Las preguntas de Guillermo Labarca siguen ocupando nuestro máximo interés. Son preguntas que
todo el mundo del arte evita
responder, justamente porque es un mundo sustituto que viene a ser responsable, en parte, del
estado actual de la escena.
¿Cuál es la función de una escuela de arte, hoy?, ¿En que se
convirtieron la escuelita y la escuelota? Antes de eso hay que decir algunas cosas sobre el estado de la arquitectura. Sergio Larrain arma una reforma para
rentabilizar la modernización de una enseñanza, dirigida a los hijos de sus
amigos, que son los que construyen en
ese momento. Pero aquí está el otro destino: la brillante arquitectura
funcionaria chilena, que se va a ocupar de resolver, en lo que pueda, la
crisis de la vivienda. Sergio Larrain ya
se había ido del país cuando se construyó
el edificio de la UNCTAD III.
Regresó cuando ese mismo edificio pasó a llamarse Diego Portales. Buen dato, ¿verdad?
Para saber sobre las invenciones de la arquitectura chilena, existen dos libros que no se
leen en el mundo del arte. El primero es
Objetos para transformar el mundo
de Alejandro Crispiani (2011). El
segundo es Portales del laberinto,
arquitectura y ciudad en Chile 1977-2009, publicado bajo la curatoria de
Jorge Francisco Liernur (2009).
No se trata de proporcionar una bibliografía general, sino tan solo indicar momentos
polémicos significativos, que forman parte de un debate más próximo. Debo
incluir a este debate un artículo de muy mala leche escrito por el inefable historiador argentino de la
arquitectura, Ramón Gutiérrez, sobre Cancha, que era el título del envío a la Bienal de Arquitectura
de Venecia del año 2012. Es
un artículo “soplado” por un informante local. Tengo alguna idea de quien fue. No es casual que haya sido publicada en la web
de ICOMOS[1].
En concreto, con estos materiales
es posible responder en cierto modo a la pregunta de Guillermo Labarca.
Sin embargo, lo más
interesante que ha ocurrido este último tiempo es la
manifestación de una bronca académica cuya expresión ha sido más bien soterrada.
Me refiero al Premio Pritzker, otorgado a Alejandro Aravena. Ayer mismo le fue entregado el galardón en
Nueva York. Ha habido pocos artículos
pero significativos, para señalar la existencia de un ambiente absolutamente tóxico en la producción de
crítica, que deja muchos elementos contaminantes flotando en el aire[2]. Es preciso recuperar este debate en lo que
corresponde, con mejores argumentos, para así preparar la recepción local –sobre la que me interesa mucho
insistir- , acerca de lo será el envío chileno a la nueva versión de la Bienal
de Arquitectura, cuya curatoría general está a cargo del propio Aravena. Debo recordar que el envío chileno está a
cargo de Juan Román, referente de la Escuela de Arquitectura de la Universidad
de Talca[3].
De todos modos, el
malestar de alguna academia y los celos profesionales en la arquitectura son muy productivos para dimensionar el peso de la
visualidad en la cultura contemporánea. Lo
cual nos proporciona un elemento clave para pensar en el estado de la enseñanza de arte, que es la segunda pregunta que
dejó planteada Guillermo Labarca.
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