Después de asistir a una exposición ordinaria; es decir, que
no presenta ninguna torsión
conceptualmente significativa en su relato museográfico, es
necesario someter el texto del catálogo de la exposición La revolución de las formas a una
lectura exhaustiva y “al pie de la
letra”, ya que desde la primera frase hay materia para disentir. No es dable señalar con ostentación que
doscientas obras provienen de colecciones privadas y públicas, porque haciendo
un recuento simple de las obras reproducidas en esta edición, contamos 172
obras[1]
provenientes de colecciones privadas y solamente 24 provenientes de colecciones
públicas. Esto es como para sostener que la base de toda la exposición proviene
de colecciones privadas y que las obras provenientes de colecciones públicas son solo 12 que corresponden a pinturas, mientras que las restantes, o son fotografías o son
reproducciones de obras escultóricas. En
tal caso, lo que enfrentamos es la revolución
privada de las formas, que organiza una exposición destinada a poner en valor el discurso de un
(in)cierto coleccionismo que especula
sobre la hipótesis de posesión de un “capítulo fundamental para el arte
chileno”.
El curador de la
exposición y autor del ensayo introductorio del catálogo pone todo su empeño en declarar heroicamente
que dicho capítulo ya fue escrito bajo
la forma de manifiestos, los que sin embargo,
han sido insuficientemente
leídos. Sin embargo, lo que nos
dice es que dicha textualidad habría
generado una voluntad de transformación de la cultura y de la sociedad,
“integrando el arte a la vida cotidiana”.
Lo cual supone por una parte, que
no se ha conocido en el arte chileno una eficacia mayor en la conversión de un discurso programático en efecto institucional en el
campo del arte, y que por otra, esas obras serían la prueba de un tipo de integración de las artes que habría
transformado las relaciones entre cultura y sociedad.
En verdad, sorprende que semejante atribución le sea transferida
a una revolución formal, en un terreno
en que ni la revolución política ha logrado
sus propósitos. Pero en este
punto, el autor no hace sino exponer su máximo optimismo narrativo al declarar
que aquello que no fue obtenido en el terreno político, al menos fue alcanzado
y con creces, en el terreno de un mito inclusivo anticipado.
Es como si se pensara que la vanguardia política nunca entendió que
para triunfar debía integrar el arte en la vida cotidiana. Declaración sorprendente, cuando es un hecho
reconocido que la pintura chilena no ha hecho más que ilustrar e discurso de la
historia. Sin embargo, la gran epopeya
del arte abstracto habría consistido, a
lo largo de sesenta años, en encarnar
esta supuesta integración. En verdad, en relación a los hechos, nada
permite responsablemente realizar una afirmación de esta naturaleza. No existen pruebas históricas de que los
manifiestos de los artistas abstractos hayan tenido efectos en la industria,
por hacerlo más fácil, ni en el diseño. En el supuesto de que la vida cotidiana se
organiza bajo su hegemonía.
Por el contrario, la
industria y el diseño fueron siempre mas adelante de lo que el arte abstracto
chileno pudo siquiera imaginar.
Resulta muy poco serio sostener
una hipótesis de integración de las artes exhibiendo un muro de la fábrica
Savory. Tampoco el mural del Colegio
del Verbo Divino permite pensar en una redefinición de las relaciones entre
arte y propaganda fide. ¡Y que
decir del friso de Matilde Pérez en el Apumanque! Nada
de eso supera los más mínimos y no menos legítimos deseos de ilustración
subordinada de ensoñaciones fabriles, comerciales o pedagógicas. Pero llamar a
esto una “revolución”, no solo parece exagerado, sino que resulta
historiográficamente inexacto.
No solo no hubo revolución, sino tampoco
integración. Repito que la arquitectura, la ciencia, el diseño, el
urbanismo, la literatura y la música estaban uno y tres pasos adelante de las
ensoñaciones de los abstractos chilenos, que a duras penas remontaban el efecto de tardanza, por no decir, de
retraso estructural respecto de la producción referencial de la
abstracción rio platense, carioca o paulista, por mencionar las más
cercanas.
