jueves, 26 de enero de 2017

CAMPO MINADO


Lo sostuve en la columna anterior: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario.  En mi recorrido de cierre por el MAC Quinta Normal el domingo 22 de enero,  frente a una “muestra ferial”  de a lo menos seis exposiciones diferentes que parecían una  sola,  casi sin distinción autoral,  al menos retuve dos, por  razones divergentes.  Ya me he referido a la curatoría de César Gabler. Podríamos decir mucho más. Pero me corresponde hablar de la segunda exposición que retuvo mi atención:  Una explosión sorda y grave, no muy lejos, del colectivo “Agencia de Borde” compuesto por Rosario Montero, Paula Salas y Sebastián Melo, en colaboración con Javier Jaimovich y Matías Vilaplana.

Más allá de correr un riesgo formal por  la distancia  entre propuesta conceptual y  propuesta visual,  esta muestra  importa por las contradicciones que la sostienen.  

De partida, es una instalación clásica en la que se combina un mural, un video y fotografías, que hacen uso efectivo y eficaz de la sala.  Si es una instalación, me pregunto, ¿en qué sentido corresponde a ser tratada como una experiencia de “nuevos medios”?  La presencia de los videos no es suficiente. ¿En qué sentido el video es un “nuevo medio”?  Más bien, es un medio-muy-viejo.  El mural es un medio-más-viejo aún.  Y la fotografía, en este contexto,  es un medio-de-normalización de la mirada.  De modo que la obra se presenta, simplemente, como una instalación cuya narratividad procesual es mucho-más que el resultado museográfico.  Al fin y al cabo, el arte contemporáneo ha terminado por ser, antes que nada, pura narración. 



Llamo narratividad procesual a la investigación que el colectivo realizó desde el 2015 en una zona de campos minados,  en Atacama, para poner en tensión –como lo declara- el territorio y el paisaje.  Es decir, de cómo el trabajo de sembrar minas antipersonales en un territorio, se convierte en paisaje de control.  Y si hay control, hay frontera.  No hay paisaje sin control del espacio.  La intervención militar  construye la prestancia de un campo minado como una medida defensiva, para impedir el libre paso de infantes y blindados.   En el fondo,  si no puede impedir el paso del enemigo, al menos lo retrasa, lo perturba. De este modo, el campo minado se define como lugar de excepción territorial,  en cuya superficie está excluida toda circulación.  En algunas circunstancias se le designa como “tierra de nadie”.  Sería un territorio expuesto a la imposibilidad de que un caminante lo constituya en paisaje. Así las cosas, el campo minado es un paisaje que se asume en su  propia regresión.  Su condición de paisaje reside en el hecho de convertirse en el objeto de una táctica, que fija una posición.

En  escenarios de guerra ya conocidos,  se sabe de la necesidad de abrir una brecha en el campo gracias a al trabajo de unidades de desminado, para habilitar el paso de los blindados.  Los británicos lo hicieron en varias ocasiones para descomprimir un frente en su combate contra  Rommel.  Todos lo hacen.   Yo conocí a un  señor que había luchado con los fusileros de la marina francesa en Indochina.  Me contó que durante el día plantaban  minas para proteger el perímetro del campamento. Los vietnamitas, por la noche, desactivaban las minas y se las dejaban ordenaditas frente a sus trincheras, para que las vieran en la mañana. Control de línea, se llama. Pero también, humillaban al enemigo.  Tiempo después, los vietnamitas exportaron su capacidad de minado a los frentes de batalla de Angola, donde enseñaron a sembrar minas dobles; es decir, cuando el experto en desactivación anulaba la primera, lo que hacía era activar la segunda, que explotaba.

En Indochina, en 1952,  Robert Capa perdió la vida al caminar sobre una mina anti-personal.  En la novela de Pérez Reverte,  El pintor de batallas, sobre la inquietante epopeya de un fotógrafo de guerra, la heroína muere al caminar sobre una mina que éste alcanza a percibir, pero  no le  advierte del peligro.   Recientemente, migrantes clandestinos atravesaron un campo de minas y fueron alcanzados.

En el caso de esta investigación, el colectivo llega como equipo-de-arte; es decir,  como un equipo de localización,  de inscripción de su marca en una franja de territorio interdicto, cuando el campo minado  no pertenece ya  a una “zona de conflicto  manifiesto” y su intervención solo puede remitirse a documentar los efectos  que tiene  su existencia en las comunidades cercanas y en los animales.

