No soy el único que posee el catálogo “Face à
l´histoire”. Un diplomático extranjero vendió gran parte de
sus libros al regresar a su país de origen. De este modo, el catálogo llegó a uno de los puestos de venta y compra-venta
de libros en el Persa Bío-Bío. Entre los libros grandes y pesados se encontraba
éste. Carlos Navarrete no tenía mucho dinero en el bolsillo y logró despertar
la complicidad del vendedor que accedió a dejarle el ejemplar a un buen precio.
Al leer esta columnas, me ha escrito para resolver algunas
de mis dudas. Mi ejemplar ya no está más conmigo. Se lo he obsequiado a Antonio Guzmán, por su
pasión dittborniana. Al fin y al cabo,
le será útil para hacer clases porque la documentación sobre el resto de los
artistas participantes en la exposición es ejemplar. De ahí que Carlos Navarrete me proporcionó la
información sobre las pinturas aeropostales de Dittborn que fueron expuestas en “Face à l´histoire”. Y claro, eso está en la página 605 del
catálogo, pero se puede apreciar en el
libro “Remota”, donde aparece como Pintura Aeropostal Número 90, “El Cadáver el Tesoro” (1991).
Por ahora, en lo inmediato, me ocuparé de la doble-página. Esta noción ha sido
fundamental en los estudios dittbornianos, si bien, al parecer, no forma parte
de la batería de conceptos vigilados que configuran la oficialidad
dittborniana. De todos modos, la doble-página, ya desde la edición del catálogo
de “Final de Pista” (1977) es una “pista” demasiado evidente como para preguntarse por qué no ha sido
objeto de trabajo.
La doble-página ha sido mi objeto de trabajo, por años. No
he necesitado escribir una “gran obra” sobre Dittborn. Aunque mi libro sobre Dittborn ya está listo. Solo hace falta una
editorial. Finalmente, escribo en función de mis intereses
particulares en la crítica como sustituto de crítica política. Es la razón de por qué a Antonio Guzmán le
interesó esta intervención gráfica;
porque consideró que en ella estaba “todo” Dittborn. Es una manera de decir: pero es un momento crucial
de su auto-análisis de obra.
Si seguimos el principio dittborniano según el cual lo
político de su obra reside en el pliegue, en esta doble-página el relato visual
está partido en dos. El pliegue separa las aguas y señala el compromiso de temporalidades altamente diferenciadas que “comparecerán” en
un mismo rectángulo.
Por la izquierda tenemos el título que mima y rima la
visualidad de la prensa gráfica de entre-guerras, LA POSTE, bajo el cual Dittborn hace imprimir
la imagen de un rescate realizado por un aviador en medio del desierto. Por supuesto, no podíamos esperar otra cosa
de Dittborn; se trata del fragmento de una “historia dibujada”[1] publicada por “El Peneca”, “Quintin el
Aventurero”. Un piloto está en posición
de descenso de la cabina para acudir en auxilio de una mujer que yace tendida –inerte-
sobre la arena.
Por la derecha disponemos de la misma estructura de
distribución. Arriba, como título, en tipografía de portada de periódico, valga
decir, Dittborn dispone la palabra MODERNE.
Debajo,
encajonado por cuatro bloques textuales, aparece Dittborn manipulando el tambor de aceite quemado de
auto sobre la arena del desierto de Tarapacá y que se ha convertido en un ícono
distintivo de su procedimiento de trabajo.
Mucho texto de este lado, para solo dos pequeños bloques en
el otro, en el borde extremo izquierdo de la página izquierda. En cambio acá,
los textos en pequeños bloques lapidares acosan el destino de la imagen y
determinan la interpretabilidad, no por capas, sino en la misma superficie. La
ventaja es que en este tipo de trabajos no es preciso recurrir a las nociones
de “más cerca” o “más lejos” porque el propio artista (siempre) insiste en que
(el) todo se juega a nivel de la superficie, ya desde fines de los setenta, cuando
en la estructura de los comentarios sobre arte se tolera la inclusión de la
famosa cita de Valery, según la “la profundidad reside en la superficie”, para
combinar regímenes diferenciados de temporalidad editorial.
