viernes, 16 de diciembre de 2016

CANONIZACIÓN FALLIDA Y SOLUCIÓN DE COMPROMISO

El goce de leer El Mercurio está directamente ligado al descubrimiento de la transparencia de su política de escritura.  Juan Luis Martínez -ya que estamos en el momento de la re-publicación facsimilar de La nueva novela- escribe que  “La transparencia no podrá  nunca observarse a sí misma”.  Lo cual, en términos del  diario no es en caso alguno un cumplido. Me refiero, al régimen  de la escritura, no del periodismo, “que educa a sus lectores para admitir solo el efecto inmediato de unas ideas gruesas”.  




La frase  anterior la he obtenido del libro de Adan Kovacsics sobre Karl Kraus, publicado en el 2015 por la Ediciones UDP.  El periodismo es un gran productor de ideas gruesas.  En el entendido que dicha decisión editorial apunta a establecer la necesidad de la “mediatez” en el trabajo de “producción de lectura”; en particular, si se trata de la descripción y análisis del campo cultural.  Sabiendo de antemano que al describir, el diario ya anticipa la operación que convierte un objeto complejo en reflejo banal de la coyuntura.

Lo grave no es que las descripciones de proyección analítica adelgacen los problemas, sino que la  operación de “expropiación del lenguaje” convierta  el despojo del sentido en algo normal.  Esto quiere decir que expropiación de la experiencia y   banalización del mal no son más que la antesala de la “saciedad del espectáculo”.  Hablo, por cierto, del  receptáculo de la letra a través de su puesta en escena gráfica, que convierte la “sábana”  -el diario diagramado de “tamaño mercurio”-  en un mapa de intensidades de un valor inigualable, en el que se pueden leer unas señales de ruta que adquieren  el carácter de una cita envenenada.  

Lo anterior se verifica por la lectura de la edición de Artes &Letras del domingo 11 de diciembre, en la que se expone con magistral insistencia el sistema de  colocación de unas  preguntas decididamente mal formuladas,  como si la pasión estilística estuviera puesta en las condiciones inconscientes que determinan la calculabilidad de un deseo, que no puede dibujar el contorno de la silueta  del campo de su preferencia.  En eso, El Mercurio hace manifiesta su gran incomodidad al repetir la hipótesis  que inventó –hace ya unos números-  para dárnosla a entender .  Es el caso cuando formula  una pregunta  como la siguiente: Cerrillos ¿es un museo o un centro de arte contemporáneo?   Hace unos meses ya tendió la trampa a connotados profesores que cayeron en ella, haciéndolos responder sobre otra cosa. 

Nunca el ministro y su asesor estrella  han dicho que  Cerrillos sería un museo.  Aunque ya tenían la partida perdida desde un comienzo, porque El Mercurio le puso límite a la decibilidad del proyecto señalado.  Si bien es cierto, los mentados funcionarios jamás (ex)pusieron  los términos del simulacro, y cuando  le ofrecieron la ocasión de “explicarse”, el pobre  ministro  se complicó más de la cuenta, como era esperable.

La “gran  maldad” formal de  El Mercurio consiste en dejar hablar a la gente, cuando ésta más lo necesita.  Ya sea por ignorancia  historiográfica como por  ansiedad de   “aparecer en todas” para no tener que explicar nada,  un ministro  es un factor de riesgo que el diario necesita para hacerlo hablar en su propia lengua y ahogarlo en sus propios (des)propósitos.

Entonces, la voluntad de declarar a Cerrillos como un museo-que-no-es  deja entrever que lo que le importa a El Mercurio, en términos estrictos, es el MNBA, solo para hacer evidente el deseo de disponer de su dirección, dictando la política, instaurando el canon que  éste debiera hacer cumplir y manifestando que lo contemporáneo está al debe.  Pero no se da cuenta que hace evidente la visión conservadora y extremadamente convencional de lo que puede dar a entender por contemporáneo.   

Un museo es contemporáneo no porque expone obras  así llamadas contemporáneas, sino porque produce una lectura contemporánea de su propia colección y de las vinculaciones que esta tiene con el campo artístico. 




En su fallido intento por  conducir la musealidad chilena, incluyendo en su manejo a un museo universitario que se esfuerza por garantiza, aún en contra de su misma universidad,  El Mercurio  promueve indirectamente su privatización simbólica a través de la   autonomización  de su gestión, sin considerar que afecta la naturaleza misma de su dependencia institucional, al punto que  al defender al MAC   resulta notorio que su objetivo es –más que toda otra cosa-  denostar al MNBA.  ¿Acaso El Mercurio pretende definir la agenda de un museo público? Al no ser –políticamente- concebible una hipótesis de este carácter, debemos pensar en la exhibición de una ingenuidad que no tendría cabida. 

Lo que no se puede aceptar es que un museo, cualquiera que se tenga en mente, no puede seguir dignamente aceptando que los productores externos le fijen la programación por cuestiones de financiamiento.

De este modo, las cuatro páginas magníficas que El Mercurio nos ofreció el pasado domingo 11 de diciembre, no hablan del campo artístico más que a través de la visibilidad de un protocolo de intenciones, que define de modo eficaz una agenda que ni el propio CNCA podría alcanzar a madurar.  Pero en este caso, sería el protocolo de una derrota y la aceptación de una disconformidad que habría que entender como síntoma.

