Todo parece indicar que el curador de Cerrillos abusó de la
pre-ciencia del ministro de simulacro.
Después de “venderle” un proyecto de manejo del sector de artes visuales
entendido como coto privado de caza, lo convenció de montar una exposición que
iría a marcar un antes y un después en la historia de la escena. Esta
última no fue más que una
vulgar colectiva homogeneizada y pasteurizada, con algunas buenas
piezas, en la que participaron artistas escogidos según el criterio de “armar un
frente” de deudores simbólicos y no de acuerdo a la “aplicación” del principio
articulador presente en el título.
No hay que centrar la crítica en el curador, cuya ansiedad
de artista mediocre se expresó en la ansiedad suplementaria de una exposición mediocre;
sino en quien le proporcionó las ventajas para el ejercicio de una función en
la que se movió como un elefante en una cristalería. El ministro de ceremonias tiene la
responsabilidad absoluta de haber sometido
a una tensión innecesaria, durante un año entero, al espacio
artístico.
Pero no solo eso, sino que se dejó timar por un artista que
le propuso una fórmula que, finalmente, ha significado su ruina. El primer problema se planteó cuando el
asesor-curado hizo depender de la “fundación” del Centro de Cerrillos la
formulación de la nueva política nacional de artes visuales. El segundo
problema quedó en evidencia cuando el curador-artista y docente de la UDP,
formuló la tesis en torno a la cual montaría la exposición que marcaría un
antes y un después en la escena nacional.
Lo único que hemos recabado como información es que el
después ha sido, no solo demasiado largo en contradicciones y ambigüedades,
sino también en ineficacia inscriptiva.
A esto se debe agregar el atentado que ha sufrido la noción de “antes”
referida en el deseo del curador,
habilitado por el ministro de la rama.
O bien, este ministro pecó de
ignorancia máxima, o bien, este curador solo ideó en exceso una plataforma
destinada a mantener al sector bajo control,
usando en su provecho el peso
fantasmal que ejercen los artistas totémicos sobre el conjunto de la escena.
Con lo cual, es la escena entera la que queda en situación de dependencia
simbólica, exponiendo sin vergüenza alguna su temor a ser decapitada y quedar
“fuera de la historia”. Al fin y al
cabo, ofrezcan a los artistas un elefante blanco donde exponer y éstos bajarán
toda guardia posible, con tal de estar.
Es más: serán los primeros en alabar las condiciones arquitectónicas del
lugar, saludando la apertura de un nuevo lugar para el arte contemporáneo.
Sin embargo, no es posible saludar un nuevo lugar cuando no
ha sido acogida la concepción que se tiene del lugar del arte en la cultura
local; más aún, cuando quienes reclaman un lugar, es porque no lo tienen. De
este modo, Cerrillos responde en un primer nivel muy básico, realizando una doble política: de simulación y de simulacro.
Simulación, porque hace como si esto fuera lo que se dice
que es y se comporta en consecuencia. Simulacro, porque sustituye la denominación
de una práctica para producir un efecto disociador en la imagen que la escena
tiene de sí misma.
La operación
concebida necesitaba un título que sirviera de principio articulador de la
muestra: una imagen llamada palabra. No
busquemos muy lejos: no se cumplió. No hay evidencia de correspondencia
decisiva entre obras escogidas y principio articulador. Hay artistas que no se
entiende por qué están. Esto tiene que
ver con el índice de cumplimiento del principio articulador. Cuando no, parecía bastar que una obra
demostrara la existencia de una letra, que fuere, para ingresar al listado.
