domingo, 4 de agosto de 2019

DENSIDAD



Hay momentos en que la historia se acelera bruscamente. Un acontecimiento se configura y permite que en torno suyo se cristalicen unos movimientos que ya agitaban a la sociedad desde hacía muchos años. Un período que ya se ha considerado suficientemente largo, sufre momentos de crispación que obligan a contraer las dinámicas productivas y generan líneas de fractura que dividen el campo del análisis de las obras.

En Berlín, continuamos el seminario que ya habíamos comenzado en el CEdA en el curso del 2018 y que tuvo un momento de cristalización, repito la palabra, en el coloquio de la NGBK de junio de este año sobre la exposición “Cirugía Plástica”, que –a su vez- había tenido lugar en 1989. Paz Guevara me había formulado algunas preguntas acerca de las formas de densificación de las coyunturas artísticas. Teo Lagos ya me había entrevistado en el 2014 acerca de mi trabajo en el PCdV; pero más que nada, sobre la validez de la hipótesis de trabajo que en ese entonces había formulado. A saber: la posibilidad de que el diagrama de una obra de arte pudiera convertirse en programa de acción de un dispositivo institucional. Por su parte, la cuestión de la densidad tenía que ver con momentos de aceleración; es decir, de crispación de una escena. Ciertamente, todo depende de cómo se sostenga la fortaleza argumental para definir el carácter de una escena; que se verifica, antes que nada, como escena de productividad.

Pondré un ejemplo: la escena de productividad cultural-institucional en el seno del Estado en 1900  está caracterizada por la promoción de un funcionariato plebleyo, que logra por vez primera alcanzar zonas de poder en el aparato estatal, de modo  que  puede enfrentar con éxito a los patricios “liderados” por Pedro Lira, al punto que tuvieron el poder de hacer viajar a Chile a un operador cuya enseñanza iría a transformar lo que hasta ese entonces era la práctica chilena de la pintura. Lo que cambió fue la escena de productividad pictórica, dando lugar a lo que bien posteriormente Romera bautizó como Generación del Trece. Los pobres entraron en escena. Es decir, primera vez que pintaban aquellos que carecían de patrimonio y que solo podían resarcirse manejando a su antojo el aparato universitario como si fuera el mercado real del arte. Es decir, su único patrimonio sería el pincel-en-la-mano, lo que obviamente, para estos asuntos no es suficiente. La debilidad estructural de la escena chilena reside, en parte, en su configuración universitario-dependiente, desde 1932. Resulta bochornoso que en momentos que en Argentina y Brasil las élites “importan” el modernismo pictórico, los plebeyos chilenos aseguran la transferencia de una enseñanza regresiva, que los convertiría en defensores de la obstrucción de la modernidad.

Otro ejemplo significativo: la escena de productividad cultural-institucional de exonerados universitarios en 1973 facilitó la promoción de una zona de explotación simbólica que debía ser escrita de acuerdo a las pautas exigidas por el mainstream del sistema de arte internacional. En el plano interno, esto se saldaría con la apertura de un “inédito” poder comprador de pintura, para responder a los deseos de decoración del espacio interior reconfigurado en los nuevos centros de poder empresarial. El neoexpresionismo surrealistizante y la ilustración a lo post-josé-luis-cuevas se verían particularmente glorificadas en una especie de euforia de baja intensidad.

La hegemonía plástico-política ejercida por la universidad (antes de 1973) solo era internacionalmente reconocida por un nicho correspondiente minoritario vinculado a la vaga definición de un arte latinoamericano de contornos diversos, que iba desde el geometrismo sensible en la pintura y los objetos (1970) al proto-conceptualismo sucio (1980) que convertía una “objetualidad-otra” en diagrama de crítica política, pasando por un neo-expresionismo post-surrealistizante (1990) que gozó de una debilitada garantía italiana a través de emulaciones tardías de transvanguardia. 

En el 2000, el conceptualismo irruptor de los ochenta se convirtió en la ideología oficial de la recomposición democrática de los signos. A diez años de justicia distributiva concertacionista aparecían los primeros indicios de contradicción estructural sobre la que el nuevo Estado se recomponía. En las cercanías del 2020, la deflación formal alcanzó una velocidad crucero, cuando los emblemas del pasado inmediato ya no eran eficazmente ilustrables.

En la medida que otras zonas del planeta desplazaron el interés de los medios de prensa y de las entidades académicas, la crisis migratoria pasó a ser el gran encausador de la conflictividad contemporánea.  La visibilidad que supuso haber alcanzado la deflación chilena se ha disuelto en las últimas décadas. No hay cristalización. No hay densidad. Nada que permita re/articular los momentos de aceleración, porque ya ni siquiera estos pueden ser identificados.

Ahora bien: se ha de entender que los momentos de aceleración eran cristalizados por la existencia de obras específicas; o al menos, algunas piezas significativas en el conjunto de obra de un artista determinado. La obra de un artista no es homogénea y no todas las piezas producidas a lo largo de su carrera poseen el mismo valor como vector de aceleración. Lo cual quiere decir que los artistas totémicos terminan citándose a sí mismos, como si se hubiesen jubilado pasándose en limpio, o más bien, se pasaron en limpio para poder jubilar, mientras los emergentes sin referentes ni maestros a quien asesinar dimiten en la formalidad de un comentario que regresa a explotar la cantera de la memoria.

Si en algún momento hubo, efectivamente, situaciones de densidad, en la actualidad lo que hay son cadenas de insignificancia en las que se dilatan los problemas en provecho de inciertas políticas de carrera. Aunque es muy probable que los artistas chilenos, en el curso de sus políticas de colocación internacional, no sepan estar en el lugar en que habría que estar. No sabrían cómo. La cultura de ghetto dependiente en la que los artistas piden permiso  y buscan garantizaciones totémicas ha causado estragos. Los artistas que han resuelto emigrar y responder con sus obras, desde sus obras, a las interpelaciones de nuevas y variadas escenas, en Londres, Berlín, París, han establecido un corte con la oficialidad local y dependen de sus propias fuerzas para colocar sus ficciones.  Para el arte local, sin embargo, no hay obras suficientemente consistentes como para responder a las demandas formales de nuevos debates.  Todavía no encuentran, ni el momento, ni el lugar.

Estar en el lugar, en el momento adecuado. ¿Quién lo determina? Esto solo se resuelve con un acrecentamiento de la densidad de las obras. Será preciso esperar una década, a lo menos. Los momentos de densidad no son reconocidos de manera automática, ni tampoco se establecen porque un grupo de comentadores de glosa repite pánicamente el ya fatigado discurso con que la mater admirabilis habilita el (nuevo)  mercado de arte y política. 

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