sábado, 16 de marzo de 2019

CINE DE LO REAL


Hace muchos años, me encontré con Rolf Foerster en la calle. Venía de regreso de uno de sus muchos viajes al Alto Bío-Bío. Su semblante exultaba la pasión del conocimiento adquirido en condiciones límites.  Había estado varios días con unos “viejos”, escuchándolos cada mañana interpretar los sueños de la comunidad. Esta sería la base de su propio saber; reproducir el gesto teórico implícito en esa práctica matinal, en torno a un fuego, en medio de la bruma. Pensé en este encuentro cuando el viernes 15 de marzo terminé de ver la proyección del documental de René Ballesteros, “Los sueños del castillo”, en la 41ª versión del Festival International de Films Documentaires, Cinéma du réel, en la Biblioteca Pública del Centro Pompidou.




Una cárcel de jóvenes, construida sobre un cementerio mapuche. La edificación regulada con que la pertinencia del aparato ideológico del Estado opera en el control de la razón ciudadana, contrasta con el dislocado relato de los sueños de los internos que verifican, de este modo, una pre-determinación de su condición. Es entonces que el relato del sueño anticipa el manejo de los cuerpos y define un horizonte fatalizado que solo puede ser revertido como impreso ya habilitado en el contacto con la fuente degradada. En el sentido que todo sueño es asumido por la autoridad consecuente como una prueba de la destitución de un sujeto. Sabiendo, de antemano, que está allí para gestionar la reducción de movimiento de sujetos des/constituidos.  

Por momentos, no se sabe a “ciencia cierta”, si el relato corresponde a un sueño a un fragmento de lo real. Pero si el sueño es, desde ya, un estrato de lo real. Más aún, en la zona en que la cárcel ha sido levantada, perturbando el orden del espacio subterráneo que ya habían sido investido por la cultura de la reparación funeraria. Los jóvenes, cuando hablan, “son hablados” por los estratos inferiores que buscan su modo de expresión, y sus voces se homologan a la de la joven machi que describe los procedimientos de su propia elevación, en su rewe.  Entonces, hay dos voces: los jóvenes reclusos, los excluidos de los excluidos, un gitano y un mapuche encarcelados por robo, que comparten sus temores nocturnos y ponen nombre a las amenazas del mundo diurno. El problema es que sueñan estar en el seno de otro sueño y que su distanciamiento les permite advertir la objetividad de su destino. Es la Ley. La ley del sueño. La ley de la sangre; sueños de sangre; delirios corto-punzantes que marcan el ensañamiento sobre sí mismos, usando la palabra como el filo o la punta de un arma, ejercida en sus propios cuerpos, en la celda de sus cabezas, cuyo tiempo enmarañado está marcado por el reglamento interno que fija las condiciones del encierro y del control de la luz.

Uno de los momentos más inquietantes del documental es cuando un funcionario de gendarmería describe la zona de fuego y señala abruptamente el cambio de estatuto del relato. El sueño es una forma de salir a vagar. También es una herramienta para conjurar las amenazas simbólicas que asolan el mundo de quienes logran pasar despiertos un día más, y que no pueden conciliar el sueño sino a punta de neuralépticos. El punto crítico es que no hay conciliación posible entre el pasado y el futuro; entre el mundo diurno y la fatalidad del recuerdo. No hay conciliación por la imagen, entre el “adentro” y el “afuera”, sino enunciación por el sonoro, de la voz que (se) suspende (en) todo conflicto, y termina por asegurar la continuidad del montaje, que hacia el final, marca la dislocación, dando lugar a la degradación de la palabra, mediante la aceleración del derrumbe.  Ya no hay más palabra; ya no hay más relato; solo recolección de  residuos desagregados de (cine de)  lo real.

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