Entre esos efectos está la conversión del territorio en un lugar de excepción, destinado a designar la existencia de una frontera.  Quizás el gran hallazgo del colectivo “Agencia de Borde”  haya sido la determinación del lugar y la consciencia de las restricciones implícitas ya declaradas para su  conducción.  De hecho, los únicos que pueden manejar esta situación son el personal de la compañía especial de des/minado, que realiza el trabajo “coreográfico” simple de constatar que aquello que está dibujado en un mapa de colocación, corresponde efectivamente a lo que se pretende encontrar.  Justamente, porque las minas cambian de posición, por diversas razones; entre ellas, el viento y el agua.  De modo que los esquemas de origen señalados en un papel no corresponden, necesariamente, a la disposición terminal de los artefactos.

Si se trata de “nuevos medios”, estos tienen que ver, principalmente, con medios de detección más sofisticados que los empleados en la Segunda Guerra.  Pero todo indica que no hay “nuevos medios” tecnológicos, sino tan solo en el terreno de la sensibilidad de los detonadores.  Al fin y al cabo, la mina anti-personal posee una tecnología que  está pensada para “soportar”  el peso  de los cuerpos y actuar en consecuencia.  Lo que puede haber de “nuevo” es el dispositivo de detección.  Sin embargo,  el registro de la posición está subordinado a la pertinencia gráfica del oficial que dirige la colocación de las minas. Y en ese sentido, quizás la pieza gráfica más fuerte de la exposición sea, justamente, el dibujo de emplazamiento y colocación de artefactos, realizado a mano por un oficial, cuyo nombre aparece timbrado, como si fuera una hoja de despacho.  



Tiene razón el colectivo  “Agencia de Borde” al reconocer la existencia de una violencia pasiva en la gestión del territorio; sin embargo, no toman en cuenta la condición de lugar de excepción que señala la existencia de zonas sobre las que no es posible transitar.   

El empleo de un dron para recolectar imágenes sobre una franja de tierra sobre la que no puede caminar  no resuelve nada, sino que permite obtener una imagen de su sobrevuelo, desrealizando la representación de la superficie.   Es entonces que entramos en las consideraciones políticas.  El objeto de sembrar minas antipersonales es el de reproducir la inseguridad  del territorio, como política de manejo y de control de ciudadanía.  Es un hecho ya demostrado que  las minas resquebrajan las relaciones comunitarias y limitan las oportunidades de trabajo y de desarrollo económico y social.  La sola sospecha de que pueda haber minas, impide toda  planificación productiva de los suelos.
En la actualidad,  Chile ha trabajado en la promoción de iniciativas regionales de desminado y que por eso, se ha acumulado una gran experiencia en la remoción de minas en geografías adversas.  A la fecha,  han  sido removidas y se ha destruido en nuestro país 146.460 minas, que representan más del 70% del total plantado en suelo chileno.  Sin embargo, en el curso de su trabajo, el colectivo no ha especificado el efecto de los campos minados en situaciones de frontera,  que es distinto a los existentes en zonas de operaciones de la guerrilla colombiana, en el interior del país, en una situación de guerra interna.  Las estrategias de producción de  inseguridad no son las mismas.  De todos modos, los países se someten a las exigencias de la Convención de Otawa, sobre desminado, con distintos resultados e intensidad. De ahí que respecto de las implicancias constitucionales y políticas directas, el colectivo no haya elaborado un discurso radical, sino que haya permanecido en la evocación estética y antropológica de un malestar que no se asume en sus coordenadas históricas. 

Paul Virilio[1]  ya ha señalado que desde el momento en  que el arte ha perdido su lugar y ha empezado a flotar entre los mundos de la publicidad y los “nuevos medios”, la última cosa que  resiste es el cuerpo.  En este trabajo, el cuerpo solo está presente mediante sus “residuos” gráficos, tomando en préstamo el soporte de papel milimetrado para fijar la posición de una amenaza sublimada por el deseo de la buena conciencia del desminado,  que busca el libre tránsito de los cuerpos por una historia carente de conflicto. Solo puedo pensar, como un ejercicio de extrapolación,  en el film de Stanley Kubrick, Sendero de la gloria, realizada en 1957, para revelar  el carácter de la tierra-de-nadie.  No confundiremos esta noción con la de no-lugar, ¡por favor!, que aparece citada en toda crítica que se precie de tal cuando se abordan trabajos que ponen en tela de juicio la noción misma de ubicuidad.  Al fin y al cabo, regresamos siempre a los cuerpos. No hay “nuevos medios” que puedan hacer caso omiso de la existencia de un campo minado como potencial de la mutilación del cuerpo político.




