
dispositivo de acogida, para ser
proyectada, promovida, hacia nuevas formas de existencia. Eso es lo que valida su política de los
Cabildos; al menos, como “ficción de escucha”. Porque en ese momento, la
categoría de partido entendió que debía apostar a la manipulación de la palabra
de los más vulnerables para construir la
necesidad del gestor cultural como funcionario de intermediación de caudillos locales. Situación favorecida por la estructura de un ordenamiento del acceso a
mejores condiciones de extorsión, por parte de comunidades que aprendieron
rápido el formato de trato con la autoridad.
En cambio, Claudio di Girolamo se quedó con la ficción de
ser escuchado y se retiró a sus cuarteles. Su sentimentalidad se me quedó
pegada entre el mural que pintó en el Teologado Salesiano de Lo Cañas y La calzada de Emaús (Los Perales).
En cuanto al almacén de esquina, en términos etnográficos, reúne las
condiciones de un residuo de civilización barrial amenazada por la voracidad
del capitalismo inmobiliario. He dicho
que se sostiene como “centro cultural de facto”: eso quiere decir que se apega
a la delimitación de la pérdida de una socialidad cuyos antecedentes están
anclados en la democracia “de antes”. En
esa medida, está amenazado por la
nostalgia de un primitivismo que solo satisface el ya saturado mercado del exotismo urbano vintage.
Pero lo que no se puede negar es que sobrevive el formato
que reproduce la circulación de afectos averiados, mediante el reconocimiento
del prójimo en la frontera domiciliaria, donde el consumo adecuado obliga a
fijar una medida, una retención –si se quiere- de las formas de intercambio de
los discursos de “primera necesidad”.
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