En la edición del viernes 2 de diciembre en La Segunda,
Alfredo Jocelyn-Holt declara que “si se hiciera cargo de las cosas que se dicen
de (él), en una de ésas ya (se) habría cortado las venas, que presume es lo que
algunas personas quisieran”. Palabras que podría reproducir yo mismo a
propósito de ciertas declaraciones que, faltas de espesor histórico, he
decidido no responder. En verdad, ni siquiera las he leído, sabiendo desde qué
medio son emitidas. Cuando se conoce el origen de las operaciones de asesinato
mediático he resuelto ni siquiera enterarme.
Sin embargo, a pesar
suyo, Alfredo Jocelyn-Holt debía enterarse de las declaraciones adversas
emitidas por quienes recusaban la atribución del Premio Literario de la
Municipalidad de Santiago en la sección Referenciales. Para algunos, el premio no debió haber sido
otorgado en función de tres “argumentos”: desprestigiar a la U. De Chile,
megalomanía y posición conservadora. En definitiva,
ninguna de las tres acusaciones era suficiente. Puede que los tres “argumentos”
fueran efectivamente atendibles. Aún así, no son suficientes para recusar un
premio.
La torpeza de haber conocido los tres “argumentos” producto
de una filtración, impidió que los detractores tuviesen la ocasión de ejercer
su crítica en regla. Lo cual le proporcionó a Alfredo Jocelyn-Holt una ventaja
considerable en los medios.
Finalmente, la entrevista en La Segunda toma el rumbo de una
reflexión sobre la crisis y la incertidumbre del actual escenario político,
sancionado por el fallecimiento de Fidel Castro, que ha puesto de relieve el tema de las contradictorias relaciones
entre intelectuales y política. Lo
menciono porque si hay algo que ha caracterizado, a mi juicio, este último
período, ha sido la claudicación de dicha categoría, en la medida que –por
ejemplo-, las ciencias sociales no son más que productoras de insumos para la
industria de la gobernabilidad.
Dicho esto, no me queda más que esbozar algunas notas de mi
lectura de La escuela tomada, el
libro que nadie ha criticado en forma,
desde cuya omisión se han levantado todos tipo de comentarios;
justamente, para asegurar que su lectura sea efectivamente no realizada. Ya había leído la intervención de Bernardo
Subercaseaux, realizada durante la presentación del libro en la FILSA del año
pasado y me había dejado completamente insatisfecho.
Ahora bien: el propósito central no es el desprestigio de la
U. De Chile sino el abordaje crítico
del “deplorable estado actual de
las universidades chilenas” (página 30).
El libro tampoco es un “estudio” de la educación superior, sino sobre
todo un “libro de tesis crítica y denuncia” (página 33). De modo que, más que desprestigio, el libro
presenta –escribiendo en marxista-, una
análisis objetivo de la situación concreta.
Y en relación a la acusación de megalomanía, por el uso de la primera
persona interviniendo decisivamente en los hechos consignados, Alfredo Jocelyn-Holt hace suyas las apalabras de Javier Cercas en
Soldados de Salamina: “Así pues, lo que a continuación consigno no es lo que
realmente sucedió, sino lo que parece verosímil que sucediera; no ofrezco
hechos probados, sino conjeturas razonables” (página 36, nota 4).
Todas estas citas apuntan a fijar la atención sobre el
estatuto del historiador, a medio camino con el escritor de novelas de
no-ficción. Al fin y al cabo, se podría
sostener que los “conservadores”, más serían los propios detractores del premio
en cuestión, ya que probablemente se someten a las presiones simbólicas del
fantasma que los conmina a escribir en representación de los intereses de un
colectivo a la medida. Probablemente, a la medida de sus propias carreras
académicas.
No cabe duda que este libro se sitúa en las fronteras de la
“novela de origen” y del “informe de campo”, elaborado en la distancia corta
que compromete la posición del sujeto-historiador, que debe inventar las
condiciones de una distancia larga para poner en crisis su propia posición como
sujeto de enunciación. Esto no es
megalomanía, sino puesta en escena de un rigor mínimo conjetural.
Este es el verdadero giro historiográfico de Alfredo
Jocelyn-Holt, al tomar el modo y modelo de la toma como un acontecimiento que
permite ampliar la noción de “tiempo presente”, pues revitaliza el pasado
institucional tanto como el pasado textual de las fuerzas en presencia en un
conflicto, recuperando los indicios sedimentarios de las capas referenciales de
quienes operan el campo de fuerzas que el propio autor denomina “gallinero”,
señalando el límite topográfico de la lengua de poder: unos arriba, otros
abajo. Siendo ésta, la jerarquización puesta en evidencia por la posición de
los discursos de los agentes de la toma, que están referidos a la producción de “ilegitimidad” mediante la valorización de una acción que
desea ser reconocida como fuerza constituyente.
