Después de una semana en que padecí los estragos de un
fuerte rotavirus, me hice a la tarea de recortar noticias en los diarios que se
me habían acumulado en la loggia. Entonces, al cabo de un largo rato terminé
con toda la mesa del comedor cubirta de recortes, como si se tratara de una
sala de mapas en un comando del estado mayor de la lectura. Todo lo cual me
hacía recordar, una vez más, el viejo hábito de los analistas de prensa en las
novelas mediocres de resistencia contra la dictadura, en que la realidad se
leía en la filigrana de los editoriales de El Mercurio, La Segunda y La
Tercera. De este modo, el universo estaba escrito en “lenguaje tipográfico” y
las consideraciones sobre el cuerpo de la letra generaba las más encendidsas
hipótesis acerca del “afianzamiento relativo” del régimen militar, allí donde
otros leían una “consolidación definitiva”.
Un compañero experto en estas confrontaciones letristas me
señalaba que “debíamos” pensar en lo primero, porque lo segundo nos conducía a
la imposibilidad de imaginar la rearticulación del MOP, que era la sigla que se usaba en los
documentos oficiales para designar al “movimiento obrero y popular”.
Solo que esta mañana, sobre mi mesa, solo se extendía la
superficie estriada de la letra interpretable para sostener unas dinámicas
interpretacionales que dieran sentido a las contigüidades y tepelencias de los
recortes. Pero si hay una cosa que he descubierto en esta práctica es que el
mapa se organiza a partir de estos dos términos: atracción y repelencia.
¿Qué puede ser más atractor que el color rojo del vestido de
Javiera Blanco, sentada junto a la Presidenta, con el brazo extendido, tocando
con su mano derecha el hombro izquierdo de una mandataria exhibiendo un rostro acontecido? Pero lo
atractor no se define por si mismo, sino por la contigüidad cromática, al ser
re/conectado con la pintura roja del container que contiene toda la basura
recuperada en la zona de las bases, de la Antártica , como introducción no ya
al desarrollo de esa noticia por si misma, sino como comentario lateral a la
columna de opinión escrita por el canciller Herlado Muñoz donde hace precisiones sobre nuestra política
antártica. Cuestión compleja, si entendemos que la Armada opera en esas
aguas, trataba prácticamente como
un contratista de basura, cuando no,
como transporte de civiles para actos de conmemoración de familias de notables
locales.
El análisis cambia de forma y de perspectiva si los
elementos atractores de la letra ponen en una misma cota de reserva, los recortes de una entrevista a O
. G. Garretón y la columna de Max Colodro sobre este nuevo verano para el
olvido de la Presidenta, donde su
calculada desprolijidad sería el síntoma de la ausencia de costos a pagar en
esta etapa de su deterioro. De modo que
el método escolar por el que asocio el oficio del recortador de diarios al de
un sastre, especialista en corte y confección de discursos a la medida, me
conduce a abandonar la ficción de la mesa como escena de batalla reducida, parecida a una maqueta en la que se juegan
las intensidades de toda ilusión política, para recurrir a la noción de montaje
según Chris Marker en “Si j´avais 4 dromadaires” (1966), realizada tres años
después de “Las estatuas también mueren” (1953). Todo esto para sostener la
hipótesis que conecta todas las obras de este cineasta, como si estuvieran
todas en una misma superficie de reparación, formando parte de las distintas
piezas de una misma chaqueta, con sus costuras y contracosturas.
La frase inicial del documental sobre el arte africano es de
antología: “cuando los hombres mueren, entran en la historia; cuando las
estatuas mueren, entran al museo”. Sin embargo, el museo es el gran habilitador
para el ingreso de los hombres a una historia que les está reservada como un
continente helado paralelo, donde los referentes se congelan porque alcanzan el
grado cero de incomodidad social. Las
obras ingresan al museo porque ya no incomodan a nadie. Es el momento en que Carabineros encuentra en
el bolso de un indigente el óleo sustraído en el Museo de Bellas Artes.
En una ocasión anterior, una estatua de Rodin había sido
sustraída por un estudiante que puede ser colocado en la misma posición del
indigente, cuando un acto de vandalismo protegido y promovido por su ambiente
académico de origen es convertido en “investigación” para salvarlo de una
condena mayor. Lo cual es un indicio de que no solo las obras pierden su poder de
incomodación cuando ingresan al museo, sino que son sometidas a la amenaza de
su sustracción por la mano operativa de la indigencia artística, que el propio
sistema de arte local sostiene como franja punitiva necesaria, mediante la cual
somete a la escena a un acto de experimentación
no deseado, sobre los límites de su propia fragilidad institucional.
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