Para terminar,  es  preciso señalar que este trabajo posee una proyección insospechada, que puede resultar de gran utilidad para el análisis de la escena plástica.  En el ejercicio del poder de las instituciones del arte,  sus autoridades  elaboran mapas de colocación de minas anti-personales como dispositivo de protección del perímetro básico de la soberanía.  Cambiando abruptamente de registro, es la propia institución-de-arte  la que diseña los campos minados de su conveniencia, como un modelo de comportamiento que hace valer sus límites.  El proyecto de un  ministerio de cultura, por ejemplo,  es un campo minado.  Una política nacional de artes visuales debiera  entenderse a si misma como un gran proyecto de desminado.

La  franja de superficie  perimetral del campo artístico está sembrada de minas anti-personales, que ponen en riesgo el  acceso al núcleo básico de su representación política.  El colectivo  “Agencia de Borde”  reivindica la puesta en forma de prácticas de des/minado, sin por ello hacer consciente la identificación de quienes siembras “nuevos artefactos”,  para afirmar la existencia de procedimientos de exclusión de nuevo tipo, que no requieren de artefactos explosivos, sino de sofisticadas tecnologías de registro y de vigilancia del territorio, operables a través de redes satelitales, que  reproducen la trazabilidad de los cuerpos en un nuevo paisaje.

Lo que hay de significativo en este trabajo es la puesta en escena de un deseo de disolución de la noción misma de frontera, en una era en que los Estados previenen a sus poblaciones de una guerra de todos contra todos, donde el ejército pasa a tener un rol decisivo en la organización del territorio, tanto en tiempos de paz como de guerra.  Pero en una concepción de la paz como el camuflaje necesario que  construye al enemigo interior que es necesario reducir.  En este sentido, el único “nuevo medio” empleado por el colectivo, con eficacia, es el dron, que  permite “ocupar” el aire en vez del territorio, fomentando un sentimiento de irrealidad, que apela a un ciudadano en tránsito que busca la abolición de todas las fronteras y de todas las diferencias, pero sin tocar el suelo.

Al final, lo que manda es –siempre-   el deseo del sendero; es decir, de una política de suelo.  



[1] Filósofo y arquitecto francés, sostiene que  la guerra y  la lógica militar ha sido fundamental para entender el desarrollo de las ciudades.  En la actualidad, es una guerra   de nuevo tipo que se ejerce a través de  la propaganda, las telecomunicaciones y el control social.

martes, 24 de enero de 2017

LA GLOSA CHILENA

No hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario.   El domingo 22 de enero,  en el MAC Quinta Normal,  el papel de dibujo  y las telas de pintura tenían que soportar el aumento de la temperatura ambiental.  Al fin y al cabo,  en el museo no  hay  respeto alguno por las normas museográficas anglo-sajonas (Risas).  Todas las obras estaban guateadas.  En Chile no hay salas con aire acondicionado  destinado a la conservación de las obras.  Estas deben resistir como sea, no solo a las condiciones de montaje, sino a su manejo a todo lo largo del mes de enero.  Pero eso es un pelo de la cola.  El  deterioro relativo en la  presentación de las obras corresponde  perfectamente al estado actual de  deflación de la escena. 

En mi recorrido de cierre,  frente a una muestra de a lo menos seis exposiciones diferentes que parecían una  sola,  casi sin distinción autoral,  al menos retuve dos, por  razones divergentes. 

Vamos a la primera. La curatoría de César Gabler,  en que él mismo se incluye junto a artistas como Rodrigo Vergara y Javier Rodríguez,  delata en un nivel  consciente y decididamente literal, un propósito de una aparente y mayúscula torpeza. Pero viniendo de Gabler,  solo se puede pensar que se trata de una torpeza calculada que hace  estado de una parodización suplementaria. Es lo que quisiera creer. Al menos, así lo hace manifiesto en el texto pedagógico del muro:

 “En Historia Mutante, se da cuenta de la historia ilustrada, con los lenguajes al uso, pero desde un lugar en que el artista parece ser un glosador visual de los historiadores o teóricos”. 

