Una de las cuestiones más complejas en el
discurso de posteridad de obra de un artista es la de la inscripción. Ni es lo
mismo que reconocimiento. Inscripción quiere decir incidencia efectiva en la
ordenación de un campo. El reconocimiento puede ser el que determina el precio
atribuido a la obra. Hay artistas que solo tienen buen precio de mercado, pero
que no inciden en la configuración del campo. Es lo que le ocurrió en un
momento a Cienfuegos, por nombrar uno más visible que otros en este terreno. Su
gran reconocimiento en el orden de los precios no por ello lo convirtió en un
artista incidente. De manera análoga, artistas como Gonzalo Díaz, que han sido
incidentes en la escena, apenas tienen precio de mercado porque ni siquiera
tienen galería. Si su obra está en
algunas colecciones, ello ha obedecido más bien a la búsqueda que curadores/críticos/asesores de
colecciones importantes han realizado en
el campo, para definir una compra, que al esfuerzo de operadores de arte por
colocar la obra en colecciones eminentes.
En el caso de Balmes, el nicho de mercado al que accede es más bien
restringido, ya que solo pueden tener
interés en su obra quienes realmente conocen su trayectoria formal. En un
momento se fijó el interés por su obra de los
años sesenta y se consolidó un corpus.
Existe un conjunto de obras que pertenecen a coleccionistas privados y
que fijan la “balmesianidad” de los sesenta.
Por ejemplo, todo lo relativo al momento de producción que se define
entre su regreso del viaje a Europa de 1962 y la serie de Santo Domingo de
1965. Sin embargo, Balmes no puede ser conocido por ese corto periodo.
La obra de los años setenta, también está en colecciones privadas. Es
decir, se trata de retratos del Che y de Lumumba, realizados entre 1967 y 1969,
antes de la emblemática pintura No (a la sedición), de 1971. ¿Qué es lo que
pasa con esa obra? Como pertenecen a
colecciones privadas, no es posible promover su adquisición por museos eminentes
de arte latinoamericano, situación que
colaboraría en su inscripción.
Una colección privada, por si sola, no es
suficiente para inscribir la obra de un artista. La propia colección debe estar
inscrita, a su vez, para que sus adquisiciones
se conviertan en formas de validación y garantización de la posición del
artista en una escena. Y para que una
colección esté inscrita, ello supone su reconocimiento por otras colecciones
mayores y referenciales.
Las obras de Balmes, en colecciones
privadas, no van para ninguna parte, a menos que se musealicen. Lo cual implica
reconocer que su ingreso a una colección pública puede ser un elemento
decisivo, porque el museo posee facultades de validación que el coleccionista
privado no tiene. Por de pronto, el
museo es por si mismo, independiente de
si es “bueno” o “malo”, un aparato discursivo.
El ingreso de una obra a su colección
significa que ingresa a un discurso ya constituido, por la historia, por la
crítica. Las colecciones privadas tienen una gran dificultad para producir
discursividad propia. Una de las maneras
de obtenerla es produciendo editorialidad sobre conjuntos de obras
determinadas, que pasan a ser reconocidas como “las obras de tal artista en la
colección de tal coleccionista”. Es la
única manera de relevar significancia. No tanto organizar exposiciones, sino
producir libros y sostener líneas de estudios independientes.
Producir libros o producir catálogos es
una empresa que no deja de tener sus bemoles, porque no es posible forzar el
destino de las obras con un escrito. Las
exposiciones solo son una inversión inútil que acarrea consigo gastos de
traslado, de seguros, de catálogo, cuyo rédito es mínimo. Ni siquiera armando un circuito en museos,
pongámosle, latinoamericanos.
El interés por la pintura chilena
contemporánea no existe. No hay que sentirse
mal por eso. No hay necesidad ni deseo
alguno involucrado, a menos que un coleccionista esté dispuesto a poner
muchísima plata; cosa que no va a hacer, porque va a ir a solicitar la ayuda al
CNCA y a RREE.
Y
no hay ninguna empresa que esté dispuesta a sostener esta inversión que, por lo
demás, nadie podría ni sabría justificar. A menos, como digo, que resulte de una
decisión de colocación eminente en la que se debe invertir un gran caudal, no
solo financiero, sino de construcción de redes de prestigio en el terreno de la
musealidad latinoamericana. Lo cual dista mucho de ser efectivo. Por que lo primero que habría
que definir en la colocación de qué
artista se va a invertir, en un largo plazo.
No hay “consenso”. Y los oscuros
y escasos consensos que hay, apenas dan para apostar por la circulación internacional de un artista que apenas ha
sido reconocido en el plano interno. Tenemos
casos dramáticos, por no decir patéticos, de itinerancias que ya estaban
fatigadas antes de partir, y que solo dieron
para un museo en Cuba, una galería en Francia, etc. Así no funciona el sistema.
Las obras de Balmes en colecciones
privadas tienen un solo destino para inscribirse: ser entregadas en comodato al
MNBA. Una pintura como NO, por ejemplo, no puede estar colgada en el hall
de acceso de un edificio del barrio El Golf. Es muy doloroso pensar en las condiciones de su producción y en el
destino que e ha sido reservado. Esta
pintura debe ser propiedad de la nación.
Si no, que sea ingresada como un
préstamo, con todas las prevenciones que sean necesarias. No es una mala solución. Un coleccionista
privado sería reconocido por un gesto significativo de utilidad pública.
Si lo anterior no es posible, entonces,
que el Estado haga una oferta de compra. Y que el coleccionista actúe con
la consecuencia ética debida. Solo en una colección pública esa pintura
podrá estar inscrita en un decurso histórico y problemático.
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