En 1972,
José Balmes realiza un cuadro que titula “No”. Balmes ya llevaba treinta y tres
años en el país y tenía ciudadanía chilena. Era, a su propio decir, el más
chileno de los exilados españoles. Rápidamente dejó de hablar con acento. En
1939 había ingresado a los cursos libres, siendo estudiante de secundaria. Sin
embargo, esta vida será bastante particular, ya que si bien había asistido al Liceo Barros Borgoño, pasó
directamente a seguir los cursos libres de la Escuela de Bellas Artes.
Lo particular de la situación es que siendo ésta una escuela universitaria, poseía sin embargo la flexibilidad para recibir estudiantes de enseñanza secundaria, para lo cual terminó habilitando un establecimiento que tomó el nombre de Instituto Secundario de la Facultad de Bellas Artes. A esta escuela asistían jóvenes escolares de entre 13 y 17 años que durante el día seguían cursos de Música y Artes Plásticas, como alumnos especiales de la Facultad, mientras que en horario vespertino seguían sus cursos de enseñanza secundaria. Gran parte de los jóvenes músicos de ese entonces serán sus colegas, más tarde, y ocuparán posiciones de relieve en el aparato universitario de los años 60-70. Ello hace que José Balmes inicie su permanencia en la Escuela de Bellas Artes, prácticamente en el mismo momento de su arribo a Chile, en septiembre de 1939. Desde esa fecha hasta 1973, su vida artística y política estuvo vinculada a su pertenencia universitaria, como alumno, como profesor, como director de escuela, y, finalmente, como decano, en 1970.
Lo particular de la situación es que siendo ésta una escuela universitaria, poseía sin embargo la flexibilidad para recibir estudiantes de enseñanza secundaria, para lo cual terminó habilitando un establecimiento que tomó el nombre de Instituto Secundario de la Facultad de Bellas Artes. A esta escuela asistían jóvenes escolares de entre 13 y 17 años que durante el día seguían cursos de Música y Artes Plásticas, como alumnos especiales de la Facultad, mientras que en horario vespertino seguían sus cursos de enseñanza secundaria. Gran parte de los jóvenes músicos de ese entonces serán sus colegas, más tarde, y ocuparán posiciones de relieve en el aparato universitario de los años 60-70. Ello hace que José Balmes inicie su permanencia en la Escuela de Bellas Artes, prácticamente en el mismo momento de su arribo a Chile, en septiembre de 1939. Desde esa fecha hasta 1973, su vida artística y política estuvo vinculada a su pertenencia universitaria, como alumno, como profesor, como director de escuela, y, finalmente, como decano, en 1970.
En 1972,
el conflicto político en Chile está a punto de alcanzar su mayor grado de
expresión. De hecho, en octubre de ese año el Gobierno Popular enfrenta una
huelga de empresarios y la actividad conspirativa de sectores sociales de
oposición hacen temer el desencadenamiento de un golpe de estado. Este tendrá
lugar en septiembre de 1973, un año después, obligando a José Balmes a tomar
por segunda vez en su vida, el camino del exilio.
¿Cuál es
el conflicto político de la pintura en 1972? El muralismo brigadista ha sido puesto a circular en el imaginario de
los artistas, como una amenaza culpabilizante que fija un estatuto represivo
acerca del rol del artista en un proceso de transformaciones sociales. Las brigadas
de pintura mural, procedentes en su origen del aparato de agitación y
propaganda de los partidos de izquierda, imponen su presencia en las calles.
Pero además, buscan una legitimación orgánica extra-partidaria, que les permita
ser reconocidos por el espacio artístico como la expresión gráfica de los
intereses populares. El espacio de la Facultad se ve severamente agredido por
esta política que va adquiriendo cada vez más, nuevos adeptos. El muralismo
vencido universitariamente en 1960, se había mantenido vigente en el campo de
la artesanía imaginal ligada a la propaganda partidaria que debía competir, con
medios precarios, contra la industria publicitaria puesta al servicio de las
candidaturas presidenciales de la Derecha. Desde 1952 en adelante, es decir,
desde la primera presentación de Salvador Allende como candidato, la propaganda
de izquierda se caracterizó por ocupar los muros en las ciudades y en los
campos. En esta actividad, siempre colaboraron artistas profesionales que
enseñaban rudimentos técnicos a los miembros de las brigadas. Las campañas de
1958 y 1964 estuvieron jalonadas de este tipo de actividad de propaganda de
pobre, explotada como amplificación del graffiti, estableciendo una sencilla
sinonimia entre expresión gráfica y voluntad popular. Una frase socorrida en la
época fue proporcionar un indicio de la dimensión ilusoria de este propósito:
“Los muros hablan lo que el pueblo calla”. Si los muros hablan una voz que no
se inscribe, las organizaciones de izquierda establecen como principio de
acción la conversión de dicha habla en ocupación institucional, que implicará,
al menos simbólicamente, el desplazamiento del “otro” que ocupaba el poder
político. El deseo de desplazar al “otro” produjo un sentimiento de amenaza que
condujo a la organización de una “resistencia” que, apoyada por una potencia
extranjera, logró detener abruptamente los intentos de convertir el habla en realidad política nueva. La voz implícita en la gráfica mural no logró
inscribirse en la casa del poder.
