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miércoles, 1 de mayo de 2019

ESCRIBIDORES


Había que mencionar a Bernard Pingaud y ese libro de 1965, 1979, 1992. El es uno de los  primeros que realiza la distinción entre escritor y escribidor.  Es así como se me ocurre traducir écriveur.  Quizás, ya estaba precedida de la otra distinción de Barthes, entre escritor y escribiente. Hay que pensar en la traducción: los anillos del carrusel. El libro lleva ese título, que para nosotros no tiene ningún sentido. Corresponde a un recuerdo de infancia, muy francés: Les anneaux du manège. Forma parte de los recuerdos de infancia más preciados, cuando los niños eran llevados a la plaza y eran subidos por un padre con sombrero y  de traje sobre un caballo de madera y cartón. Al subir, el encargado le entregaba un palito con el cual os niños, montados ya, debían ensartarlo en unos anillos especialmente dispuestos. Ganaba el que introducía más veces el palo en el anillo y conquistaba el derecho a una vuelta suplementaria.

Ensartar el palito en los anillos es lo más parecido a un hilván. Pero esto último ya no es juego de niños, sino trabajo de costurera. Ahora bien; si nos atenemos a la materialidad de los gestos técnicos tenemos que pensar que la costura está precedida por el recorte de un patrón. Ya saben: eso explica la razón de por qué no son pocos los artistas  que se pegan a la fase del dibujo de patrones. Es raro, porque este tipo de dibujo es el que más se acerca a los dibujos de policía técnica. De todos modos, se puede entender esta fascinación por la práctica del desmembramiento, al separar las mediciones del cuerpo en tantos fragmentos como piezas, como si fuera el mapa de unos cortes de carne.

La metáfora de la costura introduce los efectos de sus operaciones asociadas en la retención gráfica de los cuerpos: talla, hilvanes, pespuntes, sobre-hilván, corte, etc. Pero todo esto se refiere a la práctica de la cita, cuyas metáforas no hacen más que regresar a los mitos del origen del dibujo como anticipación de la pintura, en una hipótesis en que la línea precede a la mancha.

La línea procede en el acto quirúrgico. De ahí que los artistas asocien costura y sutura. Pero es proviene de considerar que la cirugía instala la preeminencia del trazo gráfico sobre la superficie de la piel, rompiendo su continuidad. De ahí, pasar a considerar la pintura de Eugenio Téllez[1] “Homenaje a Blaise Cendrars” hay un solo paso. Esta fue exhibida en la última exposición que realizó en la UMCE, hace un par de años. Por supuesto, no faltaría la ocasión para trabajar el afecto de las palabras por la proximidad de las operaciones: blessure et cendres. Pero luego dibuja el brazo que hace (la) falta, como una inversión de la dialéctica de la imagen, separando las zonas de intervención gráfica para señalar la ficción de un país y redoblar las líneas de la anatomía que fijarán la huella virtual del muñón; es decir, del faltante; la marca que desmarca.




Eugenio Téllez dibuja la literalidad paradojal del torrente sanguíneo en el brazo mutilado, como si hiciera un mapa de su dinámica para afirmar la dimensión de la falta. Entonces, dibuja por fuera lo que está dentro del miembro, para terminar en una lluvia de corpúsculos de sangre y lodo. 

Dejó el país en 1961 porque, en el fondo, fue tratado como un muñón por la tradición de una escuela que traicionaba su propia función. Ahí comenzó la historia de su desarraigo. Lo cual es falso. El desarraigo modeló su historia. Desde niño. Siendo hijo de un funcionario consular que se había levantado contra la dictadura de Ibáñez, ocasión en la que había recibido heridas a bala, dejando gráficas secuelas en su cuerpo. Los niños leen los mapas de batallas dibujados sobre la piel de sus padres, que ilustran el relato poniendo el cuerpo en el lugar de la palabra.

Lo anterior nos conduce a las láminas de Ambroise Paré y a la importancia que tienen los grabados en la historia de la medicina. De ahí viene todo; de las aguas fuertes de la fábrica del cuerpo humano. Pero sobre todo, de los instrumentos de cirugía y los esquemas de sutura de las heridas con arma blanca, antes de inventar los primeros procedimientos suaves (“digestivos”) de tratamiento de las primeras heridas con armas de fuego, que revolucionan las prácticas de la guerra en el siglo XV, de un modo análogo a cómo la artillería de la gran Guerra transformará las condiciones de la batalla, que serán descritas por Cendrars en “La mano cortada”, como antecedente directo para la consideración de la segunda mano como noción de trabajo de escritura, a propósito del régimen de  citacionalidad.

El caso es que Pingaud, en el libro que he mencionado, publica un ensayo muy corto en que pone a circular el concepto de  objeto literario encontrado. Díganme, si no, decir de donde provienen las citas es una obligación ética, para saber de qué manera están hechos los relatos y cómo funcionan las historias que harán hablar.


