lunes, 16 de julio de 2018

EL BRILLO POR AUSENCIA


En su columna de hoy en Las Últimas Noticias, Roberto Merino escribe de la vanidad bajo el título de “Brillos cosméticos”. En verdad, no se refiere a la vanidad en general, sino a la figura chilena del vanidoso resentido, al punto de llegar a afirmar: “El sombrío vanidoso herido ama el brillo al punto de que resplandece cuando piensa en sí mismo”.

En lengua guaraní, la expresión “ñandi vera”· se traduce como el “brillo de la nada”, o más precisamente, aquello “que brilla por su ausencia”.  Conocí estas palabras admirando el uso que hace de esta noción el crítico y filósofo paraguayo, Ticio Escobar, que preside el jurado para designar a la artista chilena que asistirá a la próxima Bienal de Venecia. Pienso que Roberto Merino, cuando escribe sobre la vanidad, tiene en mente otra cosa, que es la confusión chilena sobre el brillo por ostentación de una falla, de una herida narcísica imposible de encubrir. En cambio, la fórmula guaraní nos conduce a la vanidad que abrigamos, justamente, como un deseo epicúreo en nuestra conducta, digamos, institucional.

Todo lo que ocurre en el Museo de Bellas Artes tiene que ver con la falta de vanidad del Estado.  Es decir, la exhibición de una herida narcísica imposible de colmar, porque vive  del rencor sombrío de su historia.  Habiendo sido edificado como la manifestación de la vanidad triunfante de la oligarquía vencedora en la guerra civil de 1891, para celebrar la invención de “su” centenario.  El museo -luego- fue despojado en la dictadura de Ibáñez  (1927) y convertido en un trofeo para la clase política ascendente, al punto de terminar como espacio no deseado, fácilmente convertible en recinto de una singular cultura punitiva.

La cultura punitiva tuvo dos momentos. El primero, realizado por el culturalismo demócrata-cristiano de los setenta, que desarmó el museo para convertirlo en “centro cultural”. El segundo, en cambio, fue realizado por una política de “revisión de la historia”, en que se inventó y se promovió un tipo de curatoría intervencionista, que “reactivaba” la memoria del museo mediante un trato maniqueo y desinformador de las colecciones, poniendo en evidencia la nostalgia sobre lo que museo no era; es decir, un “museo de arte contemporáneo”.

En el fondo, estos dos momentos fueron definidos por un deseo vindicatorio motivado por la vergüenza inicial de su origen. Este sombrío rencor plebeyo ha estructurado la política de subsistencia de un museo que ni siquiera resulta útil para recuperar los indicios de la vanidad diluida.

El desafío para las nuevas autoridades consiste en hacerse cargo de los efectos de este rencor simbólico instituido, creando condiciones para la  recuperación de su definición “original”, porque es preciso resolver esta deuda de incompletud, para poder recién articular un modelo de gestión que –bajo el marco regulatorio de un nuevo estatuto institucional- responda a las demandas objetivas que la re/oligarquización del país ha planteado a lo largo de esta última treintena.

Hay una paradoja sobre la que resulta imposible resolver la crisis estructural del museo,  y que está asentada en el desconocimiento forzado que se instaló  sobre la cultura del rencor plebeyo punitivo, que ha caracterizado su existencia desde los años treinta en adelante. Obviamente, la paradoja consiste en que siendo un proyecto inicial oligarca,  termina como administración plebeya de una incomodidad estructurante. 

Sin embargo, hay una segunda paradoja, que puedo formular de la siguiente manera:  mientras el “Estado concertacionista” consolidó una política cultural neoliberal,  la direccionalidad del MNBA permaneció apegada a una ideología desarrollista demócrata-cristiana del período anterior. Ya sabemos que dicha perspectiva es no solo culposa, sino que fue inventada para recomponer la memoria parcial, oficializada por el nuevo bloque en el gobierno. El manejo del museo, desde 1990 en adelante, incorporó el uso de  una memoria perdida, pero del régimen anterior a 1973. Y lo que ha hecho acrecentar el naufragio del museo es el abismo instalado entre, por un lado, una realidad contemporánea de especulación museal que exige responder de acuerdo a unas pautas internacionales propias de desarrollo del sector, y  por otro lado, la realidad de un provincianismo sombrío cuya vanidad herida no le permite superar el diagrama de un mandato simbólico que se ha diluido en el seno del propio aparato del Estado.

Por esta razón, las nuevas autoridades del servicio de patrimonio tienen por delante, no ya el desafío de reemplazar a un director, sino de formular un proyecto de recuperación simbólica que permita inscribir la fase de oligarquización original, en el decurso de un proyecto nacional que responda a la solicitud de una vanidad institucional contemporánea.



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