Resulta curiosa la perspectiva auto-flagelante que asume Gabler para situarse  en la posición de un ilustrador, que opera en un tono menor, poniendo en evidencia un imaginario infantil que comparte lo simbólico de la maqueta modelista y lo real del manual de instrucciones para ejecutar la imagen del personaje símbolo de la colonización cultural.   Es evidente que en la secuela de la visualidad institucional del arte chileno, el tono mayor está determinado por la eminencia dittborniana que obliga a acceder al origen de unas imágenes que ya parecen haber adquirido una superioridad ontológica.   

Gabler  trabaja la sub-versión   y se apega a la manualidad de un oficio  dogmáticamente depreciado, reproduciendo los gestos de una enseñanza extra-académica; es decir, que está determinada por la historia de un género que re-escribirá la historia del impreso en Chile.  En tal caso, la referencia al artista como glosador visual no hace sino enfrentar  mediante un sarcasmo gráfico el propósito de los historiadores y teóricos. La línea del dibujo se propone “ir más allá” que la línea de la teoría,  exponiéndose en los hechos como un indicio de teoría de línea. 

La versión subordinada que Gabler organiza, remeda una aeropostal,  en la zona de  pliegue como señal de castración,  sustituyendo el plegado  por una resuelta línea de corte, simulando un mapa de intensidades que fragmentariza el deseo de unidad representativa,  conduciendo la línea de tinta más allá de sus límites.  El aparato de glosa al que se refiere en el texto de muro hace síntoma con el predicado según el cual, la pintura chilena no ha sido más que una ilustración del discurso de la historia.  De tal modo, Gabler  acusa el peso referencial de “historiadores” y “teóricos”  cuyos nombres no menciona, pero a quienes acusa  con sarcasmo expresivo de fijar el rango de un discurso normativo que él se encargará de des/glosar.

                       (César Gabler)

El caso  de Rodrigo   Vergara es de una  complejidad suplementaria, porque se involucra en una historia reciente de un modo falsamente paródico, respecto de la cual termina  legitimando jocosamente el mito patético de un proyecto de insurrección militar, directamente proporcional a la dimensión de su fracaso.  Este solo gesto lo hace desatender  el registro de la ilustración de la historia,  para  habilitar su reemplazo por  una  estética de la falla.

La falsa parodia a la que aludo  en el trabajo de Rodrigo Vergara reprograma el valor de los relatos heroicos, elaborando una visualidad cuya concreción desmonta  la inflación del referente: el  relato de una fuga se objetualiza mediante la fabricación de una maqueta que reproduce el trayecto  realizado por cuatro presos políticos de la Cárcel de Valparaíso. 

Rodrigo Vergara hizo construir  a escala una pasarela, siguiendo el perturbado trazado  que  permite el acceso al punto de fuga efectivo, poniendo  particular cuidado en reproducir  el “andamiaje”  que  la sostiene.  La densidad constructiva remite a la persistencia que tiene el modelo leninista de partido en el imaginario comunista.  Pero el objeto apunta a  fijar la reducción de una línea política, que se debe conformar con la exaltación de un acto que desplaza la atención del verdadero motivo por el que los cuatro presos políticos estaban recluidos; a saber, el descubrimiento de una operación de internación de armas que se inscribirá en los anales de la ineptitud.   La maqueta tiene por misión fijar, entonces, un nivel determinado de lo narrable, pero como sustitución de un fracaso organizativo de proyecciones políticas incalculables.

Mediante la fabricación de la maqueta,  Rodrigo Vergara  promueve con éxito  la conversión  del “discurso heroico” de los sujetos  en una “animita”  erigida para conjurar la angustia ante la  deflación de su propia matriz.   La extrema pregnancia de elementos constructivos del soporte apunta a la debilidad de la infraestructura partidaria sobre cuya pasarela los sujetos deben cumplir la única tarea para la cual demostrarán aptitud: la fuga.  

