Un festival es siempre una apuesta editorial,
desde su programación hasta la logística de su emplazamiento y realización. Suelen
ser momentos de discontinuidad en la vida de una comunidad, destinados a ponerla
en relevancia y fijarla en un mapa de relaciones culturales complejas. Es así
como desde hace diez años, un festival de cine documental tiene lugar en la
Isla de Groix, a media hora en ferry frente a la costa de Lorient (Bretagne).
Durante el trayecto, la antigüedad de la historia contemporánea resulta
imposible de omitir, puesto que se aprecia desde la embarcación, los restos de
la base de submarinos alemanes durante la segunda guerra. Son las primeras imágenes de este viaje
editado para desembarcar en una programación dedicada aux îles chiliennes: Chiloé, Juan Fernández, Rapa Nui. Desde Groix. Donde dos capillas establecen
unos parámetros de recepción, en el terreno de la imagen: en la primera,
vitrales donde aparece San Pedro pescador; en la segunda, vitrales donde Santa
Ana salva a los náufragos. Entre ambas figuras tutelares podemos entender que
un festival de documentales sea la extensión natural de un cierto rigor bretón.
El pueblo (le bourg) está anclado por
estas dos imágenes. En la aguja de la torre de la iglesia principal un atún,
objeto primario de la economía de la isla, vigila los vientos. En algún momento
llegó a haber más de un centenar de chalupas que hacían sus campañas de pesca
entre Lorient y Dakar. Pero esa es una historia de antes de la motorización.
Un festival, como decía, es una pequeña máquina
de edición: en el programa, tres documentales desde/sobre Rapa Nui, que difícilmente veríamos juntos en nuestro
país. Formando un bloque discursivo que pone en tensión el archivo, la
expoliación y el manejo de la capacidad de carga de la isla; declarando
derechos, sugiriendo aproximaciones eco-sistémicas, promoviendo formas
duraderas de recuperación de la lengua, fijando parámetros para una historia de problemas.
En agosto de 1785, desde el puerto de Brest,
zarpó la expedición de La Pérouse, acostando en Rapa Nui en abril de 1786. Su
segundo de a bordo era Fleuriot de Langle. Curiosamente, resultó que su familia
fue alguna vez propietaria de la colina en la que se ha instalado, hoy día, el
proyecto de esculturas de La Vallée des
Saints, en plena ruralidad bretona, a dos pasos de Carnoët. Como siempre,
en Bretaña, se es fiel a las imágenes tutelares. Desde el siglo quinto, después
de la retirada de los romanos de las islas británicas, se intensifica un
movimiento migratorio empujado por los ataques de los pictos de Escocia y los “scots”
de Irlanda. Monjes, ermitas y otros miembros del clero se instalan en la península
de Armor, donde los druidas reúnen todos los poderes, desde los ritos y la
enseñanza vía tradición oral. En el contexto celta, el terreno jurídico forma parte
de la teología, lo que convierte a los druidas en juristas y jueces. La evangelización
de la Armórica se hizo, no por destrucción de los cultos de origen celta, sino
por la instalación de un nuevo sentido de las viejas tradiciones que se traduce
en fuentes, estelas, dólmenes, túmulos, etc. Es decir, en trabajos de la
piedra.
Es la singularidad de la piedra la que conecta a
Rapa Nui con Bretaña, a propósito de una iniciativa que se propone realizar una
residencia de escultores rapa nui en este valle, para levantar un monumento;
porque es desde esa singularidad definida por la materia, que se alcanza una
proyección universal sobre las formas de relación con lo sagrado. Esta es una
manera de entender como la naturaleza según las leyes inmutables de la física organiza
su estrategia de ataque y de defensa mediante combinaciones cruzadas.
Ciertamente, es gracias a las piedras que Jean Malaurie[1]
pudo interrogarse sobre las dialécticas
internas de las sociedades humanas. Un minuto de atención para las palabras de
este soñador de las piedras. Es la geomorfología la que le hizo comprender el
ecosistema de la materia, las leyes de la evolución, de la piedra, de los
hombres, y la psicología genética del entorno, de la inercia a la vida. La realidad es rugosa y en su complejidad nos
proporciona la prueba de que lo minúsculo es enorme. La naturaleza se organiza
hasta en las acumulaciones de piedra. Jean Malaurie se pasó la vida en tierras
inuit estudiando los desprendimientos y pedregales de rocas, buscando en sus
diferencias térmicas una explicación de la erosión, como parte de la cultura.
Pensar la cultura como erosión es entender la
realidad humana en una dimensión cósmica que no deja de plantear dudas a los
negociantes de ciencias ocultas. Es una broma; me refiero a las ciencias
sociales ministerializadas. La
cultura es la elaboración de la erosión, a partir de las consideraciones simbólicas
de las fallas. Esto es, lo que llamo historia
de problemas.
Por alguna razón comencé esta columna haciendo mención
al vitral de San Pedro, tirando las redes, para dar cuerpo a la parábola de la
multiplicación de los peces, como ilustración de una economía local que
sostiene un festival de documentales donde se recoge la multiplicación de las imágenes
de las islas, en su materialidad referencial: sobre esta piedra levantaré mi iglesia; que es como decir “sobre
estas piedras levantaré las imágenes del esfuerzo humano”.
[1]
MALAURIE, Jean. “Hummocks”,
De la Pierre à l´homme, avec les Inuit de Thulé, Terre Humaine / Poche, Plon,
1999.
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