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lunes, 5 de agosto de 2019

ZOO




La primera vez que escuché hablar de las sesiones de dibujo que hacía Eugenio Dittborn en el Zoo de Berlín a fines de los años sesenta, fue por testimonio de Cristián Olivares, a quien encontré en el galpón en que Raúl Ruiz filmaba un documental sobre el Juramento de la sala del juego de pelota, para la celebración del Segundo Centenario de la Revolución Francesa. Cristián Olivares había construido la maqueta de la sala y estaba presente durante el rodaje, en el curso del cual, en verdad, Raúl Ruiz filmaba otra película. Yo andaba con Pancho Vargas. Raúl Ruíz, en un momento, nos agarró junto a otras personas que trabajaban con él e hizo que nos cubriéramos con unas frazadas militares, ocultando la cabeza, dejando apenas una apertura para respirar, y que nos situáramos en un sitio oscuro del galpón, diciéndonos: “Ustedes serán alacalufes”. 

Después de eso, salimos con Cristián Olivares a tomar un café-calva en un bar cercano. De lo único que hablamos fue de Eugenio Dittborn. De cómo, en 1969, iban a dibujar papagayos, cacatúas e hipopótamos al Zoo de Berlín. Me hablaba, además, del olor a piña podrida que había en el ambiente, a raíz de la alimentación de las aves. Pero ahora, a veinte años de eso, él estaba en el rodaje de una obra sobre el Juramento que se sabe. Actores de la Comedie Française interpretaban a plenipotenciarios que discutían con Benjamin Franklin. Antoine Bonfanti hacía el sonido de referencia y se llevaba a los actores a un estudio de fortuna que había improvisado para hacer doblaje japonés. Todas esas cosas había una vez, cuando yo pensaba el mundo al revés. Entonces, veinte años después de la escena de los alacalufes, regreso entre otros tantos regresos, para encontrar colgada en la casa del poeta y artista Bernard Collin, una pintura realizada por Eugenio Dittborn en 1967, cuando estuvo en Paris. Ya había pasado por la experiencia del Zoo de Berlín. Ahora, enfrentaba, para el discurso de posteridad, un hipopótamo rosado que “se coloca” sobre una línea de gallinas.



En el revés de este relato, en el marco de la propia historia de obra, habría que reconsiderar el color rosado como plataforma de anticipación, en al menos una década, para concretar las citas dependientes a otras menciones del rosado-deliberadamente-crudo, esgrimidas como indicio en la inscripción tardía de una poesía objetivada por el impreso, al pie de la letra, demarcando la subordinada interpretabilidad de la obra dittborn al  diagrama de la poesía-de-ronald-kay, como si en esta última residiera la clave de acceso a la comprensión de la primera. Lo que no es efectivo. La complejidad de la obra dittborn es mucho “más compleja”, habiendo tenido que experimentar la violencia de modulación en una lengua que prometía el acceso a un tipo de atención crítica que a la postre demostró su gran ineficacia.

Esta pintura de 1967 viene a postular un magnífico desmentido, si tan solo tomáramos en cuenta que el hipopótamo es una ostentación razonable de la-forma-cerdo. Esto es muy importante: la forma-cerdo en la representación de las tóxicas completudes de  interpretaciones que pasan a dominar un período. En pintura, el rosado al que se accede mediante desollamiento es una fascinación perversa que define la aptitud de una (en)carnación. Por eso, Bacon zonifica la carne tumescente para reproducir la aceleración del deterioro. Eugenio Dittborn tonifica la superficie del cuerpo pictórico atribuyéndole facultades de una absorbencia que solo puede sostener el papel secante y la tela de yute pakistaní, cuya cromaticidad converge con la tierra cocida del hipopótamo que, a título de modelo reducido, es exhibido en una vitrina de arte egipcio en el Altes Museum de Berlín y que éste pudo verificar antes de ir a dibujar al Zoo, junto a Cristián Olivares.



Primero fue la distanciación museal, luego vino la parodia del naturalismo;  finalmente,  la reversión representativa de la carne viva. Todo esto configuraba en la obra dittborn el complejo de problemas que definía su momento en la coyuntura formal de 1967, en París-Berlín, mientras los padres totémicos de la Facultad-de-la-Chile dudaban entre la culposa la eficacia del pop (Núñez) y la inocencia hipostalinista del obrerismo objetual (Brugnoli), en una escena subordinada a la Dirección Política del Proceso, en sentido estrictamente literal.

lunes, 18 de marzo de 2019

EFECTO GALILEANO



Patricio Guzmán avanzó a paso lento y cruzó el escenario  para dirigirse al podio, donde debía pronunciar el discurso de recepción del doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de Bordeaux.  Sobre la pantalla del anfiteatro se proyectaba el retrato de Jorge Müller detrás de la cámara, teniendo a su lado a Patricio Guzmán, durante el rodaje de lo que después se convirtió en “El primer año”.

