El goce de leer El
Mercurio está directamente ligado al descubrimiento de la transparencia de
su política de escritura. Juan Luis
Martínez -ya que estamos en el momento de la re-publicación facsimilar de La nueva novela- escribe que “La transparencia no
podrá nunca observarse a sí misma”.
Lo cual, en términos del
diario no es en caso alguno un cumplido. Me refiero, al régimen de la escritura, no del periodismo, “que educa
a sus lectores para admitir solo el efecto inmediato de unas ideas gruesas”.
La frase anterior la
he obtenido del libro de Adan Kovacsics sobre Karl Kraus, publicado en el 2015
por la Ediciones UDP. El periodismo es
un gran productor de ideas gruesas. En
el entendido que dicha decisión editorial apunta a establecer la necesidad de
la “mediatez” en el trabajo de “producción de lectura”; en particular, si se
trata de la descripción y análisis del campo cultural. Sabiendo de antemano que al describir, el
diario ya anticipa la operación que convierte un objeto complejo en reflejo
banal de la coyuntura.
Lo grave no es que las descripciones de proyección analítica
adelgacen los problemas, sino que la
operación de “expropiación del lenguaje” convierta el despojo del sentido en algo normal. Esto quiere decir que expropiación de la
experiencia y banalización del mal no son más que la
antesala de la “saciedad del espectáculo”.
Hablo, por cierto, del receptáculo
de la letra a través de su puesta en escena gráfica, que convierte la “sábana” -el diario diagramado de “tamaño mercurio”- en un mapa de intensidades de un valor
inigualable, en el que se pueden leer unas señales de ruta que adquieren el carácter de una cita envenenada.
Lo anterior se verifica por la lectura de la edición de Artes &Letras del domingo 11 de
diciembre, en la que se expone con magistral insistencia el sistema de colocación de unas preguntas decididamente mal formuladas, como si la pasión estilística estuviera
puesta en las condiciones inconscientes que determinan la calculabilidad de un
deseo, que no puede dibujar el contorno de la silueta del campo de su preferencia. En eso, El
Mercurio hace manifiesta su gran incomodidad al repetir la hipótesis que inventó –hace ya unos números- para dárnosla a entender . Es el caso cuando formula una pregunta como la siguiente: Cerrillos ¿es un museo o un
centro de arte contemporáneo? Hace unos
meses ya tendió la trampa a connotados profesores que cayeron en ella, haciéndolos
responder sobre otra cosa.
Nunca el ministro y su asesor estrella han dicho que
Cerrillos sería un museo. Aunque
ya tenían la partida perdida desde un comienzo, porque El Mercurio le puso límite a la decibilidad del proyecto señalado. Si bien es cierto, los mentados funcionarios
jamás (ex)pusieron los términos del
simulacro, y cuando le ofrecieron la
ocasión de “explicarse”, el pobre
ministro se complicó más de la
cuenta, como era esperable.
La “gran maldad” formal
de El
Mercurio consiste en dejar hablar a la gente, cuando ésta más lo necesita. Ya sea por ignorancia historiográfica como por ansiedad de
“aparecer en todas” para no tener que explicar nada, un ministro
es un factor de riesgo que el diario necesita para hacerlo hablar en su
propia lengua y ahogarlo en sus propios (des)propósitos.
Entonces, la voluntad de declarar a Cerrillos como un museo-que-no-es deja entrever que lo que le importa a El Mercurio, en términos estrictos, es
el MNBA, solo para hacer evidente el deseo de disponer de su dirección,
dictando la política, instaurando el canon que éste debiera hacer cumplir y manifestando que
lo contemporáneo está al debe. Pero no
se da cuenta que hace evidente la visión conservadora y extremadamente
convencional de lo que puede dar a entender por contemporáneo.
Un museo es contemporáneo no porque expone obras así llamadas contemporáneas, sino porque
produce una lectura contemporánea de su propia colección y de las vinculaciones
que esta tiene con el campo artístico.
En su fallido intento por
conducir la musealidad chilena, incluyendo en su manejo a un museo
universitario que se esfuerza por garantiza, aún en contra de su misma
universidad, El Mercurio promueve indirectamente su privatización
simbólica a través de la autonomización
de su gestión, sin considerar que afecta
la naturaleza misma de su dependencia institucional, al punto que al defender al MAC resulta notorio que su objetivo es –más que
toda otra cosa- denostar al MNBA. ¿Acaso El Mercurio pretende definir la agenda
de un museo público? Al no ser –políticamente- concebible una hipótesis de este
carácter, debemos pensar en la exhibición de una ingenuidad que no tendría
cabida.
Lo que no se puede aceptar es que un museo, cualquiera que
se tenga en mente, no puede seguir dignamente aceptando que los productores
externos le fijen la programación por cuestiones de financiamiento.
De este modo, las cuatro páginas magníficas que El Mercurio nos ofreció el pasado
domingo 11 de diciembre, no hablan del campo artístico más que a través de la
visibilidad de un protocolo de intenciones, que define de modo eficaz una
agenda que ni el propio CNCA podría alcanzar a madurar. Pero en este caso, sería el protocolo de una
derrota y la aceptación de una disconformidad que habría que entender como
síntoma.