La contradicción sobre la sustitución corporal, que es el
aspecto principal de la contradicción, se delata en la página derecha cuando la
reproducción del gesto del derrame fija la tensión sobre el contenedor
industrial que acarrea consigo la sombra de su propio excedente. Pero ha tenido
que experimentar el empuje del artista, que equivale a “meter la mano”, porque
debe imprimir energía a un acto eyaculatorio en que sustituye su propio cuerpo,
transfiriendo la dirección de la energía para convertir el derrame en
“yacimiento”. En verdad, se podría hablar de un cierto desfallecimiento de la
imagen que se complementa con la erección del cuerpo del artista convertido en
motor de la acción de empujar el tambor y volcarlo sobre su costado para que el
aceite fluya a borbotones, como si fuera un gran “Land/Pollock”, en que el
desierto reemplaza la función receptora de la tela de yute sobre la cual
Dittborn había venido “pintando” todo ese último tiempo; es decir, su obra
básica de 1981, pero “hacia atrás”, cuando la mancha basta para convertirse en
el significante pictórico que define el carácter de su trabajo. El resto es
pura declinación latina. Incluyendo las aeropostales.
Habrá que convenir en que el aceite quemado vertido sobre la
arena se traslada hacia la página de la izquierda, donde se ordena como línea
de dibujo y termina por sostener el relato visual del salvamento. He dicho bien: se ordena. La eyaculación del
semen aceitoso contenido en el tambor/vejiga da nacimiento a la figuración
entintada.
Ya sabemos suficiente
del humor dittborniano: “teinture” y “peinture” son dos significantes
duchampianos a los que acude en ese momento para calificar el rol absorbente de
una superficie. La tela de yute sin
imprimar sobre la que realiza sus principales trabajos de 1979 y 1980 resulta
ser el modelo preferido para poner en crisis, por un lado, la noción de “imprimado”,
y por otro lado, la mecanicidad trabada
del escurrimiento como principio de retención máxima.
Dittborn, al rechazar la imprimación decide trabajar sobre
la “carne viva” del soporte, que pone de manifiesto su capacidad de
“embeber(se)” como la venda que cubre una herida. De este modo, el espesor del aceite convierte
a la tinta de imprimir en un sustituto de un bálsamo protector que tiñe lo que
cubre por capas.
Pintar es teñir. Esta
es una vieja frase dittborniana. Pero de
la tintura pasa a la impresión, remitiéndose de paso a otra vieja propuesta
duchampiana que revela el estado de
preocupación que Dittborn tiene respecto de la conversión “alquímica” de los
lubricantes. Entonces, para dirimir en
este debate material recurre a un obrerismo deseado para adquirir el título de
“teinturier” en reemplazo de “peintre”.
Quizás sea por eso que desde la página derecha hizo teñir el
relato de la página izquierda, modificando el color original. Porque es preciso
poner atención en el hecho editorial siguiente: la fotografía que consigna la
acción de volcar el tambor de aceite penetra, por así decir, en el campo de la
página izquierda y se cubre de fondo para
teñir las condiciones de acogida de la imagen figurada, como si la “peinture” (al
óleo) de la página derecha se
convirtiera en “teinture” en la página izquierda.
Pero en la página izquierda no hay tintura alguna, sino la
transferencia en alto contraste de un dibujo que proviene de una “historieta
dibujada”, puesto que estamos en una exposición “de cara a la historia”,
mediante la que Dittborn expone su teoría de la transferencia artística, por la cual, toda historia de la representación es la historia de las
condiciones de su representación (picto)gráfica.
Sin embargo, en este
punto, ni los curadores europeos ni estadounidenses están dispuestos a ceder un
centímetro de sus leyendas arcaicas para entender que nuestras sociedades son
“sociedades de la reproducción”. En este
sentido, es demasiado caro el favor que le hacen en 1997 Cameron/Mosquera a la
obra de Dittborn, porque pasan por alto, justamente, aquello para lo cual el
artista ha ejercido un control y vigilancia extrema en su interpretabilidad
interna, para terminar “teñido” por los prejuicios de la interpretabilidad externa, que reduce
el alcance de su teoría matriz, que a mi juicio, no reside en la
aeropostalidad, sino en la fase previa en que elabora la “teoría del derrame”,
y de la que esta doble-pagina es su expresión editorial inconsciente más
lograda. Porque todo apunta al
“comienzo”, es decir, a cómo es por la “teinture” (impresa) que la “peinture” se da a ver, en el territorio que luego
va a ser país.