Las distinciones de las doble-páginas, distribuidas sabiamente  en “Arte” y en “Gestión cultural: patrimonio” adquieren el carácter de una propuesta cuasi ministerial para un próximo gobierno.  Nótese que los “dos puntos” sustituyen a la “y” en el enunciado.  Lo cual quiere decir que se patrimonializa la gestión cultural en provecho de  operaciones de espectacularización de la “herencia”, desde Egipto hasta Boticelli y Caravaggio.   Esto significa, mediante una  dogmática  insistencia,  poner en relevancia la ilustración católica de una  represión desplazada –en términos freudianos-  mediante un decurso letal por los factores místicos del color y de la “paleta”.   Lo cual le permite a El Mercurio omitir una muestra absolutamente contemporánea como (en)Clave Masculino,  descalificando con “blanda homofobia” la arriesgada apuesta curatorial de Gloria Cortés, que tuvo el valor adicional de relocalizar el debate local sobre las representaciones de la corporalidad[1].

Pero donde El Mercurio resulta más  fiel a si mismo que en ninguna otra ocasión plástica, es en el momento de considerar el rol de la pintura de Juan Domingo Dávila en la escena.  Lo relevante del caso es que en el marco de su deseo de canonización,  el diario admite su propio exceso y pone en relevancia a dos pintores que hacen manifiesto un universo que, desde la partida, resulta completamente anti-mercurial. 

Es decir, El Mercurio  demuestra su fortaleza  al incorporar  a la minoría decisiva que desde la infracción de las formas y de las normas, termina por consolidar una apuesta contraria a la manifestación de su deseo primero, por no decir, primario.   Juan Domingo Dávila y Voluspa Jarpa ponen por delante la erotización retenida como crítica y la descalificación de la letra por borradura de la prueba. 

En tal caso, las dos doble-páginas a las que me refiero  expresan  la existencia de dos políticas diferenciadas, que a la postre, se oponen, y de este modo, no son más que la manera de construir  una “solución de compromiso”.  En términos efectivos, el arte plástico –en Artes&Letras- está indirectamente colocado por sobre la gestión y el patrimonio, declarando su primacía formal, si bien los ejemplos con que se defiende no son los más adecuados,  aunque al fin y al cabo, no renuncia a  ocupar  una posición de apertura más significativa que la sostenida por  instituciones públicas aparentemente destinadas a definir la experimentalidad.

Más allá del deseo de definir por descarte  el canon del arte chileno y fracasando en su cometido,  la doble-páginas terminan por abandonar toda jerarquización y se apegan a la descripción de un ranking, traicionando su propósito.  Sin embargo, en aquellos momentos en que se obliga a reconocer de manera lateral determinadas situaciones,  como habla por el malestar de no haber podido omitirlas,  proporciona un indicio  excepcional  acerca de su  importancia capital en la coyuntura; a saber, la pintura de Juan Domingo Dávila y la publicación por parte de D21 de La nueva novela (tercera edición)[2].




[1] El nombre de Juan Pedro Godoy es mencionado como ejemplo de lo que no debiera ser expuesto en el MNBA por razones de “juventud”.  El criterio no es sostenible.  ¿Al MNBA solo debieran acceder los “jubilados” del arte?  Resulta inverosímil que este criterio sea empleado todavía.  Simplemente,  la pintura  de Juan Pedro Godoy no satisface el canon inconsciente de los redactores del recuento; los cuáles  no logran asumir el efecto de contigüidad que produce el colgaje de   Caravaggio, cuya “necesidad” tampoco es explicitada –más allá de las ventajas financieras de una oferta cerrada difícil de rechazar-   y que  se convierte en objeto de una parodia local.  En este contexto,  la sobredimensión de Caravaggio es  directamente proporcional al  dolor de no disponer en nuestra formación artística, un barroco adecuado. Pero contra eso, no se puede hacer nada; a menos que dispongan del MNBA para realizar la política implícita que se  da a leer en el recuento.

[2] Una precisión necesaria: Pedro Montes es un coleccionista, no un gestor. La connotación de esta última palabra en la escena cultural chilena  no corresponde al estatuto del coleccionista que dispone de una sala destinada a poner en valor una colección. El sentido que tiene el espacio, entonces, está determinado por unas opciones formales que  reproducen la voluntad de exhibir  obras cuya indeterminación abren un campo de referencia,  y responden a interpelaciones formuladas desde las obras que forman parte de la colección.  Lo decisivo en este gesto no radica en “exhibir sin cobrar porcentaje por la venta de las obras”, como  se ha señalado en el recuento.    Pedro Montes  participa en la tercera edición de La nueva novela de Juan Luis Martínez, en primer lugar, porque a su actividad de coleccionista agrega  la de editor de poesía y ensayos, al poner en pie la editorial Pequeño Dios. En segundo lugar, porque en la colección, la obra visual de Juan Luis Martínez ocupa un lugar significativo, junto a las obras visuales de otros poetas chilenos contemporáneos, como Claudio Bertoni y Diego Maquieira.  Esto es lo que hace la diferencia entre un coleccionista-editor de un “gestor cultural”.

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