Al momento de aplicar
a un simposio de estética, no se piensa
sino en formular una hipótesis y escribir unas propuestas a desarrollar, que
formen parte de una política de trabajo. Es lo que hice. Exponer un momento de
una política de escritura. El formato de simposio solo satisface la modalidad
de formulación de un debate en curso, en el terreno de fricción entre la
fotografía y las artes visuales. No es
más que eso. La cobertura académica es
una excusa de inscripción en un zona donde todos parecen trabajar para informar
sus nombres en el universo de la indexación.
En la crítica independiente, que suele depender de una
práctica de investigación autónoma, sin lazos de dependencia ni de
garantización universitaria, el trabajo
de fondo no está determinado por el “proyectismo” fondecytizado, sino que
deambula en la frontera de una escritura
estroboscópica de filiación joyciana, guardando las proporciones. Lo que para mí era significativo en junio de
este año, en el marco de una polémica implícita en el campo exhibitivo de la
fotografía, no lo es para una entidad académica que, sin embargo, intenta
dictar pautas sobre la tolerabilidad
analítica.
Sin embargo, el relato que asume sus condiciones de avance
como retrato de la situación concreta en
que la ficción teórica se toma por
objeto de si misma, no hace más que sostener el malentendido como soporte de
variación académica para iluminar una escena de manera discontinua y formular
como título, la cuestión del delito como
condición formal de una escena de
arte. Todo esto apunta a fijar la
co/dicción del título: “El delito como condición foral de una escena de
arte”. Ciertamente, porque frente a la
ingenuidad de una empresa distintiva de la rostroeidad de Chile, me cupo formular la hipçótesis acerca de la
dependencia que ésta tiene respecto de la fotografía judicial y criminológica,
en el estado actual de la lucha de clases en el campo de la imagen.
Esto significaba poner en (e)videncia la condición del delito, como configuración
de una determinación que suspende los juicios destinados a citar los fragmentos
de obras leídas a destiempo; digamos, con el retraso necesario para que la
academia pueda incorporar a sus planes de estudio la correcta política de
reproducción de funciones.
Pongamos por caso:
situada la escena de reproducción de una lectura se identifica una
operación de omisión y de encubrimiento de las bibliografías que pudieran poner
en duda la precursividad de voracidades específicas, en una zona extra-universitaria. La producción escritural más significativa
jamás estuvo en la universidad, ni menos en institutos de adjetivación
estética, por efectos de compensaciones reformísticas. No es
explicable a simple vista la permanencia de un instituto de estética, cuyo
origen se remonta a las compensaciones eclesiales internas, producto de una
reforma derrotada. Pero mantenerse como enclave social-cristiano en una
universidad católica durante la dictadura toda, es una hazaña que disfrutan los
herederos en su afán por alcanzar privilegios tardíos.
Al hablar de delito me remito, entonces, a una polémica
reconstructiva acerca de los “usos de Barthes” en la coyuntura de lectura de
1980. De modo que esta polémica por los
usos de lectura, por ejemplo, no
compromete espacio universitario alguno, en 1980 y 1981, porque los agentes que
la llevan a cabo operan en sus “márgenes”.
Y se trata de usos remitidos a políticas de escritura diferenciada y
políticamente excluyente, que tiene como soportes de expresión revistas independeientes.
Entonces, en la dinámica de los usos, tenemos a los
sociólogos que leen Mitologías, a los
escritores joycianos que se aferran a la filosofía epicúrea de Placer del Texto y a los buscadores de
teoría fotográfica, que se pierden en Camara
lúcida y nunca entienden que se trata tan solo de una filosofía de la
afección. Pero de todo esto se
distribuye una acalorada cantidad de citas destinadas a formatear la pulsión
inaugural de toda las imposturas que le
conocemos a las “vanguardias” plásticas
en función.