Lo más sorprendente, sin embargo, es que Alfredo Jocelyn. Holt produce una
sobre-metaforización que posee una
expansión verificable a nivel de superficie,
nada más que mencionando los edificios de un poder reducido y reducible, como una escuela
universitaria (Palacio de la Enseñanza de la Ley) en cuya cuenca semántica se
sedimentó “la Idea de Chile”, así como
adquirieron espesor los artificios
edificatorios de un poder amplificable que refieren a la “Práctica de la gobernabilidad
de Chile”; es decir, el Palacio de La Moneda.
En clave jocosamente junguiana, la escuela es el microcosmos
anticipativo que hace manifiesto un protocolo político-libidinal, destinado a
asegurar la posición de quienes, desde la Escuela de Leyes, van a producir la constitutividad de la Nueva Carta,
promovida desde La Moneda (mismamente), sin poder localizar en ella la potencia
radicalmente transformadora que la anima. De ahí la importancia de escoger la
foto para la portada del libro.
Esta fotografía reproduce la imagen de la entrada a la
Escuela y pone el énfasis en su carácter de arquitectura cívica-fascistizante, como escena significativa de la producción
universitaria de la “Idea de Chile”.
Esta réplica del barrio romano de EUR es el compendio de la “idea de una
idea”; la escuela, siendo el diminutivo que sirve para señalar lo que “se)
viene: lo Real de Chile. Pero no en términos de reverso, sino como una
conclusión; es decir, un final de
secuencia que acoge imaginariamente el
traslado de imagen, desde la arquitectura mussolinizante hacia la
edificabilidad del neoclásico “a lo pobre” de La Moneda.
Lo diré así: la Escuela Tomada precede a la Toma de La
Moneda, como asiento de la “nueva idea” de Chile. De este modo,
no hay una sola portada, sino dos portadas en este libro; la portada
manifiesta y la portada latente (Risas: chiste freudiano de pacotilla). De tal
modo, detrás de las columnas, debajo más bien, se localiza la silueta de lo
Real-representado-como-deseo. El libro está “escrito”, primero, como un libro
de imágenes (de la Biblia de Phillipson).
Lo que señala es la existencia de esta silueta como iamegen matricial de
la Idea de Chile, “coronada” por la
disposición emblemático-decorativa de los balaustres como síntoma de un
jacobinismo de opereta.
La portada del libro juega con la “proyección
constituyente” que apela a las raíces
arquitectónicas de la nueva soberanía constituida. Estando en juego, la arquitectura de la “nueva
constitución” como diseño y deseo anticipado de las fuerzas que la habilitan,
como momento de ruptura ejemplarizadora. Así como la porytada se sobrepone a la
imagen oculta de La Moneda en el deseo de los “tomistas”, el aparato de notas del libro reproduce el
valor de las secuencias capitulares, como si fuera la construcción de una gran
puesta en abismo discursiva, que conduce desde el análisis de la “toma” en sentido estricto a la catálisis
del sistema universitario en su conjunto y, por consiguiente, hacia la
parálisis de la gobernabilidad del Estado.
De este modo, no hay notas al pié de página en este libro,
sino que están consignadas al final de cada capítulo, como una extensión
“anecdótica”, donde adquieren un
valor significante que obliga a pensar
que el corpus solo ha sido pensado para
acarrearlas como “peso muerto”.
Sin embargo, son las notas, el sub-suelo del relato, que deben ser
leídas como “epifanías” joycianas.
Ciertamente, en este contexto discursivo el corpus se revela
como un hilo ordenador de notas. Y las notas, producen un “orden” de presentación
documentaria que proporciona acceso a una realidad que excede el campo
universitario, porque jamás estuvo pensada –la toma- para intervenir en la
trama interna, sino proyectarse a un “afuera” que la justificaría como
condición constituyente. La toma debe ser considerada como una situación
matricial por quienes están destinados a producir la pensabilidad de la Nueva
Constitución.
Todo esto me conduce a pensar en los fundamentos arcaicos de
la toma como un procedimiento
recurrente de la pulsión universitaria, no pudiendo dejar de recordar el gran escrito mural (dazibao) que dominaba la asamblea de
pobladores en un campamento (una toma de terreno) dominado por el MIR en 1970
en el paradero 20 de Santa Rosa: “Hoy día
la casa; mañana el Poder”.
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