Se supone que desde ese momento el arte ingresa en una nueva
era. Sin embargo, en Chile, tenemos que reconocer la existencia de
prácticas artísticas para cuyos agentes la noticia del gran premio de Venecia
todavía no ha sido recepcionada. Y aquellos que la han recibido deben aprender
de inmediato que el arte contemporáneo experimenta una decadencia abismante,
que no justificaría en absoluto una inversión pública.
Imaginen ustedes que el overol de Brugnoli es apenas
contemporáneo de los assemblages del
insigne americano. O sea, estamos
hablando de 1963.
De modo que si arte contemporáneo es el arte-haciéndose, éste está contaminado de residuos de prácticas
pre-modernas y tardo-modernas que hacen de la escena chilena un campo de
desarrollo combinado y desigual. Un
ejemplo de esto es la lamentable exposición de la colección del MAC, fundado
por decreto universitario a fines de los años cuarenta. Eso que resultó fue llamado “museo de arte
contemporáneo”, pero en los hechos ha sido apenas un museo de arte
tardo-moderno. Lo cual nos introduce en
la posibilidad real de que todo lo que se produce en nuestra contemporaneidad,
no sea –necesariamente- contemporáneo.
Este campo posee varias escenas de consistencia
diferenciada, dominada por un sector institucional contemporáneo que define la
dependencia de la formación (escuelas) y de la patrimonialidad (museos) .
La paradoja es que se mantiene un espacio de formación, que es totalmente independiente de la
creación y de la patrimonialidad. Las
mallas curriculares retienen y reproducen un universo de determinaciones, desde presupuestarias hasta rituales; la creación se ubica, en
cambio, en el terreno de lo
indeterminado, de la “utopía”. Para producir su inserción retro/versiva al sistema
real de arte. Incluso, la
lógica de la formación soporta difícilmente la lógica de la creación.
En cuanto a la
patrimonialidad, si distinguimos su acción en producción de archivos y manejo
de colecciones, veremos que la institucionalidad que les corresponde por
historia, mantiene una relación de distanciación con la creación, si bien
proporciona los insumos necesarios para su ejecución.
Es preciso separar de manera radical la creación, tanto de
la patrimonialidad como de la formación.
De hecho, la existencia de un campo combinado y desigual como el que he descrito es el producto
directo de la falla
histórico-estructural de la formación. Por otro lado, los archivos y los museos no
cubren solo el período de la contemporaneidad, sino que se les obliga a asumir
la archividad de todo el arte producido en el territorio, así como sostener la
coleccionabilidad de sus piezas (en lo posible) más relevantes. Aún así, resulta insuficiente, por la
ausencia de colecciones públicas. Para escribir de arte chileno no es posible
recurrir solo a fuentes públicas.
Existe, pues, un déficit.
Si pensamos en poner la producción de obra en el centro de
una política pública, debemos hacerlo de tal manera que su diagrama determine
la coleccionabilidad de las piezas
significativas del arte del presente,
así como el acopio de los documentos que
construyen el discurso de posteridad de las obras. Para ello, sin embargo, es necesario reconstruir dicho diagrama; tarea que no
depende de un consenso sino del reconocimiento de un campo polémico
determinado.
¿Cómo se reconoce un campo polémico?
Todo el arte posterior a los años sesenta -con fronteras relativamente flexibles-
debe ser susceptible de ser recuperado por un dispositivo
coleccionístico, que exprese las decisiones implicadas en una criterización definida por el diagrama
previamente mencionado. Pueden
co-existir una pluralidad de diagramas, no clasificados por soporte sino por
ejes simbólicos de determinación de
sub-campos, formulados a partir de la lectura de las coordenadas que han
dibujado las tensiones del arte chileno contemporáneo de los últimos cincuenta
años.
Sin embargo, el
establecimiento de un período largo no contribuye a la conversión de planes de
acción instituyente en relación de dependencia estructural con determinadas
obras. Apenas una política nacional está pensada para un quinquenio. En
relación a este último medio siglo, los
sub-períodos parecen no dispensar la misma densidad. En el entendido que la producción de densidad
está determinada por los ejes dominantes de las coyunturas en que se
distribuyen las líneas efectivas de productividad.
A título de ejemplo,
someto a consideración la siguiente distinción: Artes de la Huella, Artes de la Excavación y
Artes de la Disposición. Poseo suficientes obras y un reducido número de
artistas para señalar los límites de este encuadre. Para conectar con el comienzo de esta
entrega, las primeras artes mencionadas coinciden con la fecha señalada por
Rauschenberg. La contemporaneidad
chilena es un efecto de aceleración que
cubre un salto formal que salda la
carencia de modernidad plástica. La
primera mitad del siglo XX está determinada por la ley de la analogía
dependiente. Solo desde 1962 en adelante
es posible romper con dicha determinación y postular a una autonomía discursiva
y plástica que va a definir la decibilidad del manchismo de izquierda en la
organización del campo, a través del copamiento orgánico de la Facultad de Artes
de la Universidad de Chile, a partir de 1962.
Sin embargo, de esa coyuntura, signada por las obras
balmesianas de entre-dos fechas: 1962 (Grupo Signo, Madrid) y 1965 (Santo Domingo),
existe apenas un discurso de posteridad.
El impulso de dichas obras se agota en 1972, en el seno de la misma
organicidad ya apuntada. Es el
sub-período que acoge a las Artes de la Huella.
Las Artes de la Excavación se disponen a ser reconocidas a
partir de la Obra Dittborn y el diagrama
que afecta las condiciones de transferencia
discursiva, a través del desarrollo e implementación de diversas y
sucesivas tácticas impresivas (Hilvanes y pespuntes para una poética de las
artes visuales, 1980) que permiten distinguir las áreas de ejecución de las
obras de un conjunto de artistas cuyo trabajo será realizado principalmente
entre 1976 y 1985.
Las Artes de la Disposición, por su parte, pueden ser
reconocidas a partir de la Obra de Mario Navarro, cuya consolidación como determinante de coordenadas apenas se
establece a partir de 1997 en
adelante. La dispositividad de Navarro
declara el estado de inanición de la furia
instalacional que cubre el horizonte
de la primera transición democrática, para
reconocer la simple disponibilidad de unos objetos-pensamiento que prolongan el
principio establecido por Dittborn, en 1978, en torno a las relaciones
entre artista, historia política e historia del arte.
Las tres distinciones anteriores cubren un período de medio
siglo y trabajan, si bien, inicialmente, de manera secuencial y en una cuasi dependencia
abrumada por indicadores de continuidad y ruptura, terminan por operar
de manera simultánea en la actualidad.
Si hay que poner a
las obras en el centro de la distinción de los
campos administrativos que aseguren una conveniente gestión de recursos
en el terreno del arte contemporáneo, es
preciso concentrar nuestros esfuerzos en el próximo quinquenio, pero a partir
de la lectura de la producción del
quinquenio inmediato, a partir de las coordenadas determinadas por la
combinación de las tres Artes ya declaradas, que como he señalado, operan de manera
simultánea. Solo esta lectura va a determinar, a s vez, las relaciones de transferencia entre un
quinquenio que se termina y el otro en
el que se prolonga de manera
problemática.
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