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martes, 20 de noviembre de 2018

MITIGAR



Nunca escuché pronunciar tanto la palabra mitigar que en Valparaíso. Su uso es sorprendente porque remite a que ya hubo una catástrofe y que ya no se puede hacer más que … hacer menos intenso… el daño. 

Mitigar es una palabra fatal, que autoriza la siguiente hipótesis: “musealidad, en la medida de lo posible”. Eso va contra la afirmación de vanidad. Un Estado-Nación valida la ficción orgánica del museo solo cuando es capaz de convertirlo en aglutinante de la vanidad de la clase dirigente.
La paradoja es que lo hace en el momento del quiebre de su imaginario, después de la guerra de 1891. La oligarquía de 1900 le otorga a la edificalidad del museo el rol de conjura monumental para mitigar la angustia que corroe a don Alejo, en El lugar sin límites de José Donoso. El museo aparece, justamente, en la coyuntura del Centenario, para sintomatizar su falla. Es decir, la falla de un Estado. La historia de las colecciones como expresión diagramática de dicha falla.

La dictadura de Ibáñez responde desde una política anti-oligárquica. El ministro Ramírez quiso poner a las artes al servicio de la industria y montó un proyecto de artes aplicadas industrialista.  En cambio, la dictadura de Pinochet satisfizo la necesidad de re-oligarquizar a la sociedad chilena, re/nobiliarizando el deseo de disponer de los emblemas de la pintura clásica chilena. Sin embargo, esta dinámica no tuvo como escenario el museo. De este modo, a poco andar, éste comenzó a comportarse en la continuidad de un modelo de plebeyización anterior a 1973.  Lo cual ha tenido (sus) efectos en los mercados y en la escritura de historia. 

El efecto en los mercados del arte ha sido deficiente, porque la legitimidad del museo no es apta para garantizar grandes inversiones de carrera. El efecto en la escritura de arte, en cambio, se ha dejado sentir en proporción directa a la ausencia de trabajo en las universidades que otorgan diplomas en historia. En ese sentido, el museo posee una ventaja. Sea cual sea su diligencia y/o indigencia, una exposición, por si misma, es un discurso en acto que supera todas las tentativas del discurso académico. Es este último el que necesita al museo como escenario para el enunciado ritual de ponencias que después publicará en soportes que no pueden competir con un catálogo, que es el soporte que recoge la escritura-en-riesgo y que hace avanzar las cosas. Por malo que sea un catálogo, siempre representará una iniciativa propositiva.  Por mala que sea una exposición en el MNBA, siempre será útil. De ahí que no se valore suficientemente al museo como plataforma trans-editorial[1]. En definitiva, no hay malas exposiciones. Sino solo exposiciones menor o mayormente indicativas.

La situación actual, en relación a la rentabilidad cultual, se caracterizaría como la de una re/plebeyización (anti/oligarca), en el supuesto que las prácticas de arte se constituyan efectivamente como conciencia crítica de la cultura.  Ya no lo son. Y es por eso que solicitan directamente al museo cumplir con un rol que no les reditúa.   Más bien, la duda sobre el valor inscriptivo del museo se instala cuando se reconoce la existencia de una grave deflación formal del arte chileno, obstruido por la mutación política de la decoración pública. Justamente, porque el museo apela a lo mejor que tiene: su pasado. Las operaciones de arte contemporáneo lo desmontan como dispositivo de aceleración formal, porque lo niegan, haciendo ostentación de lo que no es; es decir, un centro de arte contemporáneo.

El museo, sin embargo, es un lugar de trabajo especulativo contemporáneo, que toma por objeto de trabajo su propia in/suficiencia productiva. Lo cual conduce a pensar que el museo se sostiene por un suplemento de expectativa en virtud del efecto de estilo de su arquitectura.

Dicho sea de paso, en relación a la arquitectura, lo pondré de la siguiente manera: la conmemoración oligarca se delata bajo condiciones de estilo francés. A lo largo del siglo veinte, la conmemoración experimenta severos cambios. Los presidentes de la república, por ejemplo, ya no necesitan hacerse (de) un monumento; sus obras públicas lo serán. Ahí tenemos la Villa Frei, San Borja y la UNCTAD, como re-localización de los afectos políticos del estilo institucional.

El brutalismo edificatorio de los sesenta-setenta será el marco adecuado para la reconfiguración plebeya de las prácticas de arte de corte (más) conceptual[2]. Pero la variante SERVIU sería la clave en la determinación de valor del racionalismo de pobre. En esa lucha, el museo no cumplió el rol que se esperaba. No tenía cómo. Sin embargo, el desarrollo del patrimonialismo desde 1990 en adelante, lo re/ubicó en un punto extraño, por no decir anómalo, en el horizonte de espera; como ya lo he sostenido, prolongando el modelo culturalista de la Promoción Popular, pero usando un léxico de consejo-de-la-cultura.


[1] Las tentativas de convenio que en el último tiempo se han evidenciado entre universidad y museo, por ejemplo, ni siquiera han sido provechosas para la primera.  Porque en este caso, un museo siempre tendrá mayor capacidad de tensionamiento del discurso historiográfico.  Eso es lo que se llama efecto ideológico del aparato.