[1] Eugenio Téllez realiza en su taller de Normandía las obras que formarán parte de la exposición que prepara para Galería D21.

domingo, 14 de abril de 2019

MANO CORTADA


Si no hubiese asistido a la conferencia e el museo militar sobre los artistas y la guerra, no hubiese comenzado a leer “La mano cortada” de Blaise Cendrars. Resulta evidente la asociación con una imagen impresa en una aeropostal de Eugenio Dittborn que reproduce una fotografía de la mano cortada de un obrero chino. Pero el comienzo de esta obra de Cendrars me hizo recordar el comienzo de la novela de Theodor Plievier, “Stalingrad”, cuya versión francesa me había obsequiado Eugenio Téllez cuando desarmó su biblioteca santiaguina.

Encontré otra edición de la misma, a tres euros, en una librería de libros de ocasión a pasos de la estación de Metro Jussieu, pero como iba muy apurado  no me detuve a comprarla. Allí estará la próxima semana. No creo que a nadie interese, ahora, una novela como esa. Pero la incidencia de la mano cortada de Cendrars me hizo mucho sentido, porque en 1919 había escrito un pequeño texto en prosa que había titulado “Yo maté” y cuya primera edición llevaba las ilustraciones de Fernand Léger. Eran unos dibujos cubistas.

Pero la verdad es que la mano cortada es un significante que me vincula a la atención ejercida sobre la obra de Eugenio Dittborn, a través de un ensayo de título homónimo, publicado por ediciones Jemmy Button INK a fines de los años noventa. Allí hacía mención a la reproducción del fragmento de fotografía de la mano cortada del obrero chino, para hacer bloque con las zonas de papel cortado a mano (rasgado) como signo de sustitución del subrayado. Los bordes del papel rasgado ya de por sí constituían una fuente de reflexión inestimable sobre el carácter de las líneas limítrofes y los bordes. Tanta tinta derramada y desparramada para señalar las primarias apreciaciones de las tecnologías corporales involucradas en el acto de pintar.

Luego, he recortado tres imágenes en las que se reproduce el gesto de tres personajes concentrados escribiendo. Sócrates, José del Carmen Valenzuela, Lenin. Escena en las que alguien dicta. ¿Qué es lo que Platón le sopla al oído a Sócrates? Como los entendidos saben, es la tarjeta postal derridiana.  Los otros entendidos sabrán que el condenado a muestra recibe el dictado del periodista que le sopla la carta al presidente de la república para solicitar un indulto. El periodista-como-buitre sabe que no habrá respuesta, pero lo expone porque en eso consiste su trabajo. Sacar las castañas con la mano del gato. Entonces, en la final, a Lenin nadie le dicta nada. Es él quien escribe los decretos. Todo lo que escribe tiene ese sello: decretal. Compañeros, escribe, ya es hora. Y sabe que su palabra escrita se transformará en acción, gracias al rol de andamiaje del periódico del partido, y al trabajo de transmisión mecánica de los revolucionarios profesionales que convertirán una palabra escrita en programa de acción. Ninguno de los tres personajes que he retenido tiene su mano cortada.






Pero encuentro una fotografía de Blaise Cendrars que imprimo para recortar y pegar en el diario de trabajo. Está con su uniforme de la Legión Extranjera, sus medallas, un cigarrillo a medio consumir en la mano izquierda. Ni el brazo ni la mano derecha son visibles. Fue un fotografía  realizada después de su convalecencia. Pero leo en algún lugar que se refiere al abultado vendaje del brazo en el muñón como a la “guagua”, a un cuerpo de niño, que le es desde ya externo. Una especie de objeto transicional excesivamente próximo. Aprenderá a escribir con la mano izquierda. ¿Quién le dictó  “La mano cortada”, novela publicada en 1946, que no satisface el canon de la novela heroica establecido por Barbusse, Genevoix o Dorgelès?  Más bien lo encontramos más cerca de Céline o de Hemingway, en cuanto a describir el embrutecimiento de los sin-grado destinados a la carnicería.

¿Podemos hacer esta distinción sin cometer una grave injusticia? Comenzar hablando  de “manos cortadas” para terminar con los que ponen las manos (por otros) es una buena manera de abordar la crisis orgánica de la izquierda, que debe recurrir al modelo mosaico de la poesía chamánica (las tablas de la Ley).  Se lo preguntaré a Roberto Merino. Hablaremos de los que escriben bajo dictado y de los que escriben como si dictaran. ¿En cuál de los dos bandos nos reconoceremos? Más de un astuto lector tardío de Althusser dirá que tal disyuntiva no existe y que somos-dictados-por-la-estructura (como un significante imaginario).