                      (Rodrigo Vergara)



El  tema pendiente es el de la historia interpelada por los artistas, ya sea mediante la evidencia  de la colonialidad de la enseñanza del dibujo como del reduccionismo sentimental  de la telenovela.  Hay que mencionar que en la misma época del viaje de Disney a Chile, el mexicano Siqueiros pintaba los murales de Chillán, y que ambos estaban comprometidos en la lucha contra las fuerzas del Eje.   Y que mientras tenía lugar la fuga referida por Rodrigo Vergara, era transmitida por televisión una telenovela que llevaba por título Mi nombre es Lara.  Lo que agrega elementos que podemos calificar de patéticos es que uno de los sujetos de la fuga, quizás el “más importante”,  era un mediocre actor de teatro que no hizo más que poner en escena su propia ineptitud como agente político-militar, siendo la fuga, la única victoria que pudo atribuirse.  De este modo, la fijación de Rodrigo Vergara por el modelo de relato y por el sujeto de su enunciación se revela como  la crítica más severa de la impostura política, ya que su obra exhibe la consistencia dudosa de la propia metáfora del andamio como significante leninista.   

martes, 3 de enero de 2017

MEDIOCRIDAD CONSISTENTE E INDIGENCIA ACADÉMICA

Para el curso de esta semana  se ha anunciado la inauguración de dos exposiciones de estudiantes de arte.  Aunque en términos estrictos,  lo que se ha anunciado es la muestra promocional de unas escuelas, amenazadas  por el fantasma de la crisis de matriculación.  Es sabido que en este tiempo las escuelas deben demostrar a sus rectorías que sirven para algo; es decir, que cumplen con las cuotas asignadas para no convertirse en una carga para sus facultades.  Tómese el sentido de facultad en las acepciones que sea posible.  La “facultad del arte” no se localiza –de manera necesaria- en las “facultades de arte”.

En ambos casos, el rito promocional consiste en exhibir el resultado final de sus estudios y levantar un mito sobre la validez de trabajos de estudiantes a los que se hace vivir  la experiencia ilusoria de recibir un diploma y de titularse de artistas.

El primer público de estas exposiciones son los familiares de los propios estudiantes, que han invertido una cantidad apreciable de dinero a cambio de un papel que no les garantiza absolutamente nada, ni como acumulación  reductiva de conocimiento ni como factor inscriptivo. 

El segundo público de estas manifestaciones está formado por un  desinformado contingente de jóvenes que arrastra consigo la indefinición propia de un deseo  primario, que clama por reproducir  condiciones  suficientes de subjetividad asistida,  apenas aptas para ser admisibles como  estrategia de reconocimiento.

Una alta autoridad universitaria me declaraba hace unos años que las escuelas de arte debían reclutar a ese contingente de jóvenes que no tenía claro qué hacer con sus vidas y que representaban para sus familias el peligro de la desvinculación de los lazos mínimos de vinculación social.  Acogerlos  era cumplir con un servicio social para “encausar” las energías de jóvenes disfuncionales. 

Así como otro director promovía la inclusión de jóvenes con habilidades diferentes, porque era bueno para una escuela de arte que sus estudiantes tuvieran un contacto directo con esas “realidades”. La inclusión se convirtió en una posibilidad de negocios para estas escuelas, desde el momento mismo  que para las altas autoridades el espacio del arte  fue diseñado  como espacio de acogida de una franja residual de jóvenes, provenientes de familias con capacidad de consumo universitario, a los que se extiende indirectamente y bajo silencio el apelativo de “diferentes”.  

Las escuelas de arte tienen asignado el rol de acoger la “diferencia”, por cuatro años a lo menos, bajo el supuesto de una “formación” en prácticas “incluyentes”. 

Sin embargo, las prácticas incluyentes se afirman sobre una promesa que las autoridades no pueden garantizar.  Los estudiantes producen trabajos que son reconocidos por un comité de expertos de la propia escuela como “obras de arte”, dignas de ser exhibidas como primer estadio de su reconocimiento por sus “pares”.

Sin embargo, lo que los padres y apoderados no saben es que los “pares” de referencia, en su eminencia académica, no son garantía suficiente para habilitar el paso de esas obras a un estadio superior de reconocimiento.  Es decir, no proporcionan condiciones de  inscripción en el espacio real de arte, en el seno de la formación social chilena.  Los propios habilitadores de espacio están en situación de falta, respecto de los mismos parámetros que ponen en función para fundar su propia localización como  facilitadores de puesta en circulación de obra.  

No es posible que aplicaciones de programas que se bajan de internet sean objetos de cursos universitarios de un semestre; no es atendible que la fabricación de portafolios y la autoedición de material de promoción sea objeto de un curso específico, a manos de un artista-docente sin galería; no es posible que cápsulas de lectura rápida  de “teoría”, bajo la dirección de profesores de filosofía sin inserción universitaria en sus áreas de origen, sustituya la prescriptividad de una historia del arte apta para cursillos destinados a señoras en institutos municipales de cultura general; no es aceptable desarrollar talleres de pintura en condiciones de hacinamiento y sometidos a la segmentación y distribución de una horas de enseñanza que deben ajustarse a unos dudosos criterios de rentabilidad en el uso de los tiempos curriculares; no es admisible  someter a los estudiantes al autoritarismo formal de artistas que transmiten sus fobias y fracasos, convirtiéndolos en comportamiento de carrera;   por mencionar algunas de las prácticas que describen el espacio de enseñanza.