Estoy
cierto que esta concepción mural del soporte imaginario del deseo de un
conjunto político, no ha sido estudiada como síntoma de la fragilidad política
del contingente que buscaba desplazar al “otro” del poder, con las armas
jurídicas, políticas y económicas que el mismo poder le proporcionaba. Hasta
que los “desplazantes” transpasaron el límile de lo “tolerable”, promoviendo
inconscientemente la justificación del recurso a las armas, como único método
para resolver una crisis política (empate catastrófico de fuerzas). Lo
tolerable estuvo siempre, como categoría, en posesión de quienes tienen recurso
a las armas. Y no precisamente a las armas de la crítica. En este marco, la
presencia del muralismo, entre 1970 y 1973, no hace más que poner en evidencia
la fragilidad política del conjunto que reconoce en el énfasis de su enunciado
en el muro, la precariedad de su propio lugar social; es decir, para emplear un
recurso léxico de las reflexiones sobre política urbana desarrollados en los
años 70´s, se trata de un conjunto social que porta consigo su propia crisis
habitacional. Por lo demás, en una ciudad que enfrenta una creciente
especulación inmobiliaria, abundan los “sitios eriazos”, y, por lo tanto,
grandes extensiones de muros y de cierros perimetrales han quedado disponibles.
La ilusión de su ocupación como soporte agitprop denota su posición fronterza
con la industria de los medios masivos de comunicación, cuya imolementación se
fortalece a principios de los 70. Contra el monopolio de la prensa, “los muros
tienen la palabra”; pero prontamente, revelan su condición de dispositivo
tecnológico pre-moderno de enunciación.
El
espacio artístico de la Facultad, fragilizado –a su vez– por un “discurso
revolucionarista” que promueve al muralismo como expresión gráfica de la
voluntad popular, no puede formular una plataforma de protección para defender
las conquistas formales del período inmediatamente anterior. El golpe militar,
al ejecutar un corte institucional en el país, pero sobre todo en la Facultad, exoneró
a la mayoría de sus miembros, dispersando la memoria de su constitución e
impidiendo realizar la recomposición discursiva del período anterior. De este
modo no hubo autocrítica ni reconstrucción de las políticas que sostuvieron el
espacio de la Facultad, a tal punto que resulta difícil, hoy por hoy,
comprender la fragilidad de la posición de la Facultad frente al muralismo
brigadista. Me atrevo a sostener que esto tiene su explicación en el criterio
de ilustración que se consolida al interior de las organizaciones políticas de
izquierda en un momento de agudización progresiva del conflicto de clases. Esto
conduce a restringir el margen de maniobra de los agentes culturales al
interior de estas organizaciones, promoviendo la sustitución de la relevancia
de los frentes, hasta desconsiderar gravemente la autonomía del campo plástico.
Existe un incidente del que solo
se tiene memoria oral, pero que fue pronunciado en condiciones de alta
verosimilitud. Cuando Roberto Matta viaja a Chile, en 1972, sostiene activos
contactos con las Brigadas Ramona Parra (BRP). La cercanía y complicidad del
artista de fama internacional garantizan la prepotencia plástico-política del
muralismo brigadista, sobre todo cuando Matta declara que la radicalidad del
arte chileno contemporáneo pasa por la BRP. Semejante declaración no podía sino
ayudar a confundir los problemas. Pero sin duda, es difícil imaginar la
situación de retraimiento en que ingresa la Facultad, si uno se atiene a
considerar la magnitud del agravamiento de la crisis política. En octubre de
1972, se inicia una resuelta ofensiva de la oposición al gobierno de Allende,
sostenida política y financieramente por el gobierno de Estados Unidos, dando
origen a lo que los analistas de la época denominaron “el paro de los patrones”,
o, “paro de Octubre”. En dicho marco, los artistas de la Facultad ingresan a
participar en una serie de acciones de “defensa del gobierno popular”, que
significa abandonar la Facultad como terreno de autonomía relativa que hasta
ese entonces había funcionado como un sitio privilegiado de lucha en el Frente
Cultural. Ahora bien, una de las modalidades de participación de los artistas
en el “afuera” de la Facultad, fue la producción masiva de afiches; cuestión
que no dejaba de ser problemática, en la medida que la disposición al afichismo
fijaba el límite de participación de los artistas en el combate político. De
este modo, el afichismo era convertido en un espacio subordinado al del
muralismo, poniendo en pie un “muralismo de interior”, destinado más a
fortalecer la unidad de las propias fuerzas que apoyaban a Allende, que a
señalarse como plataforma comunicacional destinada a conquistar adeptos. En
este enrarecido clima de octubre de 1972, el Paro de Patrones presentificaba la
amenaza de una guerra civil. Pero el eufemismo del lenguaje político solo
permitía formular el conflicto en términos de sedición.
Quienes están en el gobierno
detentan un poder constitucionalmente validado. Esta es la razón de porqué la
oposición a Allende, con el apoyo del Departamento de Estado, buscara legitimar
la puesta fuera de la legalidad de Allende para justificar el golpe militar.
Una vez legitimado el argumento, la tesis del tiranicidio adquiría estatuto
jurídico. Sin embargo, la solución del empate catastrófico de fuerzas debía
provenir del empleo de la espada. Allí donde la juridicidad señala el abandono
de la legalidad del “otro”, su desplazamiento es una consecuencia simbólica y
material de quien sustenta, siempre, la fuerza de las armas. La consigna “No a
la sedición” sería formulada por los comunistas para instalar la idea,
razonable, por cierto, de que Allende tenía la constitución de su lado y que se
debía identificar claramente a la Oposición como una entidad social sediciosa,
que buscaba el quiebre del sistema democrático. La consigna era formulada en
términos de “queremos que ustedes sepan que sabemos”.
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