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domingo, 9 de junio de 2019

EL PINTOR, LA PISTOLA, EL PINCEL



En su taller de Paris, Eugenio Téllez guarda un cuadro que acaba de recuperar. Lo había prestado. En principio, no debiera estar allí. Pero eso permitió que pusiera atención sobre un detalle, sobredeterminado por la imagen del gamin de Paris con una pistola en cada mano que Delacroix sancionó como arquetipo. Es así como llegué a reconocer en la pintura de Téllez la figura de un pintor que en una mano empuñaba una pistola, mientras en la otra sostenía un pincel. Lo cual ponía en evidencia una conexión polémica inmediata. En París, esta conexión existe desde comienzos de los años cincuenta, cuando Benjamin Péret escribe contra la presencia de Siqueiros en una exposición mexicana que tendría lugar, anticipando que vendría a esta ciudad un artista que había reemplazado el pincel por la pistola, haciendo directa alusión a la participación del pintor en el primer atentado a Trotsky.



En la columna de ayer mencioné que entre pistola y aparato fotográfico hay una palabra decisiva que sobrepone las tecnologías: donde pone el ojo pone la bala. La pintura, en cambio, es balsámica. Pasa la pomada sobre la piel para recomponer la continuidad de la superficie. La fotografía opera, quizás, en el reino de lo discontinuo para moderar el acceso a la heterogeneidad de la imagen dialéctica, que al parecer, está (también) mecánicamente sobredeterminada. En cambio, la pintura corresponde a las tecnologías de la reparación militar del siglo XV, cuando Ambroise Paré debe enfrentar las primeras heridas que no son de procedencia corto-punzante sobre los cuerpos.

Hace unas columnas atrás, mencioné la proximidad de este cirujano con Eugenio Téllez, en el terreno de una gráfica  que cava en profundidad. Si hay quienes saben de punzones y de cortes de borde donde la barba pasa a configurar la distinción entre la continuidad y la discontinuidad del deseo, estos son los grabadores; más aún, aquellos que se hacen expertos en aguafuerte, porque viven en un universo donde la palabra mordiente pasa a ocupar un lugar de privilegio.

En cambio, la xilografía siempre fue católico-retenida, porque correspondía a la defensa de la fe pulcra y rotunda de los pobres de espíritu. El grabado en metal, era directamente dependiente de los vapores de un gabinete de alquimista.  Pero esta vía me lleva a tratar cuestiones que me separan de mi propósito. Ya habrá tiempo para ellas, que involucran el trabajo realizado en la proximidad efectiva de Hayter; ya que hay que despejar algunos mitos al respeto. De hecho, alcanzo a fijar una cita con Eugenio Téllez entre su regreso de Roma y su partida hacia Normandía. En Roma venia de participar en una muestra con los más cercanos de Hayter.

Aprovecho la ocasión y solicito a Téllez me envíe detalles de esa pintura, antes de regresar a Normandía, donde tiene el taller principal. Estamos en las proximidades de la conmemoración del desembarco. Eugenio Téllez vive a veinte kilómetros de Dieppe. Recordamos en nuestras conversaciones el raid de Dieppe del 12 de agosto de 1942. Hasta el día de hoy se discute sobre el valor que tuvo esta tentativa de desembarco. Algunos estiman que fue una masacre inútil, mientras otros sostienen que la operación fue necesaria para el éxito del Día D, dos años más tarde.

Una sola palabra resonaba, en los términos que conducíamos nuestros comentarios: carne de cañón. No somos más que carne, decía Bacon. Pero aquí tenemos la distinción: Eugenio Téllez no es un pintor de mancha, sino de huella incisiva. Ya lo he adelantado. Falsa dicotomía, entre línea y mancha, pero que tiene su utilidad polémica. Eugenio Téllez, dentro de mi sistema, no es un pintor de la carne, sino de la delimitación de los cuerpos. Por eso los define con trazos amarillos, parodiando las cintas de marcación de una escena forense.




En el retrato de pintor, (re)marca un cuerpo que se reproduce como eco gráfico teniendo de fondo la sombra de otro cuerpo, de perfil, recortado sobre el muro. La figura (pre)escrita en amarillo gira la cabeza para enfrentar al espectador, disimulada en la f(r)actura de una máscara, porque en esa sustitución se fija un derrumbe.  Todos los retratos de Eugenio Téllez son mapas faciales reducidos a un mínimo de señales topográficas. Es el pintor y su doble, con su arma (pistola/pincel) en la mano, dislocado por defecto sobre una pantalla afectada, para ser testigo/autor del estallido de la ortopedia del cuadro, en su soporte administrativo; es decir, marco y caballete.

Debo explicar esta distinción entre testigo y autor. Le atribuyo al pintor con el pincel el carácter del primero y dejo al segundo la responsabilidad de la violencia. El gamin de Paris con sus dos pistolas salta sobre los cuerpos tendidos sobre la barricada. El testigo es víctima. El autor es victimario. Pero en esta figura, víctima y victimario se sobreponen, al punto que la una es la reproducción del otro, haciendo visible su propio simulacro, ejecutando el mandato de la distinción sobre la sombra ya delimitada como superficie cifrada de la espectralidad, que opera como corps-franc en la historia de una pintura que reproduce el estallido de su andamiaje material.