Así planteadas las cosas, estas exposiciones no son más que el síntoma expresivo de los propios docentes de cada escuela, que concursan de manera indirecta por el   título de “habilitadores de transferencia”; sin embargo, no están en medida de asegurar el destino de transferencia alguna. Lo cual tiene efectos gravísimos en la configuración de un supuesta “ética del arte”, porque pasan a ser cómplices de montaje de un fraude de enseñanza. 

El fraude consiste en prometer una inscriptividad que no pueden garantizar, porque no está en sus manos hacerlo. Apenas pueden garantizarse a si mismos, en el seno de una escena cuyo tamaño ya es restrictivo. 

Imaginen lo que significa pensar en sus cualificaciones.  No existe relación necesaria y justificable entre “espacio de arte” y “espacio de escuela”.  Las escuelas integran el sistema de arte a título de entidades de reproducción de enseñanza de unos protocolos determinados, de lo que los certificados y diplomas solo demuestran asistencia y habilidades mínimas. Las escuelas son parte integrante del “mercado general de la educación superior”, en condición de zona limítrofe; es decir, que apenas asegura su pertenencia a la universidad, amenazada por un déficit endémico. 

El déficit no es  tan solo financiero, sino conceptual y ético, en la medida que muchas escuelas no hacen más que reproducir las fallas estructurales de sus propios docentes, que enseñan –como lo he sostenido-   el itinerario de sus propios fracasos, encubiertos por el autoritarismo de un modelo de  transmisión que hace del artista-docente un “tío permanente” que domina mediante el maltrato y la amenaza  de exclusión. 

El caso más patético, sin embargo, tiene que ver con los postgrados.  Aquí son los propios inscritos los que aceptan someterse a un régimen de violencia intra-académica –maestría- , con la sola “esperanza” de ser vistos y reconocidos por un “cartel de agentes” que reproduce sus propias condiciones de designación; que como ya he señalado, no tienen mayor validez que al interior de sus comarcas  de dominio tribal. 

Los inscritos en estos programas prefiguran su reconocimiento como agentes sub-alternos de inserción; los cuáles deben rendir cuentas mediante una tesis y un “trabajo práctico”, para acceder a   formas de  pertenencia sustituta que solo les sirve a quienes ya trabajan como docentes. Una maestría colabora en la protección académica bajo las nuevas  exigencias de acreditación universitaria. De este modo, estamos frente a la reproducción de un ejército de artistas con maestría, para disputarse un mercado laboral de por sí restringido. De manera que la adquisición del diploma, al final de cuentas, tampoco sirve de mucho. Porque lo que prevalece son las formas arcaicas de sumisión. Los postgrados son solo momentos de recalificación de la fidelidad de una pequeña horda, sometida constantemente a esas formas de control de contingente.

En el caso de los pregrados, cada escuela construye su mito reproductor en función de la aplicación de un curriculum mínimo fundacional, que generalmente se presenta como un conjunto heteróclito de cursos, a los que falta una coherencia de base. Porque no se vaya a pensar que los programas de estudio están “epistemológicamente” justificados.  Lo que siempre ha ocurrido es que están determinados por el estado de la correlación de fuerzas de los artistas-docentes de mayor peso, cuyo primer interés está en reproducir las mejores condiciones de  permanencia laboral, que debe dar muestras de eficacia en el manejo de recursos para una sobrevivencia académica de crucero.  Lo que he denominado, en otro lugar, “mediocridad consistente”.  

De este modo, hay escuelas de mediocridad consistente,  que subsisten sin mayores tropiezos, y otras, que encubren su indigencia con programas de visitas de curadores  extranjeros y artistas de carrera media, que sirven como  agentes “atractores de incautos”, destinados a fortalecer la ficción de que existe una carrera.  Y finalmente, existen las escuelas que operan sobre la nostalgia paterna de una izquierda mítica, en las que se  destina a los estudiantes a  ser portadores de la ficción vitalista de representar –con sus obras- los intereses de la clase obrera (en particular) y del pueblo (en su conjunto).