Más de 45 años han transcurrido entre la escena de la palabra y la escena de la imagen. Permanece, espectral, la imagen de Jorge Müller, a quien Patricio Guzmán no ha dejado de homenajear. Diré que toda su obra es un homenaje a esa amistad y complicidad profesional. Nada de eso hubiese ocurrido sin la participación de Chris Marker. Razón por la que en su discurso, Patricio Guzmán no hizo más que rendir tributo a esa deuda simbólica, reconstruyendo la historia de su encuentro.  De seguro, la fotografía proyectada que presidía el acto de investidura correspondía a una de las tomas en que Patricio Guzmán y Jorge Müller estaban utilizando los pies de película virgen que Chris Marker les había hecho llegar. Era la fijación de un momento al que se referiría Patricio Guzmán en su discurso en los siguientes términos: “nos estábamos convirtiendo en cineastas”.





Durante el martes 12 de marzo, la Universidad de Bordeaux estuvo particularmente dedicada a acoger a Patricio Guzmán. Primero, con una clase magistral, luego con la proyección de la tercera parte de “La batalla de Chile”; finalmente, con la ceremonia de investidura. Al final de la proyección de la tercera parte, creo haber visto una toma del desierto. Extensión, horizonte, piedras, marcas anticipadas: un paisaje. 

En “Nostalgia de la luz”, recordé, hay unas tomas similares, como si entre uno y otro registro se saldara la deuda distintiva entre archivo y obra, convertida en la obra de(l) archivo; sin dejar por ello de proferir al archivo en recuento de las omisiones de lo que el propio concepto de Poder Popular podía representar en la investigación de etnografía política que, cámara en mano, desmentía las certezas del discurso oficial de la Dirección General del Proceso.

Cuando reviso algunas reseñas francesas sobre el trabajo de Patricio Guzmán, me sorprende leer que en tal momento “colaboró con Chris Marker”. Este es el tipo de cosas de una mala leche de baja intensidad que es preciso soportar. ¿El precio a pagar? No lo creo necesario. Ya en Chile he tenido que soportar estoicamente a unos operadores de Valparaíso descalificar el trabajo de Joris Ivens y Chris Marker en defensa de una pureza y de una autenticidad de la imagen propia. Chris Marker, cuando habló con Patricio Guzmán la primera vez le dijo que había ido a Chile para hacer una película, pero cuando había visto “El primer año” se había dado cuenta que lo que él quería hacer, este ya lo había hecho, entonces le ofreció comprársela.   Esto no es falsa modestia. Las cosas son así. Patricio Guzmán había hecho lo que él hubiera querido hacer.

En ese momento, Chris Marker ya había trabajado en la redacción del texto que le proporciona un cierre al documental de Joris Ivens, “A Valparaiso”. Pienso que es el texto de Chris Marker el que resuelve el film de Joris Ivens, y eso no le quita en absoluto el mérito a éste último. Por el contrario. Es el propio Joris Ivens el que entrega el “primer corte” y le dice que de todos modos siente que el documental no está terminado. Es ahí cuando interviene Chris Marker. Estamos en 1962. Chris Marker está haciendo “Le joli mai”, con Antoine Bonfanti en el sonido directo. Ese es un momento decisivo de confianza formal. Y es así como lo pone en escena Patricio Guzmán, porque él y su equipo estuvieron en el momento oportuno, bajo la mirada adecuada, en 1972.

Entonces, ¿por qué no reconsiderar la obra de Patricio Guzmán desde esta exigencia ética y formal que le significó el encuentro con Chris Marker? 

De todo esto pensaba mientras escuchaba hablar a Patricio Guzmán, durante el discurso de recepción, en que insistió ser traducido. Pudo haberlo hecho en francés. Pidió que la transferencia fuese evidente y que las pausas de conversión recondujeran nuestro recuerdo hacia donde las voces han sido precedidas por las marcas en el territorio. Desde un desierto a otro desierto, revirtiendo el efecto de las tecnologías.

A no olvidar: el desierto fue primero en ser embestido por las tecnologías de la excavación, incluida la fotografía. Luego, en ese desierto se instaló la más grande tecnología de prospección supra-lunar. Empleo un término aristotélico. Solo así puedo abordar lo que resulta común en los físicos del siglo XVI; es decir, el calco entre el polvo estelar (macrocosmos) y el polvo terrenal (microcosmos). La historia como degradación tiene lugar en este último. Y los documentales de Patricio Guzmán hacen el relato de un efecto galileano; a saber, aquel por el que se descubrió que existía la topografía lunar. En ese sentido, Kepler, eximio matemático y astrónomo reputado, seguía siendo un poco “astrólogo”, para que no lo molestara la Inquisición.

Galileo apuntó el telescopio hacia donde no debía.

En “Nostalgia de la luz”, una mujer que busca restos de cuerpos, reproduce un acto galileano al expresar su deseo y sostener que así como el hombre inventa aparatos para escrutar las estrellas, debía fabricar instrumentos que permitieran descubrir los restos esparcidos como estrellas en el firmamento de tierra y de piedras.

En el fondo, de eso fue lo que habló Patricio Guzmán al recibir el doctorado honoris causa el martes 12 de marzo recién pasado, en Bordeaux.