Una de las cosas que más sorprende en la exposición “La
irrupción del pop” es la claridad con que las obras se presentan. Iba a decir,
por sí mismas. Casi exigiendo la clarificación de sus contextos. Lo cual
desmiente muchas de las cosas que les tenemos que escuchar a algunos próceres
de esa época. Prefiero sus obras a tener
que escucharlos hoy día hablar de sus acomodos en la historia reciente,
haciendo un daño horrible a sus propias obras iniciales. Siempre, he trabajado con las obras. A partir
de ellas. Ha sido la obra la que me ha llevado al artista. Las obras nunca
decepcionan. Son lo que son, a partir del trabajo que uno realiza. Las obras
nos sobrepasan. Siempre nos dejan cabos sueltos. Aún más, en los artistas que casi no tienen
obra y han hecho de eso un monumento
heroico. Yo pienso que es desidia asumida como figura de la ausencia de autor. Lo que no es efectivo.
Cuando aprecio el “retrato de trapo y de hilo” de Virginia
Errázuriz de 1966 me pregunto por la consecuencia de esa opción formal, con el
trabajo “objetualista” que ella misma
realiza en esa coyuntura. Es como si
todo el avance formal de ese momento, no hubiese sido reconocido ni por su
propio entorno, y que después, durante la dictadura, hubiese experimentado un
avance con su ya clásico “Hecho en Chile”,
que expuse en la exposición del 2000.
Digo clásico, porque es la expresión de un cierto tipo de canon que se
hizo cargo de los márgenes de la oficialidad del relato.
De todos modos, el retrato de trapo anticipa la epopeya del
corte y confección en la escena chilena.
No es mi costumbre analizar exposiciones a partir de lo que les haría
falta, pero en este caso me tomo la libertad de reclamar el
mural de trapo de Gracia Barrios,
que es, en el fondo, un traslado hacia un soporte de género de un diseño
concebido por un “inconsciente
serigráfico”. Se trata de un mural de
género, no de un tapiz, que estuvo en la UNCTAD III. Es,
desde ya, un buen “contrapunto”. Tengamos en mente los tapices de Isla negra
que expone Antúnez en el MNBA, como referente canónico para la reivindicación
de las artes populares ingenuizadas y desmanteladas de todo potencial crítico,
como tiene que ser.
Sin embargo, a estas alturas, solo es atendible el hecho que
Virginia Errázuriz no tuvo la atención crítica adecuada, porque las obras para
el desarrollo de una “vanguardia local” ya estaban definidas en función de unas
políticas de escritura determinadas, determinables y distribuidas para operar, a título de re/fundación, después de
1973. . Virginia Errázuriz no tuvo
ninguna política de escritura que trabajara en su favor, en los años 65-70. No la había. El “marxismo vulgar” dominante no lo permitía.
Las líneas de Rojas Mix en el texto para
exposoción “La imagen del hombre” no
alcanza a fijar un límite crítico en el momento de su montaje. El “existencialismo” insurreccionalista de
Alberto Pérez tampoco servía para esos
propósitos. Los artistas mismos estaban
en condición defensiva por ser nada más que “compañeros de ruta”. Prescindibles. Pasajeros. Sometidos al
discurso explícito de un moralismo muralista que terminó por hundirlos.
El gran hallazgo producido por esta exposición es que pone
en evidencia la existencia de un conjunto de obras que son anteriores a la
Unidad Popular y que revelan la existencia de una diversidad emergente de
“propuestas” no reconocidas por la historiografía revisora de los “jóvenes lobos” de la crítica
actual, a los que se les publica cualquier cosa, con demasiada facilidad.
Las obras a las que está exposición acude preceden una cierta “puesta en orden “
partidaria en las artes plásticas. Sin
embargo, si bien la categoría de partido
político opera como un significante plástico, la singularidad de las facciones
partidarias en la Facultad hace que cada una de esas facciones no haga más que
expresar la “política personal” de algunos profesores eminentes. El parámetro
para esta puesta en vigor será el proyecto
de decoración interior del
edificio de la UNCTAD III.
Sin embargo, las obras anteriores a 1970 son
indesmentibles. Otra cosa es que
atribuyamos a los artistas de los años sesenta-setenta una consciencia respecto de los desafíos del arte
latinoamericano que, al parecer, no tuvieron. De lo contrario, es probable que
sus acciones posteriores hubiesen sido distintas.
De todos modos, entre el retrato de trapo de Virginia
Errázuriz y la pintura para-informalista del Dittborn de 1965, me quedo con la
primera. Sin embargo, ello no puede
silenciar el hecho de que durante una década, entre 1965 y 1973, fue el propio
sistema administrativo y político de la Facultad que discriminó al Dittborn que
se les venía encima. El gran ausente de
esta exposición es Dittborn, porque estando en Europa, en ese momento, se “salvó”
de esta euforia ingenua de la imagen y de la dependencia de la estética socialo-comunista chilena de los años
setenta. Lo único que transmite Dittborn acerca de ese momento es el mítico sonido del ácido carcomiendo la
plancha, que hubiera sido un buen aprendizaje de la “política mordiente” del
profesor de grabado, que por cierto, debía abandonar.
Al final de cuentas, este tipo de pop chileno en la pintura
y en la “objetualidad”, lo único que tiene de singular es que emite evidencias “mediales”;
es decir, recoge y copia lo que los americanos están haciendo, pero les
agrega un izquierdismo anti-imperialista
que sirve para construir, en palabras de Galaz, un “sentido común epocal”, como en el caso de
Guillermo Núñez. Pero eso no quita que éste sea uno de los primeros pintores que haga
un uso elegante de la serigrafía en el
espacio del cuadro, ya que tanto les importa.
El caso de Brugnoli con su “overol” es diferente, porque ya
no es pop, sino una expresión hipo-stalinista de una objetualidad que
“presentifica” los intereses fundamentales de La Clase. Pero se equivoca. La objetualidad que exhibe no es fabril/obrera, sino que
proviene de la artesanía urbana, entre imaginario de zapatero remendón y
mecánico automotriz; es decir, política
de alianzas en la imagen, de una
conciencia obrera sublimada por la estética del “pequeño taller”. O sea, totalmente “pequeño-burguesa”, a
juzgar por el magnífico afiche del que ya he hablado y que denota un poco
definido eclecticismo que lo va a conducir
desde los “escombros” de la conciencia obrera (1965) hacia las “ruinas” de su conciencia artística (1985, Paisaje).
Nótese que empleo el mismo léxico que domina en la coyuntura
y que no impongo un esquema de recuperación de lo perdido como referencia, que
tanto joven investigador se inventa a la
medida, ¡que ya es de terror! Las nociones de “pequeño-burgués” y
“compañeros de ruta” son muy útiles para entender el rol de los artistas en
esta alianza, cuya “política cultural” fue precedida por la existencia de
una pequeña industria cultural de izquierda
que atravesaba desde la canción popular hasta el teatro, pasando por el
afichismo. Respecto de esto, hay dos cosas
a recuperar: la gráfica de las carátulas de la gran producción musical
de esa coyuntura y la gráfica de los afiches impresos por una sociedad de
artistas (Guillermo Núñez y Patricia Israel) que popularizan el consumo de la
imagen popular y “contestataria”. Hay
que pensar que la izquierda y el progresismo social-cristiano se instalan como
un nicho de mercado para el consumo de una imagen rebelde. En el
trato de estos dos momentos, la
curatoría de Soledad García y Daniela Berger ha sido muy prolija y proporciona elementos para
futuras investigaciones, porque los documentos y las obras (a)saltan a la vista.
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