Hace muchos años atrás,
cuando armamos unas acciones bajo el nombre de Jemmy Button Ink,
conversamos mucho con Cristián “Mono”
Silva para montar un negocio que nos haría
ricos. Pensamos en abrir una empresa que iba a producir insumos para los
artistas conceptuales, con entrega a domicilio y servicio post-venta incluido.
Es decir, podríamos ofrecer bodegaje
para sustancias peligrosas y ocuparnos de la conservación de restos de obra,
susceptibles de ser re/investidos (invertidos) en nuevas obras.
De inmediato nos pusimos a la tarea de imaginar nuestra
carta de ofertas, entre las cuáles, como si fuera una clasificación
borgesiana hilvanada por una encubierta pulsión flaubertiana
(Bouvard&Pecuchet), consideramos tres tipos de materias básicas: materiales
consistente provenientes de terrenos arcillosos, elementos fabriles desmontados
provenientes de una tradición ferroviaria y elementos orgánicos recolectados en
el curso de rigurosas campañas de prospección, que por si mismas ya
configuraban un diagrama de obra corporal, reconocible dentro del género
de artista-caminante.
La primera oferta era la sección de piedras; luego venía la
de alambres, planchas de latón y clavos, de preferencia oxidados. En la sección
de piedras, por un lado estaban los gaviones, por otro los adoquines, para
finalmente acopiar grandes bloques de roca granítica, rocas sedimentarias,
materiales no consolidados y materiales volcánicos. También habría restos de postes telefónicos
para la producción de instalaciones duras.
Las instalaciones blandas tendría su propia sección y se
caracterizarían por una amplia exhibición de sillas, sillones, mesas de arrimo,
pero también cajones manzaneros de los años setenta a los que se aplicaría un
lavado de agua con cloro para dotarlo de una impronta pseudo-constructiva;
luego, cajones de tomates y cajas de embalaje de menaje, recuperadas en
empresas de mudanzas. En seguida
vendrían los objetos agrícolas: picotas, rastrillos, arados, correas, riendas,
restos de monturas, canastos, botellas, damajuanas, tejas, ladrillos
recuperados, fragmentos de vigas patrimoniales, junto a restos de máquinas
agrícolas de comienzos del siglo XX. Pero
sobre todo, ladrillos de adobe, para “trabajos en el espacio”, de preferencia
en galerías-de-bolsillo, en cuyo interior adquirían un peso visual mayor, si
bien se hacía más complejo el registro fotográfico.
Luego vendría la sección de grasas y jabones, considerando
la necesidad de escoger la mejor grasa de cerdo para acciones para-beuysianas,
que debían ser acompañadas por una cierta cantidad de frazadas dadas de baja
del Ejército, que debían ser presentadas, ordenadas, dobladas y desinfectadas,
sobre mesas de primeros auxilios correspondientes a consultorios de atención
diurna que habían funcionado hasta
entrada la primera mitad del siglo. Este
tipo de mesa era muy requerido para las instalaciones-video, mientras que las
sillas escolares de madera servían, más
que nada, para exámenes rápidos de fin de semestre sobre desplazamientos del
grabado, donde era común clavar trozos de mobiliario sobre un muro para luego
levantar un discurso sobre las modernizaciones fallidas. Luego de lo cual
vendrían los distintos de cable paralelo, ojalá con mucho uso, de modo que los añadidos
pudieran adquirir la visibilidad propia
de un ambiente clculadamente precarizado. A los cables paralelos le sucedería la sección
de alambre de cobre recuperado, junto a los rollos de alambre de púas.
Ahora, en lo que se
refería a residuos de material eléctrico, el más preciado debía ser el que se
recobra después de una instalación de faena, porque exhibe de manera adecuada
un estado satisfactorio de usura no crítica.
Habría que tener, además, un gran
stock de ampolletas incandescente de bajo consumo con sus respectivos soquetes
externos. Que quede claro: no seríamos productores, por lo que la producción de
frases en neón no formarían parte de nuestros activos. En cambio, haríamos un
gran espacio para acumular y guardar en las mejores condiciones, bandejas de
tubos fluorescentes, recuperadas de remodelaciones de arquitectura interior. Es
decir, en un estado de uso mínimo.
En el terreno más íntimo, habría costureros, hilos de todos
tipos y colores; de seda y de algodón. También, pelotas de cáñamo grueso y
cordelería de distinto calibre. Particular interés habría por herramientas ya
perimidas de talleres al borde de la quiebra simbólica y social; como por
ejemplo, toda la utilería propia de un zapatero remendón, con sus pelotas de
cera y con la aguja correspondiente; sin olvidar, los talabarteros, los
herreros, los carpinteros, etc. Es
decir, todo tendría que corresponder a
un oficio limítrofe –citadino- en vías de desaparición.
Al final, vendría la sección de frascos antiguos recuperados
de farmacias históricas, reforzados por
grandes cantidades de botellas
vacías, sucias, de diversa proveniencia. No podría faltar, tampoco, grandes
cantidades de carbón de espino y otras
cantidades medianas de carbón piedra, en sus respectivos sacos. Lo cual
conducía de inmediato a la sección de sacos y papeles. Allí debía disponer de
todo tipo de sacos de tela de yute paquistaní, pero también del nuevo tipo de
saco de plástico tejido y reforzado.
Ahora bien: los sacos debían estar divididos entre sacos
nuevos y sacos remendados. Respecto de estos últimos, estos debían estar
divididos entre sacos parchados con adjunción de tela y sacos simplemente
sometidos a reforzamiento a máquina. También habría sacos harineros con la
marca de fábrica impresa y en buena condiciones de visibilidad. Esta condición
era fundamental para el negocio, porque no solo las cosas debían parecerse,
sino que los índices de verosimilitud debían de los más altos.
En el montaje de este negocio habría una sección Premium,
que reuniría un cierto tipo de antigüedades de "filiación" clase-mediana,
portadoras de un dolor ascendente fácilmente perceptible. A esta sección
corresponderían piezas de loza Penco y de cerámica inglesa importada a fines
del siglo XIX cuyos despojos todavía circulaban en las ferias; a lo que se agregarían todo tipo de maletas y bolsos
de cuero o de tela marinera. La joya de la corona, por así decir, estaría en una
máquina Singer de comienzos del siglo en perfecto estado y funcionamiento.
En la época que planteamos este proyecto no existía la
noción de “capital semilla” y este tipo
de emprendimientos carecía de legitimidad en la cultura de los primeros
gobiernos de la Concertación. Y por lo
demás, el arte oficial de la transición fue en un primer momento la pintura
neo-expresionista, de modo que toda iniciativa volcada hacia la objetualidad semi-dura estaba de antemano condenada al
fracaso.
Hace unos días, hice
este relato ante un grupo de jóvenes curadores, en un encuentro institucional. Varios de ellos saludaron la iniciativa, no
porque estuviesen interesados en montar el
negocio, sino porque el enunciado les pareció un “buen cuento”, susceptible de ser convertido en “proyecto de obra” en el marco de un mundo
totalmente fondarizado.
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