En la edición del número 14 -marzo de 1962- de los Cuadernos de la
Asociación Internacional de Estudios franceses, destinada a tratar las “formas
y técnicas de la novela francesa desde 1940”, se publica una comunicación leída
por Michel Butor en el XIII Congreso de la asociación, que había tenido lugar
el 25 de julio de 1961.
En esa misma época, Michel Butor escribe un
texto a partir de una aguafuerte de Enrique Zañartu. No sabría precisar si se
trata de “desde” o “sobre” un grabado. Lo primero denota un punto de partida
que no implica relación de fidelidad con el origen; lo segundo delata la
dependencia de Butor respecto de la sígnica
de Zañartu.
¿Qué tendrían de especial esas marcas que
absorberían la atención de Butor? La lectura de su comunicación en el XIII
congreso proporciona una pista desde el título: “Individuo y grupo en la
novela”.
Esto es muy importante. Los debates en la
sociología francesa de ese entonces apuntan a cantar unas cuántas lecciones
“culturalistas” al empirismo anglo-sajón. Es preciso recordar que Alain
Touraine realiza en esos años la famosa investigación sobre la “consciencia
obrera” en las minas de Lota y en la siderúrgica de Huachipato. Nada de eso
posee una correspondencia intelectual con las versiones litográficas del Taller
99, porque (risas) las cosas no son así de correspondientes. Es de imaginar qué
hace Matilde Pérez, (un poco) perdida en el Paris de Vasarely. Hay que pensar
que en Chile existe un solo artista –Eugenio Téllez- cuya obra concentra las preocupaciones
desde las que Zañartu y Butor hacen obra, en 1962. Sin olvidar que en abril de ese año se firman
los acuerdos de Evian, poniendo fin a la guerra de Argelia.
¿A qué apelamos nosotros? En 1962 tiene lugar el
mítico viaje del Grupo Signo a Madrid. Ni siquiera existe un campo léxico en el
que la palabra “colonial” adquiera relevancia. Habrá que esperar la circulación
de los textos de Fanon, en algunos círculos.
¿Alguien se ha enterado de lo que era Madrid, en
el arte contemporáneo de esa coyuntura?
Existen unas declaraciones de Álvarez de Sotomayor sobre arte
contemporáneo que sería de rigor considerar. En ese momento, es el director del
Museo del Prado. El mismo señor que viene a plebeyizar la pintura chilena desde la “pintura de corte”, es el director
del museo franquista.
Zañartu, en Paris, era “clandestinamente
apreciado”. Hoy día se diría que era un “pintor de culto”. Es la época en que
realiza una visita a Santiago, después de haber expuesto en una prestigiosa
galería francesa y de hacer unas declaraciones que provocan la furia de Enrique Lihn, que escribe un libelo
en su contra en el mismo número de Revista de Arte en que le hacen la
entrevista; como si hubiera incorporado el texto en la propia imprenta. Es
curioso, pero en los números siguientes su nombre fue borrado del comité
editor.
Lo que hace Butor en este texto de 1961 es
montar un argumento en el que debe oponer la novela a la epopeya. No es que
Butor suscriba la hipótesis sino que necesita la oposición para poder declarar
que Balzac la supera mediante una forma
de novela en que hace el relato del movimiento de la sociedad (en su conjunto)
recurriendo a determinadas aventuras individuales; detalles relevantes que
condensan las relaciones de conflictividad entre grupo e individuo. Al punto
que la gran novela ascendente del siglo XIX es aquella que porta consigo el
dilema diagramático del arribista (rastignac) como encarnación de
unos sujetos incorporados a una escena en la que indefectiblemente se
les había sustraído la soberanía originaria.
Adelantaré lo siguiente, en un campo minado por
el “buenismo académico” sometido a la extorsión de sujetos adánicos con escaso
manejo de frustración, las marcas de Zañartu de 1961 delimitan una zona en la
que se localiza una relación movediza entre mancha y trazo, cavando la fosa que
acoge los despojos de un relato que parece provenir de una canción de gesta de la que solo conocemos algunos fragmentos.
No había pensado hablar de las incisiones y
mordientes de Zañartu en términos de una lengua gráfica perdida. La verdad es
que está hecha-a-pérdida. Es preciso
que podamos acreditar haber-perdido-algo. Es decir, practicar un tipo de
encubrimiento que proteja los nombres, mediante capas (camas) de una tinta muy
densa, que haga costra sobre el soporte de una historia, como si fuera un papel
secante aplicado sobre la superficie de una pintura recién terminada.
En provecho de mi argumentación, la novela sería
la pintura; el grabado, la epopeya. El trazo es, siempre, una singularidad. El
nombre se hace difuso porque la prosa del mundo deja de ser leída como una
unidad de lengua. Lo que la palabra enuncia ya dejó de ser dicho.
La paradoja es que en Chile se desarrolló una
pintura que renunció a “decir” lo que debió haber sido dicho y preparó el
terreno para que las “ciencias del simulacro” degradaran el debate
historiográfico.
(Colección Pedro Montes Lira)