Dejémonos de cosas. La escuelita, mal que mal, inventó
un “modelo de bolsillo”, que ha
operado gracias a la práctica de
enseñanza de nombres tales como Mónica Bengoa,
Mario Navarro y Francisca García.
En algún momento Mario Soro. Pero luego, la secuencia analítica
conecta a Padilla con Galecio, pasando por Pulido. Se me escapa
alguno. Pero es la práctica docente que instala una velocidad
crucero consistente.
En alguna ocasión hablé
que lo que hacía buena a una escuela era su mediocridad consistente. Eso
es lo máximo que se puede lograr, porque las escuelas son espacios de
transacción académica, donde solo una
parte de su cuerpo profesoral sostiene la inscriptividad de la escuela más allá
de su reproducción letal. En este
sentido, las escuelas no son espacios homogéneos. Por un lado, están los docentes que aseguran
la permanencia de la burocracia de base;
por otro lado, están aquellos que proyectan la ficción de
contemporaneidad. Es gracias a estos
últimos que las escuelas se convierten en marcas
universitarias y colaboran –mal que les pese- con las iniciativas de
“fortalecimiento de vínculos con el medio”.
Para agravar las cosas,
hay artistas que quisieran hacer pasar la práctica docente como si esta fuera una obra plástica. Este es un exceso que ha sido fomentado –en
primera instancia- por la academia de los desplazamientos. Dejémonos de
encubrimientos: esos
artistas-docentes solo exhiben su
fracaso y lo transmiten a sus estudiantes, reproduciendo condiciones de desmantelamiento subjetivo.
Sin embargo, en el
mercado de la docencia, estos artistas-docentes apenas adquieren la
consistencia necesaria para reproducir un gesto distintivo. El método del taller de grado no es
transferible sin experimentar algunas mermas.
Algunas escuelas asumen la merma como un carácter propio y la convierten en su
propio método, estableciendo sus propios
parámetros de reconocimiento. Es el caso, al menos, de las escuelas de la UDP y
de la Finisterrae.
Lo que resulta sorprendente es que, año a año, las ofertas de matrícula siguen siendo cubiertas.
Es un caso “típicamente chileno” el que los padres estén dispuestos a
pagar por una enseñanza que no le asegura a sus hijos, destino
alguno. Ni en el arte, ni en el campo
laboral. Entendamos que el campo laboral
del arte es el campo de la
docencia. Las prácticas de arte implican
niveles de laboralidad extremadamente restringidos. Respecto de esto, el área de artes visuales
del CNCA solo ofrece pequeñas
estrategias de compensación, porque muchos artistas han logrado imponer cuotas
para la financiabilidad de fondos, de acuerdo a los intereses particulares de
grupos de influencia específica.
Ninguna enseñanza asegura un destino. Estamos ciertos. Me refiero a las posibilidades de inscripción
laboral de los egresados, en un mercado real de trabajo. En algunos casos, las escuelas ofrecen un
“servicio post-venta” a través de diplomados y maestrías que carecen de toda
acreditación.
El mercado de la docencia
tiene que ver con otra cosa; porque afecta la laboralidad de sujetos que
poseen la habilidad de reproducción de un saber (absolutamente) inestable. Se es, entonces, menos artista, por un lado, más profesor por otro. Obvio que el artista favorece al profesor
como capital, pero es la
decibilidad burocrática de la
docencia la que domina.
La pertenencia al espacio de arte –en su forma de mercado- permite solo inscripciones fragmentarias y de
duración corta.
En una ocasión, un
alto ejecutivo universitario me señaló que el área de arte se ocupaba de
proporcionar un gran servicio a
numerosas familias que no saben qué hacer con sus hijos. La
escuela devino un servicio de espera que se fue convirtiendo en una ocupación
de largo plazo, en el curso de la cual muchos estudiantes adquirieron
habilidades que les permitieron desempeñarse de manera eficiente en el mercado
laboral. Jamás fueron artistas.
Entendieron que una buena enseñanza de arte permitía el acceso a un sin número
de “profesiones emergentes” en el campo de
la industria editorial y de la
industria audiovisual. De este modo, las
escuelas de arte son competencias “desleales” de las áreas de diseño, en el seno
de las universidades que ofrecen ambas salidas.
Entonces, el futuro
de las escuelas de arte no está en la obligatoriedad de la “formación de
artistas”, sino que se proyecta en la
transmisión de un conjunto de saberes que permiten a sus estudiantes adquirir
habilidades inscriptivas como las que he mencionado en el párrafo
anterior.
La “formación de artistas”
no existe. Lo que existe es la
inscriptividad.
Esto no depende de las escuelas. Ayuda. Pero podría no ser un aspecto decisivo. Lo que asegura tal inscriptividad es el tipo
de reconocimiento construido a partir de
un capital cultural cuya ficción de
inversiones se juega en una trama construida, especialmente concebida para acoger
un número muy reducido de agentes, cuya disponibilidad está fraguada por las fricciones perturbadoras y perturbadas entre galerismo,
musealidad, coleccionismo, crítica de acompañamiento y editorialidad.
Es el juego de este sistema y su propia fortaleza la que
define la colocabilidad del artista en una formación artística
determinada.
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