lunes, 19 de septiembre de 2016

LOS DOCUMENTOS Y LAS OBRAS (A)SALTAN A LA VISTA

Una de las cosas que más sorprende en la exposición “La irrupción del pop” es la claridad con que las obras se presentan. Iba a decir, por sí mismas. Casi exigiendo la clarificación de sus contextos. Lo cual desmiente muchas de las cosas que les tenemos que escuchar a algunos próceres de esa época. Prefiero  sus obras a tener que escucharlos hoy día hablar de sus acomodos en la historia reciente, haciendo un daño horrible a sus propias obras iniciales.  Siempre, he trabajado con las obras. A partir de ellas. Ha sido la obra la que me ha llevado al artista. Las obras nunca decepcionan. Son lo que son, a partir del trabajo que uno realiza. Las obras nos sobrepasan. Siempre nos dejan cabos sueltos.  Aún más, en los artistas que casi no tienen obra y han hecho de eso un monumento  heroico. Yo pienso que es desidia asumida como  figura de la ausencia de autor.  Lo que no es efectivo.

Cuando aprecio el “retrato de trapo y de hilo” de Virginia Errázuriz de 1966 me pregunto por la consecuencia de esa opción formal, con el trabajo “objetualista”  que ella misma realiza en esa coyuntura.  Es como si todo el avance formal de ese momento, no hubiese sido reconocido ni por su propio entorno, y que después, durante la dictadura, hubiese experimentado un avance con su ya clásico “Hecho en Chile”,  que expuse en la exposición del 2000.  Digo clásico, porque es la expresión de un cierto tipo de canon que se hizo cargo de los márgenes de la oficialidad del relato.

De todos modos, el retrato de trapo anticipa la epopeya del corte y confección en la escena chilena.  No es mi costumbre analizar exposiciones a partir de lo que les haría falta, pero en este caso me tomo la libertad de reclamar  el  mural de  trapo de Gracia Barrios, que es, en el fondo, un traslado hacia un soporte de género de un diseño concebido  por un “inconsciente serigráfico”.  Se trata de un mural de género, no de un tapiz, que estuvo en la UNCTAD III.   Es, desde ya, un buen “contrapunto”. Tengamos en mente los tapices de Isla negra que expone Antúnez en el MNBA, como referente canónico para la reivindicación de las artes populares ingenuizadas y desmanteladas de todo potencial crítico, como tiene que ser.  

Sin embargo, a estas alturas, solo es atendible el hecho que Virginia Errázuriz no tuvo la atención crítica adecuada, porque las obras para el desarrollo de una “vanguardia local” ya estaban definidas en función de unas políticas de escritura determinadas, determinables y distribuidas para operar,  a título de re/fundación, después de 1973.  . Virginia Errázuriz no tuvo ninguna política de escritura que trabajara en su favor, en los años 65-70.  No la había.  El “marxismo vulgar” dominante no lo permitía.  Las líneas de Rojas Mix en el texto para exposoción “La imagen del hombre”  no alcanza a fijar un límite crítico en el momento de su montaje.    El “existencialismo” insurreccionalista de Alberto Pérez  tampoco servía para esos propósitos.  Los artistas mismos estaban en condición defensiva por ser nada más que “compañeros de ruta”.  Prescindibles. Pasajeros. Sometidos al discurso explícito de un moralismo muralista que terminó por hundirlos.

El gran hallazgo producido por esta exposición es que pone en evidencia la existencia de un conjunto de obras que son anteriores a la Unidad Popular y que revelan la existencia de una diversidad emergente de “propuestas” no reconocidas por la historiografía  revisora de los “jóvenes lobos” de la crítica actual, a los que se les publica cualquier cosa, con demasiada facilidad.