[2] Resulta jocoso admitir que la arquitectura post-moderna chilena está en el origen de la apertura de un nuevo mercado de pintura neo-expresionista en la coyuntura de los ochenta. Pero solo durará hasta el crash de 1982.

viernes, 19 de octubre de 2018


LA NOCIÓN DE CASA (4)

El MNBA ha sido el lugar de una gran incomodidad clasística, porque ya antes de la dictadura de Ibáñez se había convertido en un espacio clave para la des/oligarquización de la alta cultura. Por algo el Estado de Chile trajo a Álvarez de Sotomayor a Chile. Para enfrentar a Pedro Lira. Con su ayuda, los funcionarios plebeyos del Estado lograron arrebatarle el MNBA a la oligarquía. Uno de los momentos más representativos de lo que estoy afirmando es que Camilo Mori llegó a ser director del MNBA con Ibáñez.  Dicho sea de paso, durante su dirección es “retirada” la pintura Fundación de Santiago y trasladada al Municipio. Solo en los cincuenta esta pasa al acervo del MHN.

Aunque después de la segunda guerra el MNBA entró en un período de glaciación, muy en consonancia con lo que significará la hegemonía de los post-impresionistas en la Facultad de Bellas Artes. Sin embargo, esta consonancia se rompe con la reforma universitaria, ya que una alianza socialo-comunista se apodera de la Facultad. La guerra queda instalada y divide la planta de un mismo

Antúnez, que en ese entonces es agregado cultural de Chile en EEUU es llamado para que se haga cargo del MNBA y les haga frente, combinando una articulación entre alta cultura/baja cultura que sería ejemplar durante el gobierno de Frei Montalva, porque logra arrebatar a la vieja oligarquía el manejo de la cultura erudita y disputa a los comunistas el manejo de las culturas sub-alternas.  Si lo hubieran pensado no les hubiese resultado. Es en este terreno que mencioné en columnas anteriores que el nombramiento de Antúnez en el MNBA durante Frei es la extensión de su programa de reforma agraria, pero en el terreno del manejo de los símbolos monumentales de la oligarquía. Si bien la administración del MNBA había sido plebeyizada en los años 30´s, durante la dictadura hubo quienes levantaron la ilusión de que podía ser des/plebeyizado. No fue posible. A tal punto, que el patrimonialismo de la pintura chilena no tuvo al MNBA como su principal soporte, sino el Instituto Cultural de Las Condes. Siendo éste un dato que debe ser considerado en el debate. Porque así como buscaba patrimonializar en pequeña escala, por otro lado organizó los Encuentros de Arte Joven en los años ochenta, en que participó “concertadamente” la juventud de la Oposición democrática. Estoy hablando de los años ochenta.

En cambio, en 1990, Antúnez era la solución de continuidad que le permitiría a la élite demócrata-cristiana de ahora,  recomponer el poder cultural que había logrado instalar entre 1964 y 1970.

Repito: los “barones” demócrata-cristianos de 1990 llamaron al Antúnez de 1973 para montar una ficción de continuidad, no con la Unidad Popular, sino con su anterioridad “veckemansianizada”, a lo menos, en el lenguaje. Eso fue lo que le pidieron para impedir que una representante de la cultura neo-allendista accediera a la dirección del MNBA. De este modo, una voluntad de continuidad que encubría sus propias exclusiones se haría cargo del MNBA hasta la llegada de Milan Ivelic, al cual le cupo la responsabilidad de consolidar la variable social-cristiana, re/plebeyizando su gestión política con una extraña eficacia, que alcanzó indicios de profesionalización del manejo de colecciones. En ese sentido, modernizó la gestión, para cumplir con los rangos de un museo en forma.

Roberto Farriol no hizo más que glosar el dispositivo montado por Milan Ivelic. Pero lo que todo el mundo olvida es que fue colocado en ese lugar, justamente, para desactivar simbólicamente la densidad del MNBA en el imaginario de la escena de arte. Es decir, le fue encomendada la misión de reducir el peso simbólico de la dirección del museo en el organigrama de la DIBAM de ese entonces, adelgazando conceptualmente su disposición, de manera a prolongar los efectos de la ideología del período anterior a 1973, en un encuadre neoliberal-post-concertacionista, donde se da por entendido que la cultura está en la Economía. Más bien: Es la Economía. Y en tal caso, lo “ministeriable cultural” solo sirve para organizar la compensación catártica de las poblaciones cuya integración a la sociedad real está signada por una dificultad estructural de acceso a la equidad como sentimiento ilusorio de lo propio. En este contexto, el MNBA deja de fungir como un trofeo simbólico. Ya no es útil  a la re/oligarquización porque la plebeyización ha desplazado el deseo instituyente, provocando una confusión extrema entre una contemporaneidad punitiva que maltrata su pasado y una contemporaneidad deprimida para cuyo propósito inscriptivo el museo no  cumple ninguna función. ¿De qué manera se le podría pedir a un contingente de funcionarios plebeyizados, hacerse cargo del ejercicio ceremonial de un monumento construido para celebrar la vanidad de la oligarquía fundadora de una república?  De seguro, hay algo que no funciona, ni en las expectativas de los agentes ni en la misión de la institución.