Lo único que queda es analizar algunas de las obras que
pueden sostenerse a partir de dicho predicamento, a menos que entendamos que las palabras
ausentes estaban presentes, justamente, por la ausencia denotada. Pero todos entendemos que eso es una astucia
perversa que esconde el propósito gremial del curador: invitar a quienes el
contencioso de una deuda determina las complicidades formales. De ahí la necesidad de simular que se trata
de una exposición en que la palabra determina a la imagen en la plástica
chilena. Pero eso no es ninguna cosa del
otro mundo. No es necesario tampoco remitirse a Raúl Zurita y a su traumática
presentación en que declara que en la visualidad no hay lo que en la poesía
sobra: cuatro grandes. Lo cual no es central en el argumento. Lo que dice es que Balmes no vale un Neruda,
y que Vergara Grez no vale un Huidobro, ni que un Pedro Luna vale un De Rokha,
ni que Roser Bru vale una Mistral. Lo cual, más allá de ser un lucha gremial
por la conquista de influencia en el seno de la oposición democrática, encubre
otra cuestión, esta vez, de peso. Hay
que recordar que ese texto de Raúl Zurita fue escrito a fines de los años
ochenta, poco antes del plebiscito. Los artistas luchaban por obtener las
garantizaciones de rigor desde la oficialidad política involucrada en la gran
empresa de la “transición interminable”.
Lo que el texto planteaba era que el Verbo había definido el Paisaje. Es decir, la
Historia. Lo cual no era ninguna
novedad, ya que desde Alonso de Ovalle y Alonzo de Ercilla se viene diciendo lo
mismo. Lo que pasa es que esta determinación ponía a la Poesía por sobre la
Plástica. Y no en esa medida, la
preeminencia apuntaba a sostener Política e Invención de la Nación, a
posteriori. Es decir, la poesía canta la utopía, la antecede, la precede; la
pintura, la escultura, el grabado, solo ilustran un discurso político ya
garantizado utópicamente por la poesía. Solo que en 1980, hubo unos artistas
cuyas obras hicieron pensar que la Plástica había adquirido una autonomía
formal y que ciertas obras, en su diagrama, realizaban la crítica política que
habían estado localizada en las ciencias sociales. Es decir, que desde la
“visualidad” se habían levantado unos
referentes que sustituían a unas ciencias que no hacían más que producir
insumos para la industria de la gobernabilidad.
Algunos pensaron que dicha autonomía estaba asegurada en un
cambio de nombre. Se dejó de emplear la palabra “artes plásticas” y se comenzó
a usar el término “artes visuales”, esperando que como por decreto se abriera
una nueva era de reconocimiento para los cultures de las artes de la
visualidad. Desgraciadamente para ellos, esta ilusión no alcanzó a durar ni una
década.
Es por eso que no se entiende cómo los comentadores de glosa
de los artistas totémicos, no percibieron la superchería del título, que
rebajaba la gran conquista formal que Leppe, Dittborn y Altamirano habían
realizado a fines de los años setenta al montar una exposición con el magnífico
y decisivo nombre de Visualizaciones de Raúl Zurita. Ellos no “comentaban” al poeta, sino que lo
“interpelaban” –desde unas obras
visuales determinadas- de manera
crítica. De modo que es muy probable que
el curador-docente haya partido de este incidente, en que Raúl Zurita les responde diez años
después, recordándoles que carecen de la
densidad necesaria para seguir
sosteniendo lo que habían “inventado” en 1979.
A todo lo largo de esa década, la visualidad no había hecho más que des/inflar su cometido inicial,
formulado -básicamente- sobre la
ejemplaridad de las obras de Dittborn y
Leppe. Hay que entender que Díaz comienza a existir en ese medio cuando “ocupa” el vacío dejado
por Leppe, que comienza a “retraerse” de la escena en 1984 (aprox.).
Entonces, titular la exposición sobre los últimos treinta o cincuenta años del arte chileno Una
imagen llamada palabra, omite desde la partida la memoria de ruptura que
ciertas obras significaron en el momento de mayor densidad de la plástica
chilena, que podemos situar sin dificultad entre los años 1975 y 1981. Sabiendo que estos cortes nunca son drásticos. Pero admitiendo que desde ese momento de densidad,
la historia de la plástica chilena se ha
reducido a la historia de “su escena”, más que a la historia de sus obras. El
curador-artista-docente no solo denota en su triple función, el nivel de
representabilidad de la crisis de su sector, sino que se convierte en el
síntoma más distintivo de la crisis de este tipo de historia, donde la
invención de la escena ha pasado a tener más importancia que la historia de las
obras.
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