Las obras a las que está exposición acude  preceden una cierta “puesta en orden “ partidaria en las artes plásticas.  Sin embargo,  si bien la categoría de partido político opera como un significante plástico, la singularidad de las facciones partidarias en la Facultad hace que cada una de esas facciones no haga más que expresar la “política personal” de algunos profesores eminentes. El parámetro para esta puesta en vigor será el proyecto  de  decoración interior del edificio de la UNCTAD III.  

Sin embargo, las obras anteriores a 1970 son indesmentibles.  Otra cosa es que atribuyamos a los artistas de los años sesenta-setenta una consciencia  respecto de los desafíos del arte latinoamericano que, al parecer, no tuvieron. De lo contrario, es probable que sus acciones posteriores hubiesen sido distintas. 

De todos modos, entre el retrato de trapo de Virginia Errázuriz y la pintura para-informalista del Dittborn de 1965, me quedo con la primera.  Sin embargo, ello no puede silenciar el hecho de que durante una década, entre 1965 y 1973, fue el propio sistema administrativo y político de la Facultad que discriminó al Dittborn que se les venía encima.  El gran ausente de esta exposición es Dittborn, porque estando en Europa, en ese momento, se “salvó” de esta euforia ingenua de la imagen y de la dependencia de la estética   socialo-comunista chilena de los años setenta. Lo único que transmite Dittborn  acerca de ese momento es el  mítico sonido del ácido carcomiendo la plancha, que hubiera sido un buen aprendizaje de la “política mordiente” del profesor de grabado, que por cierto, debía abandonar.   

Al final de cuentas, este tipo de pop chileno en la pintura y en la “objetualidad”, lo único que tiene de singular es que emite evidencias “mediales”; es decir, recoge y copia lo que los americanos están haciendo, pero les agrega  un izquierdismo anti-imperialista que sirve para construir, en palabras de Galaz,  un “sentido común epocal”, como en el caso de Guillermo Núñez. Pero eso no quita que  éste sea uno de los primeros pintores que haga un uso  elegante de la serigrafía en el espacio del cuadro, ya que tanto les importa.

El caso de Brugnoli con su “overol” es diferente, porque ya no es pop, sino una expresión hipo-stalinista de una objetualidad que “presentifica” los intereses fundamentales de La Clase.  Pero se equivoca.  La objetualidad  que exhibe no es fabril/obrera, sino que proviene de la artesanía urbana, entre imaginario de zapatero remendón y mecánico automotriz; es decir,  política de alianzas en la imagen,  de una conciencia obrera sublimada por la estética del “pequeño taller”.  O sea, totalmente “pequeño-burguesa”, a juzgar por el magnífico afiche del que ya he hablado y que denota un poco definido eclecticismo que lo va a conducir  desde los “escombros” de la conciencia obrera  (1965) hacia las “ruinas”  de su conciencia artística (1985, Paisaje).  

Nótese que empleo el mismo léxico que domina en la coyuntura y que no impongo un esquema de recuperación de lo perdido como referencia, que tanto joven investigador  se inventa a la medida, ¡que  ya es de terror!  Las nociones de “pequeño-burgués” y “compañeros de ruta” son muy útiles para entender el rol de los artistas en esta alianza, cuya “política cultural” fue precedida por la existencia de una  pequeña industria cultural de izquierda que atravesaba desde la canción popular hasta el teatro, pasando por el afichismo. Respecto de esto, hay dos cosas  a recuperar: la gráfica de las carátulas de la gran producción musical de esa coyuntura y la gráfica de los afiches impresos por una sociedad de artistas (Guillermo Núñez y Patricia Israel) que popularizan el consumo de la imagen popular y “contestataria”.  Hay que pensar que la izquierda y el progresismo social-cristiano se instalan como un nicho de mercado para el consumo de una imagen rebelde.   En el trato de  estos dos momentos,  la  curatoría de Soledad García y Daniela Berger ha sido  muy prolija y proporciona elementos para futuras investigaciones, porque los documentos y las obras  (a)saltan a la vista.  






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