En la obra de Tennessee Williams
Un tranvía llamado deseo, Blanche Dubois es una cuñada indeseable con un
pasado aristocrático, que no ha sabido cuidar el patrimonio familiar, que se ha
casado con un joven homosexual cuyo suicidio favorece, que ha intimado
sexualmente con uno de sus estudiantes; es decir, nada que no podamos encontrar
como “tema” en la narrativa de José Donoso y sus conjeturas filiales. Es como una manera de decir que no nos vengan a contar
cuentos. Y si insisten, les lanzo encima
la historia de la Japonesita como una metáfora precursora de la “performance chilena”. Y es curioso que en esta muestra
conceptualmente mediocre y políticamente fallida, no haya habido espacio para
el “arte corporal”. Pero pasemos. Todo vale “para la foto”.
Entendamos que el
diagrama de esta pieza de teatro ha sido evocado a raíz del título de la
exposición Una imagen llamada Palabra.
La analogía entre Blanche y la escena plástica chilena ha sido construida a partir de su rol determinante en la inconsciencia del
curador, porque todo indica que nunca supo lo que estaba haciendo. Cuando alguien se propone parodizar y rebajar
el peso a algo, al nombrarlo, recurre a una fórmula sustituta que termina por
acarrearlo hacia un desastre no deseado, pero que finalmente permite leer la
estructura en proceso de su propio desmoronamiento.
El curador nombra
aquello de una determinada manera, sabiendo que no es así, pero usando una palabra que nombra a título sarcástico. Lo que sorprende en este inocente procedimiento es que los artistas no hayan
reparado en una invitación cuyo título los dejaba muy mal parados.
¿A tal nivel de desagregación ha llegado la escena plástica que ya no se
da cuenta que ha atravesado los límites de su propia contención?
Blanche Dubois es violada por el marido de su hermana,
mientras ésta está en la clínica para dar a luz. El marido es un obrero de
origen polaco, bastante rudo. El curador ocupa el rol de Stanley, que juega
a juzgar el estado de falencia en que la escena plástica se auto-representa.
En la dependencia genealógica del título, el juego forzado de palabras resulta más que evidente. Para
llegar a la casa de Stella y su marido, que
queda en un cité de clase media pobre de
Nueva Orleans, Blanche debe tomar el
tranvía que va a Desire. Es un juego de los
que el curador apetece, llamando a las cosas con nombre prestado, porque ese es
un rito de paso en el arte contemporáneo.
Lo anterior es un lapsus del que el curador no se entera, al no saber
que sabe. En términos analíticos esto tiene que ver con la fórmula
sobre la que el psiconálisis francés ya ha trabajado y que consiste en la
frase: “Je sais bien, mais quand même”, que se puede traducir como “si, si, sé
muy bien que las cosas no son así, pero lo hago como si lo fuera”. No está de más decir que el título proviene
de una conferencia que Octave Mannoni pronunció en 1963 en la Sociedad Farncesa
de Psicoanálisis y que fue publicada en 1964 en Les Temps Modernes. (De eso podremos hablar en otra columna, más
allá de esta exposición).
Un ejemplo de la efectividad del procedimiento analítico del
curador es la Bienal de Venecia, en
Bogotá, que finalmente corresponde a la bienal del barrio llamado Venecia. De un modo análogo, “una imagen llamada
palabra” es como si (lo) fuera, pero no es lo que se nombra, y sin embargo, lo
que termina estando en el centro de todo es la pregunta por cómo nombrar el
deseo de Blanche.
En definitiva, lo que busca el curador y su equipo de
asesores, por extensión, es nombrar el
deseo del arte chileno como reversión de los “campos elíseos” de la Facultad de
Artes de “la Chile”, que es la Casa de Bello.
La propiedad que las hermanas han
perdido se llama Beau Rêve (Bello
Sueño, en el sentido de “buena fantasía”).
No está mal: la “facultad” siendo el lugar de una fantasía irreparable.
La casa de Stella y Stanley están en la calle Campos Elíseos, que es como designar el deseo
francés de la escena plástica
chilena, aglutinada en la sintomatología
que la conducirá, finalmente, a una institución psiquiátrica –aparato
ideológico de Estado- justo en el
momento de la caída en lo real, cuando el nombre del tramway es reemplazado por el
nombre de un aeropuerto des/afectado: Cerrillos.
¡Y todo ello, para re/significar el des/pegue (décollage) del arte chileno en sus
manos! Pero si esto no es estúpido; es tan solo patético.
Da vergüenza ajena. Sobre todo por la posición en que quedan los
artistas, que al parecer, han participado, justamente, para dé/coller. O bien,
para sacarse de encima algo que se les
pega demasiado. Aunque sepamos que en la
propia escolaridad francesa, una colle es un castigo ante una falta disciplinaria. ¿Cuál será la falta disciplinaria del arte
chileno que el curador delimita y termina por nombrar de manera elusiva, sin
que los propios artistas se enteren?
Este es el momento en que aquello que se llama por tal, no
corresponde al nombre que se dice. Si el
curador lo hubiera pensado, no le hubiese resultado. Porque todo esto obedece a la reproducción de
una estructura que ya está impresa como decibilidad
del arte chileno, por omisión y olvido de las fuentes primarias. Lo único que puedo adelantar es que el origen
de dicha escena reproducido como necesidad por el curador y sus asesores
satisface el mandato de la madre fálica de la crítica. Entonces, lo que
desmiente el título –y pone en evidencia- es la castración de la imagen por la palabra. (Risas).
Este es el gran valor de la exposición de Cerrillos: ajustarse a la dialéctica desfalleciente de
Blanche. La propiedad de Belle Rêve ya ha sido rematada.
La escena chilena tiene su antecedente en la pérdida de esta propiedad
que representa un mundo ya desaparecido, pero al que nombra como efecto de una proyección (simulacro). No
logra, sin embargo, nombrar su Deseo.
Ni el mural protector de
Dittborn ni la ortopedia de la palabra proyectada de Díaz, logran proporcionar
a esta exposición la densidad institucional a la que éstos apuntaban. Ha sido una exposición más, en la que tampoco
han logrado negociar un buen lugar.
A una imagen que no se representa en condiciones “adecuadas”
de erección gloriosa, solo le queda ser descrita –de manera insuficiente- por
una palabra decaída.
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