No es casual que el derrame de los ochenta litros de aceite
quemado tenga lugar en el desierto de Tarapacá, que integra el territorio
nacional solo después de la Guerra del Pacífico. Tampoco es casual que la
desertificación en pintura sea un eje en la reflexión pre-aeropostal de
Dittborn.
Hablemos del color: en esta doble-página hay tres zonas; de
izquierda a derecha, una sopa de fondo ocre cubre la totalidad de la franja
vertical; al centro, la franja está divida en dos partes; arriba,
el azul cielo; abajo, el ocre de la arena, intensificados. Finalmente, la franja derecha, igualmente
divida en dos, opera como si fuera a “la luz del día”, marcando la línea del
horizonte como un límite visual entre el
cielo y la tierra. En términos
aristotélicos, la tierra corresponde al mundo sub-lunar y en ella todo es
corruptible. De lo que se trata de fijar
en esta acción es la corrupción de las técnicas clásicas de la pintura europea,
siendo ésta la cara (face) que le
pone la pintura de Dittborn a la historicidad de su reproducción como derrame
de transferencia; o bien, de la
transferencia entendida como derrame incontinente que fija los efectos de
su exceso como emplazamiento de la
cultura de Occidente.
Ambas imágenes, distribuidas por los tres registros cromáticos,
apelan a la Santísima Trinidad y su rol en la “historia sagrada” de la
humanidad. Los modelos de referencia bíblica son dos; en primer lugar, el
piloto de rescate sintomatiza la mecanización del cuerpo piadoso, aclarando que
toda salvación viene del cielo y que su máquina es un sustituto moderno y laicizado
de la Paloma Sacra. De otro modo no
persistiría la vigencia de la “pietà” como fisura en la subjetividad local, en
el supuesto que el descendimiento de la cruz pone en evidencia, más que nada,
la figura de la madre como el faltante que proporciona el andamiaje a la
escritura de la representación, que se valida por “declinar” –siempre- la
“palabra escrita”. Entonces, en el
principio fue el Verbo y se hizo mancha de aceite sobre la arena, yaciendo como
tinta gruesa que delimita el residuo de la grasa (corporal) reclamada. Admito la posibilidad que el automóvil sea
antropomorfizado para entender que el aceite quemado proviene de la usura de un
cuerpo mecánico.
Así las cosas, Dittborn introduce un principio de
temporalidad que repite la historia de la cultura, donde lo informe de la
mancha precede a la formación de la
letra en el inconsciente. El piloto
desciende del aparato, primero, porque
lo ha hecho aterrizar. No habrá que ser muy perspicaz para conectar este
incidente con la inversión vostelliana del “dé/collage”. Sobre todo después del uso que hace Dittborn
de la imagen impresa en la prensa, que reproduce el arribo del Columbia a su
base y que sirve de introducción al libro único “Un día entero de mi vida”,
fabricado en 1981.
Dittborn hace pasar toda su historia como artista por esta
“composición de superficie”. El piloto
no hace descender dos veces el avión en una misma escena de des/fallecimiento. La niña que
yacía sobre la arena estremeció al piloto, porque su figurabilidad dependía del impreso de la “historia
dibujada” que Dittborn le en/cara a los curadores, siguiendo por la vía
ordinaria la representación del deseo.
Dittborn se estremeció al ver que la mancha de aceite no se
propagaba con la rapidez ni capacidad de expansión que esperaba. Para eso tuvo que olvidar su programa de
restricciones y “meter la mano”.
[1]
http://ergocomics.cl/wp/2004/07/alberto-lungenstras-2/
http://ergocomics.cl/wp/2004/07/alberto-lungenstras-2/
http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0001708.pdf
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