El autor arriesga una interpretación que espera sea reconocida
como un gran aporte a la reflexión, ya que identifica dos momentos generativos de la abstracción local: los años
20 y los años 50. Sin embargo, poner al creacionismo de Huidobro como un
antecedente de la abstracción es una operación que se aproxima a la
superchería, cuando no al forzamiento directo de las fuentes. Me tendrán que disculpar, pero la serigrafía
del Moulin
(c.1942) es más deudora del caligrama que del suprematismo. Las pinturas “verdaderamente abstractas”
corresponden a Sara Malvar y en la exposición ocupan un lugar desmejorado,
porque se omite su autonomía formal respecto de Huidobro y se sobre-inflaciona
el efecto que el discurso estético del poeta tiene sobre una supuesta
vanguardia chilena representada por Montparnasse y el grupo decembrista.
Lo que el autor sostiene resulta simplemente de una
arbitrariedad que refleja un deseo de vanguardia que está dispuesto a pasar por
encima de los hechos. Unos collages que
“presentan volúmenes abstractos”
-¡magnífico oxímoron!- realizados
en Chile en 1935 no hacen más que exponer a sus “cultores” a la más ofensiva de
las ingenuidades. Obras de Gabriela
Rivadeneira y Sara Malvar podrían sostener una hipótesis no-dependiente de
Huidobro para reorganizar el estudio de dicha coyuntura. Y lo que no debe dejar de tomarse en cuenta
es que las citas de un artículo de Waldo Parraguez sobre “plástica moderna” dan
cuenta de una polémica interna del espacio arquitectónico chileno, y no
considera la escena plástica. Si en
Chile ha habido revolución de las formas y si éstas han “producido vida cotidiana”, esta
le corresponde a la arquitectura moderna
local, que no le debe absolutamente a la escena plástica.
Se equivoca el autor al mencionar la fallida reforma de la
Escuela de Bellas Artes de 1928 como un acontecimiento próximo a la vanguardia
montparnassiana. Uno, porque no es ninguna vanguardia, sino solo un tipo de
transferencia tardía y diferida que no
satisface el sentido común plástico local.
Dos, porque la supuesta reforma que conduce al cierre de la escuela no es expresión de vanguardia alguna, sino
por el contrario, expone el deseo plebeyo del Ministro Ramírez de favorecer
unas artes aplicadas que debían
colaborar con el desarrollo de la industria nacional, en desmedro de unas
“bellas artes” calificadas como
expresión de la oligarquía enemiga de Ibáñez.
A lo que se agrega la persecución de que es objeto un artista como
Gazmuri, acusado de cubista por quienes
asumen el control de la escuela luego de la caída de Ibáñez y reinstalan el
canon de las bellas artes. Entonces, ¿de qué reforma está hablando? Tres, porque los artistas chilenos que viajan
a Europa en el año 20, no “se aventuraron, bajo un deseo de búsqueda y
actualización”, sino que fueron a Paris a confirmar lo que ya sabían, quedando en una condición de orfandad
extraordinaria, ya que los referentes que habían ido a buscar no existían, porque habían sido barridos por unas
vanguardias históricas para cuya comprensión
estaban epistémicamente inhabilitados.
[1] Incluyo en éstas alrededor de diez piezas que
provienen de fundaciones o galerías, que
considero forman parte de una colección privada. La pregunta que nadie se hace
en esta exposición es por qué hay tan pocas obras abstractas en las colecciones
públicas. La mayoría de ellas provienen
del MNBA y del MAC. Pero habría que verificar si en dichos acervos solo existen estas obras abstractas que han
sido seleccionadas para esta muestra, lo cual denotaría la existencia de una
conjunta anti-abstracta que desde las
instituciones públicas afectaría
la comprensión de una “revolución”
formal que sin embargo tendría a su haber “la integración del arte con
la vida cotidiana”. Sin embargo,
tampoco se verifica el inventario de pruebas a través de las cuáles, a lo largo
de sesenta años, dicha integración habría tenido lugar.
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