Permanecemos en un imaginario de guerra de trincheras.   No abandonamos a Cendrars. Toda la pintura de Eugenio Téllez se realiza sobre fondo de cenizas.  





sábado, 4 de mayo de 2019

BRIGADA MIXTA


Hay que hablar del color negro en el cuadro de Eugenio Téllez, como la inversión de una página en blanco ya suficientemente cargada. No existe la tabula rasa. Un cuadro, antes de comenzar a ser pintado, ya está diagramatizado. No es ningún descubrimento. Deleuze lo decía desde el seminario sobre el diagrama, traducido y publicado por Cactus, hace algunos amos, en Buenos Aires. Suficientemente cargada, entonces, el Homenaje a Cendrars se va a ver como la escena de una superposición de dos o más cuadros que parecen ordenados a la rápida sobre una pared. Una pintura no hace más que resumir (asumir) toda la historia de la pintura. De tal modo, es psible apreciar que en esta sucesión aparente de pinturas ordenadas contra el muro reproducen la propia historia de la obra de Eugenio Téllez. En el entendido que ya se sabe cuan sensible se puede estar respecto de unos  temas cuando se ordena la propia pintura contra un muro, esperando ser colocado en ese lugar para ser fusilado de madrugada, por ser quien (se) es, en pintura, habiendo comenzado por dejar el país en plena debacle post-cézaniana (que es una manera elegante de hablar “de la Chile” en su época de minoría consistente eguiluciano-carrasquiana). Es así que en su discurso de despedida, en uno de esos antros en que se reunía la generación del cincuenta, Enrique Lihn no le deseo éxito alguno, porque eso mata el arte, sino que lo conminó que fuera fiel a sí mismo (no más). Consejo que Eugenio Téllez llevaría consigo, con todas sus consecuencias, desde el momento en que se convirtió en massier del taller de Hayter en Paris. Dicho sea de paso, si hay alguien que en Chile debe ser reconocido como el erdadero representante de Hayter, es Eugenio Téllez.
No solo por su amistad, sino porque era su heredero tecnológico. No sería de otro modo. Fue Hayter quien lo recomendó para que obtuviera su primer trabajo en Chicago. Recuerdo uno de mis encuentros con Téllez en Paris, hace algunos años ya. Venía desde Toronto a recuperar la ánfora con las cenizas del “viejo”.  ¿No habrá en este homenaje a Cendrars la edificación de un pequeño mumento al maestro? ¿Creen ustedes que esta misión le hubiera sido encomendada por la familia si no hubiese sostenido con él, relaciones realmente cercanas? (Pero ustedes ya saben cómo la historia local está pavimentada con mitos adecuados para acomodar malos regresos).  
Desde la lectura del primer cuento de “El muro” (Sartre, 1939) la disposición de los cuerpos alineados frente a un muro se le hizo  suficiente  para modelar la complejidad de un artista formado en Chile a fines de la primera mitad del siglo XX. Solo así podía desembarcar con cien dólares en la Francia de la guerra de Argelia y ser testigo de las ratonades. No habría mejor escuela para la lucha anti-colonial. Ese fue el momento en que conoció a Hayter,  veterano de la guerra de España.
Las innovaciones técnicas están a menudo ligadas a penurias en el abastecimiento militar. De ahí que los republicanos inventaran el concepto de la brigada mixta. Hayter introduce la brigada mixta al campo del grabado. Pero permanece en ese mismo campo, pero aún así no deja de ser fiel a la penuria formal de los papeles y los ritos de la cocina. Por eso, cuando Eugenio Téllez se instala en la universidad de York advierte  la posibilidad de instalar una logística para un taller desde el cual poder iniciar –en la obra- la ofensiva gráfica de 1968, que coincide –el el texto referencial- con la ofensiva del Teth.
El léxico es el que corresponde a los textos  que le permitirán salir del cerco de las manualidades subjetivas para alcanzar las mesetas de la fotomecánica, llevando al límite las operaciones de su unidad de grabado mecanizado, con la artillería de  campaña acorde con el rigor exigido por las transferencias de los seres de grano que representan las nuevas contradicciones de la historia de la imagen impresa.  
El grabado, entonces, siempre fue un campo experimental para el desarrollo de una pintura aferrada a la materialidad del “aparato de base” de una reproducción pactada, que es como denomino aquellas operaciones que combinan todas las “formas de lucha” en el savor-faire de las inscripciones cromáticas. De ahí que en la pintura dedicada a Cendrars tenga lugar una sobre marcación de dos regímenes de fisuración de las superficies que modulan las relaciones entre territorio y paisaje. Los llamaré el hilo dorado y la tiza mal borrada, como primera aproximación a una teoría de la trazabilidad en la pintura de Eugenio Téllez.