Sin embargo, la ansiosa fijación de precursividad
nos conduce a las primeras versiones de la obra de arte en la época de
su reproductibilidad técnica, leída bajo la amenaza de
colocar sobre el hipostalinismo del Taller de Artes Visuales y de su abuelo desalmado, todo el peso del
inconsciente óptico, cuando todavía estaban
sobredeterminados por el inconsciente mimeográfico de una izquierda
derrotada, que se afanaba por instalar una política de la memoria perdida
susceptible de transformarse en apoyo financiero para el desarrollo de un proyecto
de comunicación alternativa, que ayudaría a convencer a los estadounidenses de
la inmoralidad de su política exterior. La política de la imagen victimalizante
podía ser convertible -en los noticiarios
del mundo- en una lucha heroica, por quienes invertían sus peligros en momentos las carreras parlamentarias futuras.
En 1981, la teoría de la imagen provenía de la lucidez de la
cita en contra de la determinación tecnológica del inconsciente, pero sin
emitir noticia alguna de las historias de los conceptos puestos en juego. Hasta que un buen día me encontré con el
ejemplar de un libro que algunos mostraban por debajo de las mesas. La gran
novedad de esta información retenida hasta el momento era que señalaba la deuda
que el arte moderno tenía respecto de la fotografía judicial. Nadie lo hubiese imaginado. Estaba en un
libro de un autor italiano en la biblioteca de la Escuela de Derecho. Todo el
material de referencia lombrosiano dejaba a Warhol a la altura de un farsante
que omitía las fuentes. Y no estaba del
todo fuera de punto. Al fin y al cabo, la fotografía judicial instalaba algo
mas que su propia tecnología; sino que hacía evidente el efecto ideológico de
la técnica en la invención del retrato-fotográfico. Pero todo eso era considerado un delito. Es decir, un delito por la omisión forzada de
las fuentes y un delito porque perturbaba la continuidad darwiniana de la
historia oficial de la fotografía. Y al
final de todo, lo que aparecía en su evidencia era la impostura de quienes
instalaban en un terreno de des/información convenientemente alimentada, la
precursividad voraz de sus incursiones
en la manufactura de la historia de la imagen, buscando a la fuerza editar un
giro epistemológico que alcanzaba evidentemente los rasgos de una revolución
galileana, en las artes visuales, por cierto.
Por es entonces, la fotografía chilena, en su
escrituralidad, era muy precaria. Lo sigue siendo. Pero en 1981 no era objeto de inversiones
académicas por institutos que abordan hoy día, con el retraso adecuado, la norma de sus juicios indexables.
El caso es que para hablar de estas omisiones y de los
efectos en la reconstrucción de las bibliografías desplazadas por
transferencias averiadas, me entero que debo cancelar ciento veinte
dólares. Debo pagar con el propósito de hacer viable la circulación académica de mi
discurso. En septiembre recibí una
advertencia para cancelar una rebaja. No le tomé el peso. Pensé que se trataba
de una broma. Imaginé que era la cuota exigida a quienes asistirían como
público al simposio. Grave error. Yo no pido rebaja. Yo no pago por escribir
una ponencia y leerla. Debiera cobrar,
incluso, por participar. Y si me hacen aplicar, ello o excluye la posibilidad
de que la entidad universitaria pague por mi prestación. No estoy en la
situación de ser escogido para ser garantizado.
La garantización está dada por la diagramaticidad de mi discurso.
Sin embargo, imagino que es una costumbre anglosajona, en
que la participación a un simposio está
asumida por un financiamiento ya contemplado en los ítems de los proyectos de
mejoramiento académico, sin favorecer –en lo absoluto- la escrituralidad de los
críticos autónomos, no universitarizados, pero por cuya práctica se han
constituido los objetos de estudio que la academia reproduce como si fueran
conquistas propias.
Porque lo que queda en evidencia es que la autonomía no está
garantizada por el aparato universitario y que todo intento de participación en
un simposio de esta naturaleza, solo
apunta a acumular puntos en una medición que solo tiene el propósito de reproducir condiciones de validación de su
propio enclave.
En plena discusión sobre gratuidad y calidad de la educación
superior, el pago de inscripción exigido a un exponente, resulta –por lo menos- una medida
“curiosamente extemporánea”.
Dejémoslo aquí. La culpa es mía. La única forma de aplicar para un debate en el seno de una escena -plástica y fotográfica- es tener que pasar por esta incidencia, que califica la distancia teórica y financiera con que el
espacio académico asume la existencia de polémicas formales que lo
sobrepasan y que configuran tardíamente su objeto de trabajo.
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