Las distinciones de las doble-páginas, distribuidas
sabiamente en “Arte” y en “Gestión
cultural: patrimonio” adquieren el carácter de una propuesta cuasi ministerial
para un próximo gobierno. Nótese que los
“dos puntos” sustituyen a la “y” en el enunciado. Lo cual quiere decir que se patrimonializa la
gestión cultural en provecho de
operaciones de espectacularización de la “herencia”, desde Egipto hasta
Boticelli y Caravaggio. Esto significa, mediante una dogmática insistencia,
poner en relevancia la ilustración católica de una represión desplazada –en términos freudianos- mediante un decurso letal por los factores
místicos del color y de la “paleta”. Lo
cual le permite a El Mercurio omitir una
muestra absolutamente contemporánea como (en)Clave
Masculino, descalificando con
“blanda homofobia” la arriesgada apuesta curatorial de Gloria Cortés, que tuvo
el valor adicional de relocalizar el debate local sobre las representaciones de
la corporalidad[1].
Pero donde El Mercurio
resulta más fiel a si mismo que en
ninguna otra ocasión plástica, es en el momento de considerar el rol de la
pintura de Juan Domingo Dávila en la escena. Lo relevante del caso es que en el marco de su
deseo de canonización, el diario admite
su propio exceso y pone en relevancia a dos pintores que hacen manifiesto un
universo que, desde la partida, resulta completamente anti-mercurial.
Es decir, El Mercurio demuestra su fortaleza al incorporar a la minoría decisiva que desde la infracción
de las formas y de las normas, termina por consolidar una apuesta contraria a
la manifestación de su deseo primero, por no decir, primario. Juan
Domingo Dávila y Voluspa Jarpa ponen por delante la erotización retenida como
crítica y la descalificación de la letra por borradura de la prueba.
En tal caso, las dos doble-páginas a las que me refiero expresan la existencia de dos políticas diferenciadas,
que a la postre, se oponen, y de este modo, no son más que la manera de
construir una “solución de
compromiso”. En términos efectivos, el
arte plástico –en Artes&Letras- está indirectamente colocado por sobre la
gestión y el patrimonio, declarando su primacía formal, si bien los ejemplos
con que se defiende no son los más adecuados,
aunque al fin y al cabo, no renuncia a
ocupar una posición de apertura
más significativa que la sostenida por instituciones públicas aparentemente
destinadas a definir la experimentalidad.
Más allá del deseo de definir por descarte el canon del arte chileno y fracasando en su
cometido, la doble-páginas terminan por
abandonar toda jerarquización y se apegan a la descripción de un ranking,
traicionando su propósito. Sin embargo,
en aquellos momentos en que se obliga a reconocer de manera lateral
determinadas situaciones, como habla por
el malestar de no haber podido omitirlas,
proporciona un indicio
excepcional acerca de su importancia capital en la coyuntura; a saber,
la pintura de Juan Domingo Dávila y la publicación por parte de D21 de La nueva novela (tercera edición)[2].
[1] El nombre de Juan Pedro Godoy es mencionado como
ejemplo de lo que no debiera ser expuesto en el MNBA por razones de
“juventud”. El criterio no es
sostenible. ¿Al MNBA solo debieran
acceder los “jubilados” del arte?
Resulta inverosímil que este criterio sea empleado todavía. Simplemente,
la pintura de Juan Pedro Godoy no
satisface el canon inconsciente de los redactores del recuento; los cuáles no logran asumir el efecto de contigüidad que
produce el colgaje de Caravaggio, cuya “necesidad” tampoco es
explicitada –más allá de las ventajas financieras de una oferta cerrada difícil
de rechazar- y que se convierte en objeto de una parodia
local. En este contexto, la sobredimensión de Caravaggio es directamente proporcional al dolor de no disponer en nuestra formación
artística, un barroco adecuado. Pero contra eso, no se puede hacer nada; a
menos que dispongan del MNBA para realizar la política implícita que se da a leer en el recuento.
[2] Una precisión necesaria: Pedro Montes es un
coleccionista, no un gestor. La connotación de esta última palabra en la escena
cultural chilena no corresponde al
estatuto del coleccionista que dispone de una sala destinada a poner en valor
una colección. El sentido que tiene el espacio, entonces, está determinado por
unas opciones formales que reproducen la
voluntad de exhibir obras cuya
indeterminación abren un campo de referencia, y responden a interpelaciones formuladas desde
las obras que forman parte de la colección. Lo decisivo en este gesto no radica en
“exhibir sin cobrar porcentaje por la venta de las obras”, como se ha señalado en el recuento. Pedro
Montes participa en la tercera edición
de La nueva novela de Juan Luis
Martínez, en primer lugar, porque a su actividad de coleccionista agrega la de editor de poesía y ensayos, al poner en
pie la editorial Pequeño Dios. En
segundo lugar, porque en la colección, la obra visual de Juan Luis Martínez
ocupa un lugar significativo, junto a las obras visuales de otros poetas
chilenos contemporáneos, como Claudio Bertoni y Diego Maquieira. Esto es lo que hace la diferencia entre un
coleccionista-editor de un “gestor cultural”.
Es José Pedro Godoy, no Juan Pedro.
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